Edgar Roy se sentó en la celda. Había adoptado la postura habitual. Las largas piernas extendidas y separadas, la espalda en un ángulo cómodo contra la silla de metal que estaba atornillada al suelo. Clavó la vista en el extremo más alejado del techo. Era quince centímetros a la derecha de la pared trasera y diez de la pared perpendicular a esta. Roy imaginaba que ese punto representaba una especie de encrucijada. Ese pequeño punto de hormigón le ofrecía cierto consuelo.
Una cámara colocada en un hueco de la pared detrás de una protección transparente por encima de su hombro observaba todos sus movimientos, aunque no es que los hubiera. Un dispositivo de escucha empotrado en la pared grababa todo lo que decía, aunque tampoco había dicho nada desde su llegada.
Las mentes menos prodigiosas no habrían podido soportarlo, por lo menos de forma prolongada. Pero a Roy siempre se le había dado bien perderse en el interior de su mente. Para él, su cerebro era un lugar muy interesante en el que perderse. Era capaz de entretenerse sin parar con recuerdos, rompecabezas y reflexiones varias.
Había empezado a pensar en sus primeros recuerdos avanzando de forma cronológica. Su primer recuerdo se remontaba a cuando tenía dieciocho meses. Su madre le había dado un azote por cerrar la puerta con el gato en medio. Recordaba con exactitud sus palabras, el maullido del gato, el nombre del gato, Charlie, la canción que sonaba en la radio cuando había ocurrido. Colores, olores, sonidos. Todo. Para él siempre había sido así. Otras personas se quejaban de no recordar lo que habían hecho el día anterior, o que ya no recordaban lo que había pasado tiempo atrás. Roy tenía el problema contrario. Nunca había sido capaz de olvidar nada, por trivial que fuera, independientemente de que quisiera olvidarlo. Estaba ahí. Estaba todo ahí.
«No puedo olvidar nada».
Con los años había llegado a aceptar tal habilidad. Había aprendido a compartimentarlo todo en lugares discretos de su mente, que parecía tener una capacidad ilimitada, capaz de flexibilizarse a discreción, como conectar otro lápiz de memoria u otra unidad Zip. Si le hacía falta, podía recordar lo que fuera al instante, pero no tenía por qué pensar en ello hasta que no quisiera.
Nunca había buscado la fama por esta habilidad especial. De hecho, en su infancia y juventud siempre le habían considerado raro por el funcionamiento de su mente. Por consiguiente, había intentado ocultar su talento en vez de jactarse de él. Por el contrario, las personas que sabían de sus dotes siempre habían criticado que rindiera por debajo de sus posibilidades.
Qué fácil era criticar, pensaba, cuando uno no se encontraba en esa situación. Pero realmente nadie podía encontrarse en su situación.
Puesto que la cámara estaba detrás de él siempre podía mover los ojos y posarlos en un punto distinto del techo. Se olvidó de cuando tenía dieciocho meses, del azote y del chillido del gato.
Su hermana.
Y Judy Stevens.
Eran las únicas amistades que tenía.
Pero no le habían olvidado. Quizás estuvieran trabajando desde fuera para ayudarle. Aquella gente que le había visitado. Sean King y Michelle Maxwell. Y la joven, Megan Riley. Su abogado estaba muerto. Su secretaria, asesinada. Eso es lo que le habían contado. En realidad Roy recordaba todo lo que le habían dicho, qué vestían exactamente, todos los tics que tenían, cada pausa, cada momento de contacto visual. La mujer alta era escéptica. La mujer bajita estaba nerviosa y era ingenua. El hombre parecía formal. Quizás estuvieran ahí para ayudarle. Pero ya hacía tiempo que había dejado de confiar en alguien plenamente.
Volvió a rememorar aquel día aciago. Se le había ocurrido entrar en el granero. Desde todas direcciones le habían asaltado los olores de su infancia. Había alzado la vista hacia el henal. Y le habían asaltado más recuerdos. Había recorrido la planta baja del granero y pasó la mano por el viejo tractor John Deere aparcado en una esquina, con los neumáticos inservibles. El viejo banco de carpintero, los contenedores de avena, las matrículas oxidadas que él y su hermana había coleccionado y clavado en una pared.
Se había detenido al llegar al trozo de tierra situado a lo largo de una pared del granero. El heno de esa zona estaba apartado a un lado y la tierra estaba recién removida, aunque no sabía por qué. Se arrodilló al lado de esa parcela y cogió un terrón, lo apretó y dejó que se le escurriera entre los dedos. La buena arcilla de Virginia con su olor dulzón y nauseabundo.
Se había fijado en una pala apoyada contra una pared, la había cogido e introducido el extremo en la tierra removida. Se había puesto a cavar hasta que se paró y dejó caer la pala. En la tierra había aparecido una cosa que ni siquiera su mente habría predicho.
Era un rostro humano. O, mejor dicho, lo que quedaba de él.
Había echado a correr hacia la casa a fin de llamar a la policía cuando oyó los sonidos.
Sirenas. Un montón de ellas.
Para cuando llegó a la puerta del granero, los coches patrulla paraban en seco delante de la casa. Hombres uniformados saltaban de los vehículos. Vieron a Edgar, le apuntaron con las pistolas y corrieron hacia él.
Por instinto, Roy había retrocedido hasta el interior del granero. Por supuesto, había sido un error pero no pensaba con claridad.
La policía lo había acorralado allí mismo.
—Yo no he hecho eso —había gritado, mirando de refilón a lo que entonces sabía que era un cementerio.
Los hombres uniformados habían seguido su mirada hacia la tierra removida. Se habían acercado con sigilo al borde y habían apretado la mandíbula al ver lo que había ahí abajo. La cara que los miraba en estado de descomposición. Entonces habían observado los pantalones sucios de Roy y la pala que yacía en el suelo. La arcilla en las manos. Se le habían acercado más.
—Estás detenido —había bramado uno de los hombres de uniforme.
Otro había hablado por el micrófono portátil.
—El chivatazo ha valido la pena. Le hemos pillado. Con las manos en la masa.
Cuando Roy había mirado al hombre y oído lo que acababa de decir, su mente perfecta se había bloqueado por completo.
Después de que lo detuvieran y acusaran, lo único que Roy era capaz de pensar en hacer era retirarse al interior de su mente. Lo hacía cuando tenía miedo, cuando el mundo dejaba de tener sentido para él. Ahora tenía miedo y el mundo había dejado de tener sentido.
Habían intentado hacerle hablar. Habían contratado a un ejército de psicólogos y psiquiatras para evaluar su estado y determinar si fingía o no. Sin embargo, nunca se habían encontrado con alguien con una mente como aquella. Nada de lo que le habían preguntado, ninguna de las artimañas empleadas habían funcionado. Los oía, los veía, pero era como si hubiese un parachoques invisible entre él y el mundo exterior, como experimentarlo todo a través de un muro de agua. El ejército de loqueros había acabado por darse por vencido.
Después de eso, la siguiente parada había sido Cutter’s Rock.
Roy conocía los parámetros exactos de su celda. Había memorizado la rutina de todos sus guardias. Sabía cuándo desayunaban, almorzaban y cenaban. Conocía la latitud y la longitud de Cutter’s Rock. Y sabía que Carla Dukes era la persona de confianza de Peter Bunting. Lo había deducido por dos fragmentos de conversación que había oído por casualidad, inocuos para cualquiera que no poseyera una capacidad de observación y análisis fuera de lo común. Después de tanto tiempo lidiando con el Muro, las habilidades de Roy estaban al máximo rendimiento.
Y sabía que Bunting haría cualquier cosa que estuviera en su mano para recuperarlo. Para poder agrandar el Muro cada vez más. Para ayudar a mantener la seguridad del país.
A Edgar Roy no le importaba ayudar a mantener el país a salvo. Pero las cosas nunca eran tan sencillas. Sabía que existían dieciséis agencias de inteligencia en Estados Unidos. Contaban con más de un millón de empleados, de los que una tercera parte eran contratistas independientes. Había casi dos mil empresas que trabajaban en el campo de la inteligencia. Y oficialmente se gastaban más de cien mil millones de dólares en asuntos relacionados con la inteligencia, aunque la cantidad exacta fuera confidencial y fuera mucho mayor. Era un universo gigantesco y Edgar Roy se encontraba en pleno centro del mismo. Literalmente era el hombre que encontraba el sentido a lo que de otro modo sería una masa colosal de datos incomprensibles y en continuo crecimiento. Era como las olas del océano, implacables, martilleantes pero erizadas de importancia para quienes eran capaces de descubrir sus profundidades. Sonaba poético pero lo que él hacía en realidad era sumamente práctico.
Era demasiada carga para sus finos hombros. Y si se paraba a pensar demasiado al respecto, se habría quedado paralizado. Las conclusiones a las que llegaba, las declaraciones que hacía, los análisis que ayudaba a realizar se utilizaban para hacer políticas con consecuencias globales. Ciertas personas vivían y otras morían. Algunos países eran invadidos y otros no. Se lanzaban bombas o no. Se llegaba a acuerdos o se deshacían alianzas. El mundo se agitaba siguiendo los dictados de Edgar Roy.
Al ciudadano de a pie le habría parecido una exageración absoluta: una persona que básicamente le dice a los servicios de inteligencia de Estados Unidos qué hacer. Pero el secreto sucio de la inteligencia era que había demasiada dichosa inteligencia para que alguien le encontrara el sentido. Y estaba tan interrelacionada que a no ser que se tuvieran todas las piezas, era imposible emitir juicios informados y completos. Se trataba de un rompecabezas gigantesco y global. Pero si solo se tenía una parte del rompecabezas, el fracaso estaba asegurado.
Al comienzo el Muro le había fascinado. Para él era un organismo vivo, que le hablaba un idioma extranjero que tenía que aprender. Sin embargo, después de varios meses, aquella fascinación e interés habían decaído en cierto modo. Si bien el asunto era complejo e incluso para él suponía un reto, en cuanto había visto los resultados de su aportación, la realidad de lo que hacía le había caído encima como una bomba capaz de reventar un búnker.
«No estoy hecho para jugar a ser Dios».