Después de aterrizar en LaGuardia y ser conducido a la ciudad, Peter Bunting no fue a casa para reencontrarse con su encantadora y socialmente activa esposa y sus tres hijos privilegiados y talentosos en su lujosa casa de ladrillo visto de la Quinta Avenida, frente a Central Park.
Ni tampoco regresó a su despacho. Tenía otro sitio adonde ir porque se había empeñado en mantener con vida a Edgar Roy.
«Y a mí mismo probablemente», pensó. Caminó quince manzanas hasta un edificio de seis plantas en malas condiciones alejado de las famosas avenidas de Manhattan. Se cuidó de que no le siguieran entrando en los vestíbulos de los edificios y saliendo por lugares distintos. En la planta baja del edificio de seis pisos había una pizzería. En las plantas superiores había oficinas de pequeñas empresas. En la planta superior había dos salas. Subió por las escaleras y llamó.
El hombre le hizo pasar y cerró la puerta detrás de él. Bunting pasó a la sala contigua. El hombre le siguió y cerró la puerta también de esa habitación. Indicó a Bunting que se sentara en una silla cercana a una mesita.
Bunting tomó asiento, se desabotonó la americana del traje e intentó acomodarse en una silla que no era nada cómoda. El hombre permaneció de pie.
James Harkes iba vestido, como siempre, con un traje negro de dos piezas, una camisa blanca almidonada y una corbata recta negra. Pasaría desapercibido entre el resto de millones de hombres de la ciudad.
—Gracias por recibirme tan rápido —empezó diciendo Bunting.
—Ya sabe que mi función es cuidar de usted, señor Bunting —dijo Harkes.
—Por el momento has hecho un buen trabajo.
—Por el momento.
—¿Los seis cadáveres en la granja? Creo que a Roy le tendieron una trampa.
—¿Y quién querría hacer tal cosa?
Bunting vaciló antes de responder.
—Estás de broma, ¿no?
—No suelo emplear el sentido del humor en mi trabajo.
—Me refiero a que es obvio que hay gente que no está de acuerdo con el programa.
—Pero ¿por qué tenderle una trampa a Roy? Yo lo habría matado o lo habría llevado a mi terreno.
Bunting habló pero sin demasiada seguridad.
—Pero nosotros tampoco podemos usarle. Eso nos debilita.
—Pero quizás algún día esté en libertad. Para nuestros enemigos es mejor matarlo. Así no podrá volver a trabajar.
Bunting lo observó a conciencia.
—Foster habla de emprender acciones preventivas contra Edgar Roy. ¿Sabes algo de eso?
Harkes no dijo nada.
—Harkes, ¿emprendiste una acción preventiva con Ted Bergin, el abogado?
Harkes guardó silencio.
—¿Por qué matarlo?
Harkes seguía con la vista fija en Bunting pero continuó sin decir nada.
—¿Quién está autorizando esto? Porque está claro que yo no.
—Yo no hago nada sin la aprobación necesaria.
—¿Quién la da? ¿Foster?
—Seguiremos en contacto.
—Harkes, cuando se toma ese camino, ya no hay vuelta atrás.
—¿Algo más, señor? —Harkes abrió la puerta para dejar pasar a Bunting.
—Por favor, no lo hagas, Harkes. Edgar Roy es una persona única. No se merece esto. Es inocente. Sé que lo es.
—Cuídese, señor Bunting.
En cuanto llegó a la calle Bunting se puso a caminar de regreso a su oficina pero en el último momento se desvió. Entró en un bar, buscó sitio y se tomó un gin-tonic de Bombay Sapphire. Comprobó el correo electrónico, hizo unas cuantas llamadas, todas rutinarias, más que nada para quitarse el embrollo de Edgar Roy de la cabeza. Estaba entre la espada y la pared. Estaban matando a gente y él no podía hacer nada.
Absorto en sus problemas, no se fijó en la mujer alta que había entrado detrás de él. Se acomodó en un asiento en la parte posterior del bar, pidió un Arnold Palmer y observó todos sus movimientos sin que se notara.
Kelly Paul esperó pacientemente a que Peter Bunting acabara de ahogar sus penas en un buen gin-tonic.