29

—Era un trabajador excepcional. Listo como el hambre. No, más listo, la verdad. Era un verdadero fenómeno. Creo que podría decirse que era casi inhumano.

Sean y Michelle estaban en el despacho de Leon Russell en la administración de Hacienda de Charlottesville. Russell era bajito y ancho, con una buena mata de pelo blanco. Vestía una camisa de manga corta con una camiseta debajo y tirantes. Tenía los dedos manchados de nicotina y se retorcía mucho, como si la ausencia de un cigarrillo entre los dedos le afectara al cerebro.

—Eso es lo que nos han contado —dijo Sean—. ¿Qué trabajo hacía aquí?

—Era quien solucionaba los problemas. Cuando pasaba algo fuera de lo normal que nadie más sabía cómo arreglar, recurríamos a Edgar.

—¿Qué clase de persona era? —preguntó Michelle.

—Muy reservado —respondió Russell—. A veces después del trabajo íbamos a tomar una cerveza. Edgar nunca venía. Se iba a la granja donde vivía. Creo que le gustaba leer.

—¿Usted fue alguna vez a la granja?

—Solo una, cuando le entrevisté para el trabajo.

—¿Cómo supo de su existencia? —inquirió Michelle.

—Amigo de un amigo —dijo Russell—. En su universidad. Tengo contactos en todas partes. Me informan de si hay gente con un talento excepcional. Edgar realmente destacaba. Ya hacía tiempo que había terminado los estudios, no sé qué hacía exactamente. Pero lo llamé y se presentó a una entrevista. Me dejó anonadado. Tenía uno de esos viejos cubos de Rubik en el escritorio. Lo cogió mientras hablaba conmigo y no paraba de darle vueltas y solucionarlo una y otra vez, como si nada. Yo no he sido capaz de hacerlo completo ni una sola vez. Era como si viera todas las combinaciones en su mente. Supongo que el tío podría haber sido un grandísimo jugador de ajedrez.

—No sabía que en la administración de Hacienda buscaban ese tipo de talento —reconoció Sean—. No puede decirse que los sueldos estén a la altura de los de Wall Street.

—Edgar no tenía ningunas ganas de ir allí. No me malinterprete. Probablemente habría podido inventar algún algoritmo con derivadas que le habría hecho ganar miles de millones. O haber diseñado algún software en Silicon Valley que lo habría hecho igual de rico.

—Pero ¿no le interesaba?

—Tenía su granja, sus libros y sus números.

—¿Números? —preguntó Michelle.

—Sí. Al tío le encantaban los números, lo que era capaz de hacer con ellos. Y le encantaban las complejidades. Era capaz de tomar un montón de secciones diferentes del código impositivo: ingresos, donaciones, fincas, corporaciones, asociaciones, intereses acarreados, plusvalías, y visualizar cómo funcionaban juntas. Lo hacía para divertirse. ¡Para divertirse! ¿Son conscientes de lo extraordinario que es eso? El código impositivo es una pesadilla. Ni siquiera yo lo entiendo en su totalidad. Ni por asomo, de hecho. Nadie lo entiende. Bueno, salvo Edgar. Cada página y cada apartado y cada palabra. Probablemente la única persona del país capaz de ello.

—Realmente excepcional —dijo Michelle.

—Desde luego. Hacía que nuestra oficina destacara, eso lo tengo claro. Desde otras administraciones querían arrebatárnoslo, dentro de Hacienda, quiero decir. Lo intentaron pero él ya estaba bien aquí. No quería trasladarse. A mí me iba genial. La de pluses de rendimiento que he recibido por ese hombre, bueno, digamos que tendré una jubilación mucho mejor gracias a ese tipo.

—Tengo entendido que iba a menudo a Washington D. C. —dijo Sean—. ¿Es porque era la única persona del país que lo entendía todo?

La expresión afable de Russell desapareció.

—¿Quién le ha dicho que iba mucho a Washington D. C.?

—¿Acaso no es cierto?

—Depende de cómo se defina «mucho».

—¿Cómo lo definiría usted? —preguntó Michelle.

—Una vez a la semana.

—¿Roy encajaba en esa definición o no?

—Tendría que consultarlo en los archivos.

—¿Tan grande es esta oficina?

—Es mayor de lo que parece.

Sean cambió de tema.

—¿O sea que trabajaba aquí cuando lo detuvieron?

Russell se retrepó en el asiento y los observó a los dos con las manos apoyadas en el vientre. Por encima del hombro tenía una estantería llena de gruesos archivadores blancos con títulos soporíferos en el lomo.

—¿Y dicen que representan los intereses de Edgar?

—Eso es. Ted Bergin, su abogado, nos contrató.

—Quien tengo entendido que está muerto.

—Eso es. Fue asesinado en Maine cerca de donde Roy está recluido.

—¿Eso significa que ya no representan a Edgar oficialmente? —Russell sonrió ante lo que obviamente le parecía la clave y el tanto ganador en la conversación.

—Pues resulta que sí. El bufete de abogados de Bergin le representaba y hay otra abogada que se ha hecho cargo del caso. O sea que seguimos manteniendo la misma relación.

Russell, que no daba la impresión de estar escuchando, extendió las manos.

—No sé qué decirles.

—Bueno, esperaba que me dijera si Roy trabajaba aquí cuando fue detenido. —Hizo una pausa—. ¿O acaso la oficina es demasiado grande para saberlo?

—No tengo por qué contarles nada. No son policías.

—El hecho de no querer responder, habla por sí solo —señaló Michelle.

—Seguro que la policía ha estado aquí para interrogarle. ¿Por qué no nos dice lo que les contó a ellos?

—¿Por qué no se lo preguntan ustedes directamente? Ya les he contado suficiente. Y tengo trabajo que hacer.

—Siempre se agradece oír la versión del interesado —dijo Michelle—. Supongo que comprende su papel en el pleito.

—Le agradecería que cambiara el tono.

Sean se inclinó hacia delante.

—¿Cree que es culpable?

Russell se encogió de hombros.

—Probablemente.

—¿Por qué?

—Los genios también tienen rincones oscuros. Piensan demasiado. No como el resto de los mortales. De modo que sí, probablemente lo hiciera. Seamos sinceros, cualquier tipo que sepa todos los registros del código impositivo tiene que estar pirado.

—Bueno, esperemos que no le llamen nunca para formar parte de un jurado popular —espetó Michelle. Russell reaccionó al comentario frunciendo el ceño.

—¿Observó algo en el comportamiento de Roy que pudiera indicar que fuera un asesino en serie? —preguntó Sean.

Russell fingió un bostezo y respondió con un desinterés evidente:

—¿Y qué tipo de comportamiento se supone que es ese?

—Oh, no sé —dijo Michelle, tensa—, a lo mejor una cabeza humana en el cuenco de gominolas que tenía en el escritorio. Cosas así de sutiles, imbécil.

Al cabo de un momento un guardia de seguridad, con tanta pinta de duro como los contables del edificio, los conducía al exterior. Cuando estiró el brazo para ponerle la mano en la espalda a Michelle para echarla, Michelle rugió:

—Como me toques, eres hombre muerto.

El hombre retiró la mano tan rápido que hizo una mueca de dolor, como si le hubiera dado un tirón.

Ya fuera, Sean soltó un suspiro.

—Me encanta tu método para interrogar, Michelle —dijo—. Todo un alarde de sutileza y sofisticación.

—Pues casi me entran ganas de volver a tener una placa —replicó ella—. Así no pueden echarte antes de responder, por muy listos que se crean. Y ese imbécil no iba a decirnos nada que nos fuese de utilidad.

—Tienes razón. No paraba de soltar evasivas. Debe de tener un buen motivo.

—Y lo que está claro es que Roy no trabajaba en la administración de Hacienda cuando lo detuvieron. De lo contrario, el tío nos lo habría dicho. Nos ocultaba algo. Si nos cuenta una mentira, se volverá contra él. Si no nos cuenta nada, no le pasa nada más adelante.

Estaban a punto de subir al todoterreno de Michelle cuando les abordó una mujer.

Parecía tímida. Tenía el pelo liso y muy rubio y llevaba unas gafas delante de unos bonitos ojos azules.

—Disculpen… —dijo con cautela.

Se volvieron para mirarla.

—Tengo entendido que han venido a preguntar por Edgar.

—¿Le conocía? —preguntó Sean.

—Trabajábamos en la misma zona de cubículos. Me llamo Judy, Judy Stevens.

—Estábamos haciendo preguntas pero su jefe ha decidido no cooperar.

—El señor Russell no quiere decir nada que pueda…

—¿Poner su culo en peligro? —sugirió Michelle.

Judy esbozó una tímida sonrisa y se sonrojó.

—Sí.

—¿Y usted no tiene ese problema? —sugirió Sean.

—Solo quiero que se sepa la verdad.

—¿Cuál cree que es la verdad?

—Lo único que sé es que Edgar había dejado de trabajar aquí, después de ocho años de hacerlo, más de siete meses antes de que empezara esta pesadilla.

—¿Adónde fue?

—Nadie lo sabe. Un día dejó de venir. Le pregunté al señor Russell, pero contestó que no era asunto mío.

—Vale. ¿Siguió en contacto con Edgar?

Judy bajó la mirada.

—Edgar y yo éramos amigos. Él… era buena persona, solo que muy tímido.

—O sea que siguió en contacto con él… —insistió Sean.

—Me llamó una noche. Así, de repente. Le pregunté qué pasaba, por qué ya no venía al trabajo. Me dijo que tenía otro trabajo pero que no podía decirme de qué se trataba.

—¿Le explicó por qué no podía decírselo?

—Porque era muy delicado. Esa es la palabra que empleó «delicado».

—¿Volvió a saber de él?

—No. Y por cómo habló me dio la impresión de que el hecho de llamarme era…

—¿Arriesgado para él? —sugirió Michelle.

Judy alzó la vista.

—Sí, exacto. Arriesgado para él.

—Entonces debe de tenerla en gran estima para correr ese riesgo.

—Yo pensaba mucho en él —dijo Judy, sonrojándose.

—O sea, que no cree que matara a todas esas personas —dijo Sean, tanteándola.

—No. Conocía a Edgar. Bueno, supongo que lo conocía tan bien como era posible conocerle. No es un asesino. No sabría cómo hacer tal cosa. No entraba dentro de su esquema mental. Aunque fuera tan grandote era un hombre muy amable. Si por casualidad pisaba un grillo, le sabía mal.

—Si se acuerda de algo más, llámenos, por favor —dijo Sean, tendiéndole su tarjeta.

Judy la cogió y la sujetó con fuerza.

—¿Han visto a Edgar? Me refiero a ese sitio… ahí arriba.

—Sí.

—¿Qué tal está?

—No demasiado bien.

—¿Podrían darle recuerdos de mi parte? —pidió Judy—. Y decirle que creo en su inocencia —añadió con firmeza.

—Descuide.

Michelle y Sean subieron al todoterreno de ella y se pusieron en camino.

—Bueno, Edgar tiene al menos una persona que le apoya —dijo Michelle.

—Dos. No olvides a su hermanastra.

—Cierto.

—O sea que de repente un día deja de ir al trabajo. Su jefe en Hacienda no dice ni mu. No dan explicaciones a nadie. Y él se arriesga, llama a su amiga y le dice que tiene un trabajo nuevo que es «delicado».

Michelle frunció el ceño.

—Y Murdock está en contraterrorismo. O sea que tiene que ser algo relacionado con la seguridad nacional, ya sabes, cosas de espías. Y ya sabes lo mucho que odio los asuntos de espionaje.

—¿A qué te refieres? ¿A las dos o tres puñaladas por la espalda y a las múltiples intenciones ocultas para cada situación?

—Más o menos, sí.

—Entonces, si está metido en asuntos de espionaje, ¿por qué?

—Por sus proezas mentales, supongo.

Sean se encogió de hombros.

—No sé qué otra cosa puede ofrecer aparte de su altura. Y dudo que la CIA o cualquiera de las otras fábricas de espías tengan equipo de baloncesto. O sea que está en el mundo del espionaje y pasa esto. Su nuevo patrono debe de estar muy cabreado.

—Eso explicaría la presencia de tantos tipos armados y con traje negro, los satélites y la implicación del FBI.

—Me gustaría echarle un vistazo al informe del médico forense.

Michelle hizo una mueca.

—Esperemos que los lugareños cooperen un poco más que ese payaso de Hacienda. No me extrañaría que me hicieran una inspección cualquier día de estos.