28

Tardaron varias horas en llegar a casa de Edgar Roy. Michelle iba al volante, como de costumbre, mientras Sean miraba malhumorado por la ventanilla.

—¿Sientes curiosidad por lo que hizo Kelly Paul mientras estuvo en el extranjero? —preguntó él.

—Por supuesto que sí. Pero tiene razón al decir que nos centremos en la investigación sobre su hermano. Él es quien se enfrenta a la pena de muerte, no ella.

Dio la impresión de que Sean no la había oído.

—Y no nos ha dicho de qué murió su padrastro.

—Eso es bastante fácil de averiguar, pero eso es remontarse mucho en el pasado, ¿no crees, Sean?

—A no ser que esté todo relacionado. —Sean se volvió para mirarla.

—Pero estamos hablando de una época muy lejana.

Sean volvió a mirar por la ventanilla.

—¿Por qué iba a mudarse a una casa desvencijada en el quinto pino una mujer como ella? No cultiva nada. Y su acento no es muy de campo que digamos.

—Bueno, se crio en Virginia. Y aquí tienen este acento —dijo Michelle arrastrando las palabras.

—Muchos interrogantes —dijo Sean con aire distraído.

—¿Qué opinas de lo que nos aconsejó sobre el FBI?

—Pues que realmente es buena idea —dijo Sean—. Riley es abogada defensora. No pueden retenerla indefinidamente. De hecho… —Sacó el móvil y marcó un número—. Sigue sin responder. Bueno, pues cojamos al toro por los cuernos. —Marcó otro número—. ¿Agente Murdock? Sean King al habla… ¿Qué?… Sí, seguimos tu consejo y nos fuimos a casa. Pero volvemos. Pero no llamo por eso. Tienes retenida a la abogada defensora en un caso que está investigando. Eso incumple una docena o más de leyes éticas y de otro tipo que se me ocurren así, a bote pronto. O tengo noticias de ella en cinco minutos para decirme que está libre y va camino de Martha’s Inn o la próxima vez que me veas será en la CNN hablando sobre las extralimitaciones del FBI. —Hizo una pausa mientras el otro hombre decía algo—. Sí, bueno, ponme a prueba. Y ahora ya solo te quedan cuatro minutos. —Colgó.

—¿Qué ha dicho? —preguntó Michelle, mirándolo.

—Las típicas fanfarronadas —respondió Sean, y consultó su reloj. Diez segundos después de la hora límite su teléfono sonó—. Hola, Megan, ¿qué tal? —Hizo una pausa—. Excelente. Ya sabía yo que el agente Murdock se mostraría de acuerdo conmigo. Estamos en Virginia pero regresaremos pronto. Ve a Martha’s Inn y quédate allí. No recibas visitas. No hagas nada. Y si Murdock se te vuelve a acercar, llámame. —Colgó y se guardó el teléfono en el bolsillo.

—¿Qué le han estado preguntando? —inquirió Michelle.

—No me lo ha dicho. Por el ruido de fondo, parecía que la llevaban en un coche del Bureau de vuelta al hostal.

—¿Crees que le han dicho lo de Hilary?

—No, o por lo menos no lo ha mencionado.

—Ya verás cuando se entere de que es probable que yo le disparara.

—Michelle, no se sabe si fuiste tú, así que deja de darle vueltas al asunto.

—Para ti es fácil de decir.

Sean estuvo a punto de replicar, pero se contuvo y le dio unas palmaditas en el brazo.

—Tienes razón, para mí es fácil decirlo. Lo siento.

—Entonces, ¿cuándo volvemos a Maine?

—En cuanto le echemos un vistazo a la granja de Roy y hablemos con las autoridades locales.

—Dudo que sean de gran ayuda.

—No, yo creo que sí.

—¿Por qué?

—Hasta ahora parecía que todo el mundo pensaba que Roy era culpable. Pero ahora que Bergin y Hilary están muertos, algo en lo que Roy no puede estar implicado, quizá la gente se lo replantee. Y la policía, igual.

—¿A quién tenemos en el bando de los federales en Virginia? ¿No será Murdock, no?

—Conozco al AR de Charlottesville —dijo Sean, refiriéndose al Agente Residente del FBI—. Es un buen tipo. De hecho, me debe un favor.

—Da la impresión de que mucha gente te debe favores. ¿Qué te debe?

—Escribí una carta de recomendación para que su hija entrara en la Facultad de Derecho de la Universidad de Virginia.

—¿Eso es todo?

—Bueno, le conseguí entradas para el partido de los Skins contra los Cowboys en Washington D. C. Él es de Dallas.

—Vaya, eso sí que es un favorazo.

El agente del FBI cooperó como correspondía. Además, les contó algo que resultó especialmente intrigante.

—Conozco a Brandon Murdock. Es un buen tipo. Pero no sé por qué está metido en este asunto.

—¿Por qué lo dices? —preguntó Sean.

—No trabaja en el VICAP —dijo el hombre, refiriéndose al Programa de Detención de Crímenes Violentos del FBI, que también se encargaba de los asesinos en serie.

—¿A qué se dedica?

—Fue a Washington D. C. hace bastante tiempo.

—¿A Hoover, a la Oficina de Campo? —preguntó Michelle, refiriéndose a la central del FBI y a la oficina de campo del FBI en Washington D. C., respectivamente.

—No. —Se mostró dubitativo—. No debería hablar de esto contigo, Sean.

—Venga ya, Barry. No voy a ir contándolo por ahí. Ya me conoces.

—Y además te consiguió entradas para el partido de los Cowboys —le recordó Michelle.

El hombre sonrió irónicamente.

—Bueno, Murdock está en la unidad de contraterrorismo. Un departamento muy especializado. —Señaló a Sean con el dedo—. Y espero que me consigas entradas por esto. Y con asientos mejores.

—Lo intentaré.

A continuación, Sean y Michelle hablaron con el fiscal local, que se había enterado de la muerte de Hilary Cunningham.

—Tienes razón, Sean —reconoció el fiscal—. Este asunto empieza a apestar.

Les entregó copias del expediente del caso Roy y se dirigieron a la granja. Estaba aislada, con un solo camino de tierra de entrada y de salida, las montañas de Blue Ridge como telón de fondo y ninguna otra casa, coche ni vaca perdida a la vista. Michelle detuvo el Land Cruiser levantando polvo delante de la casa de una sola planta revestida de tablones de madera. Salieron del coche.

Aunque hacía tiempo que la escena del crimen había dejado de estar acordonada, todavía colgaban fragmentos de cinta amarilla policial de los postes del porche delantero. A menos de veinte metros al oeste de la casa había un granero de dos plantas pintado de color verde oscuro con un tejado de madera de cedro. En la parte posterior se veía un gallinero y un cercado que parecía demasiado pequeño para contener caballos.

—Una pocilga —observó Michelle mientras lo miraba.

—Gracias por la aclaración —dijo Sean—. Pensaba que criaban caballos en miniatura.

—Cadáveres en el granero.

—Seis. Todos hombres. Todos blancos. Todos sin identificar a día de hoy.

Encontraron la puerta delantera cerrada con llave pero Michelle consiguió abrirla enseguida manipulando la cerradura con delicadeza.

La casa presentaba una distribución sencilla y no tardaron en recorrerla. Michelle cogió un libro de una estantería de pared llena de volúmenes. Miró el lomo.

—La única palabra que conozco del título es «el».

—Es que tú no eres un genio.

—Gracias por recordármelo.

—Ninguna foto de familia. Ninguna referencia al trabajo. Ningún título universitario. Nada que demuestre que el tío vive aquí.

—Aparte de los libros.

—Eso, aparte de los libros.

—Bueno, era la casa de sus padres. Quizá tenga sus cosas en otro sitio.

—No, Paul nos dijo que sus padres compraron la casa después de casarse y antes de que naciera su hijo. Esta es la única casa en la que ha vivido Roy. —Siguió mirando a su alrededor—. Supongo que si tenía un ordenador, la policía se lo llevó.

—Es lo más probable.

Se dirigieron al granero. No estaba cerrado con llave. Abrieron las puertas y entraron. Era un espacio amplio y vacío en su mayor parte. Había un henal al que se llegaba por una escalera de madera, unos cuantos bancos de carpintero y un surtido de herramientas oxidadas colgadas de la pared. Había un viejo tractor John Deere aparcado en el otro extremo de la planta baja.

Michelle observó una porción del suelo de tierra que se había excavado en el lado izquierdo del granero hasta un metro y medio de profundidad.

—Supongo que aquí estaba el cementerio.

Sean asintió y rodeó el perímetro de la tierra levantada.

—¿Cómo se les ocurrió mirar aquí? —preguntó ella.

—Según el expediente, la policía recibió un chivatazo anónimo.

—Mira qué bien. ¿Alguien ha intentado localizar al chivato?

—Probablemente lo intentaran. Pero también es probable que no condujera a nada. Una tarjeta telefónica de usar y tirar. Imposible de rastrear. Es el procedimiento estándar hoy en día para los maniacos homicidas si es que el chivato era el asesino.

Michelle rodeó el lugar con cuidado, observándolo como si fuera una excavación arqueológica.

—A fecha de hoy ninguno ha sido identificado. ¿Tenían la cara desfigurada o las huellas quemadas o algo así?

—No creo. Por lo que parece, no constan en ninguna base de datos. Estas cosas pasan.

—Kelly Paul parece convencida de la inocencia de su hermano.

—Hermanastro —le recordó Sean.

—Hermanos de todos modos.

—En ciertos aspectos, ella me parece más interesante que su hermano. Y me di cuenta de que no había fotos de ella en casa de Roy y ninguna foto de él en casa de ella.

—Algunas familias no están muy unidas.

—Cierto, pero de todos modos ahora parece que están muy unidos.

—Bueno, a decir verdad, nunca hemos oído hablar al hermano. Y ella ha sido tan locuaz como reservada con los detalles.

—Con los detalles relacionados con su vida, tal como te he dicho antes.

Michelle miró a su alrededor.

—Bueno, ya hemos visto el cementerio. ¿Ahora qué?

Sean contempló algunas herramientas viejas del banco de carpintero.

—Supongamos que le tendieron una trampa. ¿Cómo traes seis cadáveres hasta aquí y los entierras sin que nadie se entere?

—Para empezar, este sitio está en el culo del mundo. En segundo lugar, Roy no estaba aquí en todo momento. Trabajaba fuera de casa y también pasaba tiempo en Washington D. C. O por lo menos es lo que nos han dicho.

—Así que es bastante fácil colocar las pruebas incriminatorias. Pero la pregunta es ¿por qué?

—Es decir, si no era más que una pieza del engranaje de la poderosa máquina recaudatoria del país, ¿por qué tomarse tantas molestias?

—Esa pregunta tiene dos respuestas posibles. O es por algo de su historia personal que todavía no sabemos, una rencilla lo bastante importante como para justificar seis cadáveres, o…

—O no era una pieza más del engranaje. Era mucho más. Personalmente me inclino por esa opción. Según su hermana, tenía una capacidad intelectual fuera de lo normal. Eso resultaría importante para ciertas personas, o agencias.

—Eso y el tiempo pasado en Washington D. C. hacen que me incline por lo mismo. Aparte del hecho de que el FBI se ha tomado esta investigación con un afán inusual. —Se sacudió el polvo de las manos—. Bueno, vamos a hacer la ronda del forense y de la oficina donde trabajaba Roy.

En cuanto salieron del granero apareció un todoterreno en el jardín delantero del que bajaron dos hombres trajeados.

—¿Puedo preguntar qué están haciendo aquí? —dijo uno de ellos.

Sean lo miró.

—Justo después de que me digáis quién coño sois.

Los hombres enseñaron unas insignias rápidamente.

—No he pillado el nombre de la agencia para la que trabajáis —dijo Sean—. ¿Me las enseñáis otra vez, más despacio?

Los hombres no sacaron la identificación pero sí las pistolas.

—Somos agentes federales y tienen que salir de esta propiedad inmediatamente.

Sean y Michelle enseñaron su documentación, explicaron qué hacían ahí y las conversaciones mantenidas con el cuerpo de policía local y el fiscal del condado.

Uno de ellos negó con la cabeza.

—Me da igual. Largo de aquí ahora mismo.

—Estamos investigando el caso para la defensa. Tenemos todo el derecho a estar aquí.

—De todos modos tendréis que marcharos.

—¿Cómo sabíais que estábamos aquí? —preguntó Michelle mientras regresaban al vehículo.

—¿Cómo dices? —dijo uno de los hombres.

—Por aquí no hay nadie. No hemos pasado ni un solo coche mientras nos dirigíamos aquí. ¿Cómo sabíais que estábamos aquí?

A modo de respuesta, el hombre abrió la puerta del coche y le hizo una seña a Michelle de que entrara.

Sean y Michelle salieron a toda velocidad por el camino de tierra y levantaron una polvareda que fue a parar directamente a la cara de los dos federales.

—Es imposible que supieran que estábamos aquí, Sean. Y esas insignias parecían de verdad aunque no he conseguido ver a qué agencia pertenecen. Parecían federales.

Sean asintió.

—Nos siguen, pero no sé desde cuándo.

—Juro que no nos siguió nadie cuando fuimos a ver a Kelly Paul. Es imposible que no me diera cuenta. No había forma de ocultarse. Nada de nada.

—Ahí está el problema. Aquí tampoco hay forma de ocultarse, y aun así han aparecido.

Michelle miró por la ventanilla.

—¿Satélite? —aventuró.

—Nos las estamos viendo con los federales. ¿Por qué no?

—Comprar tiempo de satélite es un paso importante incluso para el FBI —señaló Michelle.

Sean reflexionó al respecto.

—Esos tipos no eran del FBI —dijo por fin—. Ellos siempre quieren que quede claro quiénes son. Nos habrían puesto las credenciales en las narices durante un rato.

—Maldita sea, ¿en qué lío nos hemos metido?

Sean no respondió porque no tenía respuesta que dar.