—¡Se ha parado! —exclamó Sean mientras contemplaba la minúscula pantalla—. Reduce la velocidad un poco cuando dobles la siguiente esquina.
Michelle desaceleró cuando llegaron a la curva. A unos quinientos metros por delante vieron que las luces traseras del coche de Dukes se apagaban.
—Es un lugar solitario —dijo Michelle.
—¿Cómo iba a ser si no para una reunión de este tipo?
—Tenemos que acercarnos más.
—A pie. Vamos.
Un muro bajo de piedra les ofrecía cobijo y les permitía acercarse lo suficiente para ver con quién había quedado Carla Dukes en el pequeño claro que tenía una vieja mesa de picnic y una barbacoa de carbón oxidada.
El hombre era más bajo que ella, joven y delgado.
Ella caminó arriba y abajo delante del joven, hablando animadamente mientras él se quedaba quieto, observándola y asintiendo de vez en cuando. Sean y Michelle presenciaban la escena pero no oían lo que decían.
Sean sacó la cámara, que había extraído del coche e hizo unas cuantas fotos de la pareja. Observó la pantalla y luego se la enseñó a Michelle.
—¿Lo reconoces? —preguntó en voz baja.
Ella escudriñó el rostro.
—No. Joven y ridículo. No es la idea que tengo de un superespía cachas.
—Hoy en día los hay para todos los gustos. De hecho, los más valorados son los que no tienen pinta de espías.
—Pues entonces este tío se lleva la palma.
Cuando Dukes se marchó en el coche, no volvieron a seguirla sino que siguieron al hombre. Era el siguiente eslabón de la enigmática cadena. Y quizá les condujera adonde necesitaban. Como no tenían un dispositivo de seguimiento en el coche de él tuvieron que mantenerse más cerca de lo que a Michelle le habría gustado pero el hombre no dio muestras de darse cuenta.
Al cabo de varias horas resultó obvio cuál era el destino.
—Bangor —dijo Sean.
Michelle asintió y preguntó:
—¿Crees que vive ahí?
—No —respondió Sean alzando la vista—. Parece que lleva un coche de los que se alquilan en el aeropuerto.
—Entonces va a coger un avión en Bangor —apuntó Michelle.
—Eso creo, sí.
Al cabo de un rato se dieron cuenta de que estaban en lo cierto porque el coche entró en el aeropuerto situado en las afueras de Bangor.
Sean y Michelle ya habían hecho sus planes por el camino. Ella aparcó. Sean se apeó del vehículo y dijo:
—Vuelve a Martha’s Inn y cuida de Megan. No quiero que acabe como Bergin o Hilary.
—Llámame cuando sepas adónde vas.
—Descuida. —Sean sacó la pistola de la funda y se la tendió—. Cógela.
—Quizá la necesites.
—No tengo excusa para llevarla en el avión —dijo Sean—. Y si me para la policía y pierdo a este hombre, no avanzaremos. —Giró sobre sus talones y echó a andar.
—¿Sean?
Sean se volvió.
—¿Sí?
—¡No te mueras!
—Lo intentaré con todas mis fuerzas —repuso Sean con una sonrisa.
Hasta que Sean no desapareció de su vista, Michelle no puso en marcha el motor del Toyota y se marchó. No le hacía ni pizca de gracia tener que separarse otra vez de él.