30

Dos horas después Sean tenía una copia del informe del médico forense y otros detalles del reconocimiento.

—Esperemos que esto nos dé pistas para continuar —dijo Michelle.

—Cabe suponer que si aquí hubiera alguna pista reveladora, la policía ya habría actuado —repuso Sean—. Este caso se encuentra en un callejón sin salida. Y no creo que se deba únicamente al hecho de que Edgar Roy esté en un manicomio federal.

—Está claro que alguien maneja los hilos —señaló Michelle—. A este tío le han tapado la boca de mala manera.

—Lo cual pone de manifiesto qué fuerzas hay entre bastidores.

—Sí, fuerzas que dan miedo.

—Vamos a buscar algo de comer y miramos a ver si encontramos algo en el informe —propuso Sean.

Mientras tomaban unos sándwiches y un café, Sean leyó el informe y comentó algunas partes con Michelle.

—Sin sorpresas —dijo—. Los cadáveres estaban en distintas fases de descomposición. El forense calculó que uno de ellos llevaba aproximadamente un año muerto. Los otros, entre cuatro y seis meses.

—Eso significa que mató seis veces en menos de un año.

—Hemos visto asesinos en serie más activos que él. Además, el enterramiento hace que resulte más difícil calcular con exactitud el momento de la muerte. Podría haber sido antes o después. Si los cadáveres hubieran estado en la superficie por lo menos tendríamos la prueba de las larvas de mosca. Son muy precisas. Pero incluso en tierra hay ciertos elementos útiles. Me refiero a los insectos terrestres.

Michelle dejó el sándwich de atún.

—Bonita conversación mientras comemos —dijo—. No es precisamente de las que abren el apetito.

Sean guardó el informe en el maletín y echó un vistazo al restaurante.

—El tío que tienes en las dos en punto —dijo en voz baja—, el que lleva sudadera y cazadora tejana que intenta parecer estudiante por todos los medios. Es…

—Lo sé. Hace diez minutos que le he echado el ojo. Se le nota el bulto de la pistola bajo la cazadora y lleva un pinganillo en la oreja izquierda.

—¿FBI?

—Algo así. Pero ¿qué hacemos al respecto? —preguntó Michelle.

—Que no se note que sospechamos.

Michelle cogió de nuevo el sándwich.

—Me parece que ya he recuperado el apetito —dijo.

—Y a mí me parece que a lo mejor vuelves a perderlo.

Michelle, que estaba llevándose el sándwich a la boca, se detuvo.

—He visto una cosa en el informe del forense que me ha extrañado —añadió Sean.

—Estoy ansiosa por saberlo.

—¿Qué tipo de tierra había en el granero de Roy?

—Estamos en Virginia, o sea que arcilla roja. ¿Por qué?

—Las conclusiones indican que cada uno de los cadáveres mostraba la evidencia de la presencia de tierra distinta a la del granero.

Michelle volvió a dejar el sándwich.

—Pero eso solo sería posible si…

—Disculpen…

Ambos alzaron la vista hacia el hombre de la cazadora tejana que se había situado junto a su mesa.

—Sí —dijo Sean, a quien le molestó haber permitido que el tipo se acercara a su mesa sin que se diera cuenta.

—Me preguntaba si les importaría venir afuera conmigo.

—¿Y por qué íbamos a hacer una cosa así? —preguntó Michelle, cuya mano derecha había ido hacia su arma y había cerrado el puño izquierdo.

—Hagámoslo por las buenas.

—No vamos a hacer nada de ninguna manera —espetó ella.

El hombre introdujo la mano en la chaqueta, lo cual fue su primer error.

Michelle giró sobre sí misma y le asestó una buena patada con la izquierda en el vientre. El hombre cayó hacia atrás y chocó contra la mesa que había junto a la pared.

Su segundo error fue ir por ella otra vez.

Antes de que la atacara, Michelle le asestó otro fuerte puntapié en la mandíbula que lo levantó del suelo y lo hizo caer de espaldas en el gastado linóleo amarillento igual que un saco de patatas.

Sean se puso en pie y, anonadado, bajó la mirada hacia el hombre.

Los escasos clientes de la cafetería, hombres mayores en su mayoría, permanecieron inmóviles ante aquel alarde de violencia.

Michelle los miró.

—Ha sido un pequeño malentendido. Enseguida vendrán a recogerlo. Sigan comiendo y… ¡qué demonios!, pidan postre. —Señaló al hombre caído—. Invita él. —Se volvió hacia Sean y susurró—: Propongo que nos larguemos de aquí antes de que un equipo de asalto nos interrumpa el café.

Sean dejó dinero sobre la mesa para pagar la comida.

—Si es un agente federal, nos hemos metido en un buen lío —reconoció.

—Oye, no nos ha enseñado ninguna placa. Que nosotros supiéramos, estaba a punto de sacar un arma. —Michelle le abrió la cazadora con la punta de la bota y dejó el arma a la vista.

—Aun así… —se quejó Sean.

—No adelantemos acontecimientos. La verdad es que estoy un poco harta de que la comunidad de la placa y la porra nos mangonee. Y la paciencia nunca ha sido mi principal virtud.

—¿Cómo aprobaste el test psicológico para entrar en el Servicio Secreto?

—Muy fácil. Tomé un montón de Coca-Cola Light y cantidades industriales de chocolate.

Salieron de la cafetería por la puerta trasera y espiaron a otro coche, un sedán con un desconocido al volante. Michelle entró discretamente en su vehículo por el lado del acompañante, seguida de Sean. Arrancó y salió marcha atrás antes de que el conductor del sedán tuviera tiempo de reaccionar.

—El conductor no sabe qué hacer —dijo Sean mirando por el retrovisor—. Si seguirnos o… bueno, va a entrar para ver qué le ha pasado a su colega.

Michelle llegó a la carretera y aceleró. El coche no les siguió.

—Dentro de dos minutos se emitirá una orden de búsqueda y captura por agresión a un agente federal.

—Si es que es un agente federal.

—Venga ya, el tío lo llevaba escrito en la cara.

—¿Nos deshacemos de este vehículo y nos agenciamos otro?

—En cinco minutos tendrán el sistema controlado. Aparecerán nuestras tarjetas de crédito y el número del carné de conducir.

—Pues entonces llama a Murdock y dile lo que ha pasado.

—¿Te has vuelto…? —Sean se quedó inmóvil—. Lo cierto es que se trata de una idea genial.

—Gracias. Adelántate a él y dile que un tipo armado nos ha abordado. Que quieres advertirle de que pasa algo. Cuando te pregunte que por qué demonios hemos agredido a un federal, podremos alegar desconocimiento.

Sean ya estaba marcando el número. Se pasó dos minutos al teléfono y no permitió que el agente del FBI pronunciara una palabra hasta el final. Pero fuera lo que fuese lo que Murdock dijo, a Sean no le sentó nada bien a juzgar por la expresión de su rostro.

—Sí, puedo darte una descripción —dijo—. Y el número de matrícula. —Tras transmitirle la información, habló un poco más, respondió a otro par de preguntas y colgó—. A no ser que sea un mentiroso, Murdock no tenía ni idea —añadió mirando a Michelle.

—Entonces, ese tío no era del FBI —apuntó ella.

—Pues será de otra agencia.

—¿Qué me dices de la orden de búsqueda y captura?

—La CIA no las utiliza —respondió Sean—. Informan a los distintos cuerpos, los espías tendrían que explicar cosas a la policía que no les gusta explicar.

De pronto su móvil emitió un pitido. Sean leyó el SMS y, mirando a Michelle con una sonrisa en los labios, dijo:

—¿Quieres saber una noticia realmente buena?

—Dispara.

—El mensaje es de mi amigo el fiscal local. La bala que mató a Hilary Cunningham no corresponde a tu arma.

—¿Eso significa que no la maté? —dijo Michelle con expresión de profundo alivio.

—No, no la mataste. Lo cual significa que la mató otra persona, allí o en otro sitio, y trasladó el cadáver hasta el lugar para cargarte con el muerto, nunca mejor dicho.

—¿Igual que lo que aparentemente le hicieron a Edgar Roy?

—Igual.

—Pero tenían que saber que la policía haría la prueba de balística.

—No he dicho que quisieran condenarte por el crimen. Solo complicar un poco el asunto. Hacerte pasarlo mal.

—Vale, pues lo consiguieron. ¿Y qué resultados ha arrojado la prueba de balística? ¿Fue otra bala del 45 que a punto estuvo de alcanzarme?

—No. Una Parabellum nueve milímetros con punta hueca.

—Si quieres la paz, prepárate para la guerra —sentenció Michelle. Sean la miró con expresión curiosa—. La palabra parabellum deriva de un refrán latino que significa: «Si deseas la paz, prepárate para la guerra». Era el lema del fabricante de armas alemán que hizo la bala Parabellum basándose en el diseño de Georg Luger. También se la conoce como nueve milímetros Luger, para distinguirla del proyectil Browning, por ejemplo.

—Eres todo un descubrimiento de joyas de la balística.

—La nueve milímetros Luger es también el proyectil de uso militar más habitual del mundo y lo utilizan la mayoría de las fuerzas policiales de Estados Unidos. ¿Quién era el fabricante y cuál era la carga?

Sean volvió a mirar la pantalla del móvil.

—Par controlado —dijo—. Carga Gold Dot JHP de ciento quince gramos.

—Vale, esa tiene una escala de una parada de más del noventa por ciento y un factor de penetración de más de treinta y tres centímetros. No está a la altura de una carga cuarenta y cuatro o tres, cinco, siete Magnum, pero muy potente de todas formas. Sin duda provoca heridas hidrostáticas por impacto.

—¿Qué significa eso?

—Significa que un disparo al pecho puede causar una hemorragia cerebral.

—O sea que obviamente no fue el proyectil utilizado para matar a Bergin.

Michelle negó con la cabeza.

—Imposible. Ese armamento le habría atravesado el cráneo disparando a bocajarro. No se le habría quedado en la cabeza.

—Qué interesante. Entonces lo más probable es que quienquiera que mató a Bergin no matara a Hilary Cunningham.

—Eso es. ¿Y ahora qué? —preguntó.

—Propongo que volvamos a Maine.

—¿En avión?

Sean negó con la cabeza.

—Para y cómprate una buena taza de café —dijo—. Vamos en coche.

—¿Puedo recuperar mi arma en la comisaría local antes de ir?

—Tienes mi consentimiento.

Michelle pisó el acelerador a fondo.