33

A la mañana siguiente Sean, Michelle y Megan desayunaron no en Martha’s Inn sino en un restaurante situado a unos quinientos metros. Después de que se atiborraran de huevos, tostadas y café, Sean habló.

—Creemos que Carla Dukes es un topo.

—¿Qué os lo hace pensar? —preguntó Megan.

—Su despacho estaba vacío. Ningún objeto personal. No tiene intención de quedarse ahí demasiado tiempo. Al igual que Mark Twain y el cometa Halley, creo que llegó con Edgar Roy y se marchará con él.

—Realmente da la impresión de que la gente la tiene tomada con Edgar Roy.

—La cuestión es ¿por qué? —dijo Sean—. Dijiste que Bergin había hablado contigo sobre él.

—No fueron más que investigaciones al azar, nada significativo. Dijisteis que habíais conocido a la clienta, la hermana de Roy, Kelly Paul. ¿Qué os contó?

—Quiere ayudar a su hermano. Tiene un poder notarial para actuar en su nombre y contrató a Bergin para que lo representara. Bergin era su padrino.

Megan se terminó el café.

—O sea que tenemos una clienta que no quiere hablar. El FBI no nos va a contar nada. El señor Bergin y Hilary están muertos y no tenemos pistas.

—Tenemos que averiguar a qué se dedicaba Roy realmente —dijo Sean.

—¿A qué te refieres?

—Un fenómeno de la Administración de Hacienda que se convierte en un supuesto asesino en serie no genera tanto interés federal —explicó Michelle—. Hablamos con su jefe en Hacienda. No quiso decirnos nada, lo cual en realidad resulta muy elocuente.

—Y tenía una amiga que trabajaba allí —añadió Sean—. Dijo que Roy dejó de trabajar tres meses antes de que lo detuvieran. Él la llamó en una ocasión y le dijo que trabajaba en algo «delicado», pero que no podía decir más.

—¿O sea que creéis que Roy estaba metido en algo más? ¿En algo delictivo?

—No, tal vez algo relacionado con labores de inteligencia.

—Ya me pareció que podríais llegar ahí —dijo la voz.

Estaba de pie cerca de su mesa. Al alzar la mirada, Sean se preguntó cómo era posible que la mujer se moviera con tanto sigilo.

Kelly Paul se quitó las grandes gafas de sol y dijo:

—¿Puedo sentarme con vosotros?

Vestía unos vaqueros negros, un chaleco de lana y una gruesa americana de pana encima. Llevaba unas botas robustas con forro peludo. Parecía preparada para pasar un largo invierno en la costa de Maine.

Sean le hizo sitio y Paul se sentó a su lado.

—Megan Riley, te presento a Kelly Paul. Nuestra clienta —añadió con torpeza.

Las mujeres se estrecharon la mano.

—Tengo entendido que el FBI te ha sometido a un duro interrogatorio —dijo Paul—. Espero que no te hayan dejado heridas incurables.

Antes de que Megan tuviera tiempo de responder, Sean habló.

—¿Qué estás haciendo aquí?

—Una pregunta totalmente lógica —repuso Paul.

—¿Y me la puedes responder? —insistió Sean al ver que no parecía tener intención de contestar.

—He pensado que tantear el terreno personalmente sería una buena opción.

—Pero tendrás que pagar el precio de la pérdida de anonimato —señaló Michelle.

Paul llamó a la camarera y pidió una taza de té. Guardó silencio hasta que se lo sirvió y dio un sorbo. Dejó la taza y se tomó su tiempo para secarse los labios con cuidado.

—Me temo que mi anonimato se fue al garete en cuanto vosotros dos me visitasteis.

—Nadie nos siguió hasta tu casa —dijo Michelle.

—Que vosotros sepáis —puntualizó Paul. Dio otro sorbo al café.

—¿Qué significa eso exactamente? —preguntó Sean.

Paul miró a su alrededor.

—Aquí no. Hablemos del tema en otro sitio.

Pagaron la cuenta y subieron al coche de Michelle. Paul contempló el interior.

—¿Habéis comprobado si hay micrófonos ocultos?

Michelle, Sean y Megan se la quedaron mirando.

—¿Micrófonos ocultos? —exclamó Michelle—. Pues la verdad es que no.

Paul se sacó un aparatito del bolso y lo encendió. Lo pasó por el interior del vehículo y luego comprobó el resultado en la pequeña pantalla electrónica.

—Vale, podemos ir tranquilos. —Guardó el aparatito y se sentó mientras los demás seguían mirándola anonadados.

—¿Te importaría explicarnos? —instó Sean.

Paul se encogió de hombros.

—Es obvio, ¿no crees?

—¿El qué?

—Contra qué nos enfrentamos.

—¿Y qué es exactamente? —preguntó Michelle.

—Todo el mundo —repuso Paul.

—¿Podemos empezar por el principio? —dijo Sean—. Creo que es lo que ahora mismo nos hace falta a todos.

—Mi hermano no es un mero empleado de Hacienda con seis cadáveres en el granero.

—Sí, hasta ahí hemos llegado nosotros solitos —dijo Michelle.

—¿Qué es tu hermano exactamente? —preguntó Sean.

—No estoy segura de que estéis preparados para oír la respuesta.

—Creo que sí estamos preparados para las respuestas —dijo Sean—. De hecho, estamos tan preparados que me parece que no te voy a dejar salir de este coche hasta que nos lo cuentes.

Antes de que tuvieran tiempo de reaccionar, Paul presionaba una navaja contra la carótida derecha de Megan.

—Pues sería una decisión muy desafortunada por su parte, señor King, de verdad que sí.

—Guarda eso —dijo Sean—. No hace falta ponerse así.

Paul guardó la navaja y dio una palmada a Megan en el brazo.

—Siento haber tenido que hacerlo.

Dio la impresión de que la joven estaba a punto de vomitar el desayuno.

—Respira hondo y las náuseas del susto se te pasarán —añadió Paul con amabilidad.

—¿Por qué lo has hecho? —preguntó Sean.

—Hay que establecer unas normas básicas. Yo no me comprometo con ninguno de vosotros, al menos no totalmente.

—¿Y con quién te comprometes? —preguntó Michelle.

—Sobre todo con mi pobre hermano, que se está pudriendo en Cutter’s Rock.

—¿Sobre todo? —preguntó Sean—. ¿Lo cual significa que hay algo o alguien más?

—En mi trabajo siempre hay algo más, señor King.

—¿Y qué trabajo es ese? ¿Inteligencia?

Paul miró por la ventanilla y no dijo nada.

—De acuerdo —dijo Sean—. Yo no pienso intentar trabajar contigo. Largo. Seguiremos sin ti. Pero si encontramos algo que perjudique a tu hermano, pues dará igual. Que sea lo que Dios quiera.

—En muchos sentidos mi hermano es la inteligencia de Estados Unidos.

Sean negó con la cabeza.

—Eso es imposible. Ese campo es demasiado extenso.

—Tienes una intuición notable. Pero lo cierto es que el sistema de inteligencia estadounidense estaba deteriorado. Demasiadas manos en la masa para que alguien supiera algo. Con el Programa E esa debilidad se subsanó.

—¿Programa E? —preguntó Michelle—. ¿La e significa «eidético»?

Paul sonrió.

—En realidad la E significa Eclesiastés.

—¿Como en la Biblia? —preguntó Sean.

—Uno de los libros de la Biblia hebrea, sí.

—¿Qué relación hay? —preguntó Michelle.

—Una filosofía subyacente en Eclesiastés es que el individuo puede encontrar la verdad utilizando los poderes de observación y razón en vez de siguiendo la tradición a ciegas. Se adquiere sabiduría y se dedica esa sabiduría a comprender el mundo por uno mismo. En aquel entonces era un concepto radical pero realmente encaja bien con la idea del Programa E.

—¿O sea que tu hermano es ese tipo? —preguntó Sean—. ¿El Analista?

—Existen seis personas en Estados Unidos clasificadas como «superusuarios». Según las leyes federales, se supone que tienen que saberlo todo. Pero no tenían una capacidad mental excepcional. Solían meter a un almirante retirado en una sala con apenas un boli y una hoja de papel y le pasaban toda la información de inteligencia durante ocho horas hasta que se desmayaba u orinaba encima. Se cumplía a rajatabla la ley de que los superusuarios estuvieran informados de todo pero el objetivo no se cumplía.

—¿Por qué resulta tan importante? —preguntó Sean.

—Vivimos en una sociedad con sobrecarga de información. La mayoría de las personas recibe más información de sus teléfonos inteligentes en una semana de la que sus abuelos recibían en toda su vida. En el gobierno y, lo más importante, en el ejército, la cosa se complica mucho más. Desde soldados rasos que miran cientos de televisores en instalaciones de alto secreto a generales del mayor rango posible que se lían con los dispositivos manuales en el Pentágono. Desde un analista clandestino de primer año en Langley que contempla trillones de imágenes enviadas por satélite al asesor de seguridad nacional para intentar encontrarle el sentido a los informes que se apilan hasta el techo encima de su escritorio, todos intentan asimilar más de lo que resulta humanamente posible. ¿Sabéis por qué los pilotos de las fuerzas aéreas llaman «cubos para recoger babas» a las pantallas de datos? Porque proporcionan tanta información que casi se vuelven lelos mirándolas. Se puede enseñar a la gente a utilizar mejor la tecnología o a concentrarse mejor, pero no se puede mejorar la capacidad neurológica de las personas. Tenemos la capacidad con la que nacemos.

—¿Y ahí es donde entra en escena el Programa E? —preguntó Michelle.

—Mi hermano es el último de una corta lista de genios singulares que han querido tener esa función. Es capaz de hacer muchas cosas a la vez con una especial atención al detalle. Tiene una capacidad neurológica inmensa. Es capaz de verlo todo y encontrarle el sentido.

—¿Y quién está detrás del Programa E exactamente? —preguntó Sean—. ¿El gobierno?

—Más o menos.

—¿Eso es todo lo que puedes decirnos?

—Por ahora, sí.

—¿Para quién trabajas?

—No trabajo para nadie. O para ciertas personas. Que yo elijo.

—¿No es mucha casualidad que tu hermano también trabaje en inteligencia? —dijo Sean.

—Coincidencia, ninguna. Yo animé a Eddie a trabajar en ese campo. Pensé que sería un reto para él y también pensé que sería un valor extraordinario.

Paul abrió la puerta del coche.

—¡Un momento! —exclamó Sean—. No te puedes marchar ahora.

—Me mantendré en contacto. Por el momento, haced todo lo posible por seguir con vida. Será cada vez más difícil.

—Una última pregunta —dijo Sean.

Paul se paró en la puerta.

—¿Tu hermano es inocente tal como dijiste que creías? ¿O mató a esas personas?

En un principio Sean no pensó que fuera a responder a la pregunta.

—Me reafirmo en lo que dije pero al fin y al cabo Eddie es el único que tiene la respuesta verdadera.

—Si mató a esa gente, su vida ha terminado. No volverá al Programa E ese.

—En cierto sentido la vida de mi hermano terminó hace tiempo, señor King.