27

Peter Bunting estaba sentado en su despacho de Manhattan. Le gustaba vivir en Nueva York. Tenía una oficina en el centro de Washington D. C. y su empresa tenía una sucursal en el norte de Virginia, pero Nueva York era especial. La energía del lugar era visceral. Mientras se dirigía a pie al trabajo todos los días desde su casa de piedra rojiza situada en la Quinta Avenida sentía que aquel era su hogar.

Relajó una zona del cuello que tenía tensa y observó el archivo que tenía en la mesa. Aparecía en una tableta electrónica. Ahí no había papeles. Todo lo importante se guardaba en servidores impenetrables muy lejos de allí. La computación en nube era primordial en el mundo de Peter Bunting.

Había analizado la trayectoria profesional de Sean King y Michelle Maxwell y se había quedado suficientemente impresionado. Ambos parecían muy trabajadores, listos y con sentido práctico. Pero llegó a la conclusión de que parte de su éxito se había debido a un golpe de suerte en el momento preciso. Y uno no podía contar con tener siempre la suerte de su lado. Aunque no sabía muy bien si eso iba a beneficiarle o perjudicarle.

Pulsó un botón y la pantalla cambió junto con el tema.

Edgar Roy.

Su principal problema.

Estaba dedicando una cantidad de tiempo desmesurada a pensar qué hacer con su E-Seis. Pero el asunto revestía una importancia primordial para él. Aunque había implantado ciertas medidas provisionales iba retrasado hasta límites insospechados. Y la secretaria Foster tenía razón: la calidad del análisis había disminuido. El statu quo no podía mantenerse. Podía perder todo aquello por lo que había trabajado.

Ellen Foster y los de su calaña eran implacables. Lo aislarían sin pensárselo dos veces. En ese mismo instante quizás estuvieran conspirando contra él. No, no había ningún «quizá»; seguro que estaban conspirando contra él. Y Mason Quantrell probablemente les ayudara a orquestar todo el plan. La esfera del sector privado y público se había fusionado en un solo organismo en el campo de la seguridad nacional. Los protagonistas de ambos bandos pasaban de un lado a otro con demasiada frecuencia. Ahora era casi imposible discernir dónde terminaba el lado del gobierno y dónde empezaba a actuar la maquinaria que perseguía beneficios.

Cuando tomó la decisión de que la inteligencia sería el campo en el que dejaría huella, el panorama era desastroso. Demasiadas agencias con demasiada gente redactando demasiados informes, a menudo acerca de lo mismo que, de todos modos, nadie tenía tiempo de leer. Demasiados ojos puestos en puntos equivocados. Y, lo que era peor, nadie quería compartir información por temor a perder dólares del presupuesto o el territorio ganado con tanto esfuerzo. El Departamento de Seguridad Interior no hablaba con la CIA. La DIA no interfería con el FBI. La NSA era un país en sí misma. Las demás agencias del alfabeto hacían lo propio. Nadie, ni una sola persona, lo sabía todo, ni llegaba siquiera a estar cerca de saberlo todo. Y cuando nadie lo sabía todo, se cometían errores, errores garrafales; de los que causaban la muerte de mucha gente.

Así es como Bunting había empezado a urdir su ambicioso plan. Combinando el principio básico del emprendedor y la motivación de un patriota que desea proteger a su país, había identificado un vacío en el campo de la seguridad nacional y lo había llenado. En cuanto el concepto se había probado y aprobado, el Programa E se había expandido y mejorado cada año. No se trataba de un ejercicio académico. En esa montaña Everest de información recopilada cada día por América y sus aliados, podían existir uno o dos datos ubicados muy lejos el uno del otro en los cestos de la comunidad de la inteligencia que bien podrían evitar otro 11-S.

Los éxitos del Programa E se habían cosechado de forma temprana y frecuente. Algunos podían argüir de forma bastante convincente que el mundo se encontraba para el arrastre. Pero Bunting era uno de los pocos que sabía que la situación podía ser muchísimo peor. Lo cerca que Estados Unidos y sus aliados habían estado del precipicio. Lo poco que había faltado para que se produjeran ciertos acontecimientos que habrían causado una devastación incluso mayor que cuando los jumbos habían colisionado contra los edificios. En tan solo seis meses, los análisis de Edgar Roy habían evitado por lo menos cinco atentados importantes tanto a objetivos civiles como militares en todo el mundo. Y una retahíla de incidentes menores pero potencialmente mortíferos se habían desbaratado porque el hombre era capaz de mirar el Muro y conseguir que le revelara secretos como nunca jamás consiguiera otro analista a lo largo de la historia. Y los resultados de sus conclusiones estratégicas se notaban por el mundo de mil modos distintos.

Pero todo se reducía a encontrar a la persona adecuada. Ese era siempre el mayor reto. La duración media de la carrera de un Analista era de tres años. Después de eso incluso la más poderosa de las mentes tenía suficiente. Entonces les daban unos paquetes de jubilación dorados y los enviaban a pastar como sementales aunque, desgraciadamente, sin la posibilidad de engendrar a sus sustitutos.

Sonó el teléfono. Se humedeció los labios e intentó mantener la calma. Era una llamada prevista. Era el principal motivo por el que estaba en el despacho. Levantó el auricular.

—¿Diga? Sí, espero.

Al cabo de un momento oyó la voz del hombre. Bunting tomó aire y respondió.

—Señor presidente, gracias por dedicarme su tiempo.

La conversación fue rápida. Se había calculado que duraría cinco minutos. Peter Bunting era una baza tan importante en la comunidad de la inteligencia que el actual ocupante de la Casa Blanca se había tomado la molestia de llamarle.

»Ha sido un gran placer y un honor para mí servir a mi país, señor —dijo Bunting—. Y le doy mi palabra que todos nuestros objetivos se cumplirán, a tiempo. Sí, señor, gracias, señor.

Entonces los hombres entraron en detalles.

Cuando el temporizador del teléfono llegó a los cinco minutos, se despidió, colgó el teléfono y alzó la vista hacia su ayudante.

—Supongo que uno considera que realmente ha llegado a la cima si el presidente le llama —dijo la mujer.

—¿Eso es lo que cabría pensar, no?

—¿No es así?

—En realidad significa que la caída será más dura.

Cuando ella se marchó, puso los pies encima del escritorio y entrelazó los dedos detrás de la nuca. Bunting conocía personalmente a cientos de analistas de inteligencia, gente inteligente de las mejores escuelas que estaban especializados. En este campo, había gente capaz de dedicar toda su vida profesional a cierto cuadrante de Oriente Medio, estudiando de forma concienzuda la imaginería relativamente similar hasta que el pelo les pasaba de castaño a blanco y la piel les colgaba camino de la jubilación. Especialistas, personas buenas y sensatas para su pequeña porción del entramado. Pero eso era todo lo que sabían, su porción progresiva del arcoíris de la inteligencia. Y con eso no bastaba.

Pero la especialidad de Edgar Roy era la omnisciencia.

Se le encomendaba que lo supiera todo. ¡Y lo había cumplido!

Bunting no esperaba encontrar jamás a otro Edgar Roy, un fenómeno genético para acabar con todos los fenómenos genéticos. Una memoria perfecta y una capacidad asombrosa para ver cómo encajan todas las piezas. Ojalá ese hombre viviera para siempre.

Sonó el teléfono. Bunting se mostró fastidiado pero contestó.

—¿Qué? —Vaciló—. De acuerdo, hazle pasar.

Era Avery. El joven al final había acertado con el corte de pelo pero nunca había aprendido a vestirse bien. Parecía que se acababa de despertar en la residencia estudiantil después de una juerga bañada en cerveza. Pero era listo. No tenía un cerebro de clase E pero sin duda resultaba útil.

—Veo que has regresado de Maine —dijo Bunting.

—Esta mañana —respondió Avery—. Quería decirle que seguí a Carla Dukes hace dos noches. Quería hablar con ella sobre algunos temas.

—Vale. ¿Y pudiste?

—No, porque advertí que alguien me seguía.

Bunting se enderezó más en el asiento.

—¿Qué? ¿Quién?

—No le vi la cara porque era de noche, casi lo atropello mientras intentaba escapar. —Hizo una pausa—. Pero creo que era el detective, Sean King.

—¿Sean King? ¿Qué estaba haciendo ahí?

—Por lo que parece seguía a Dukes y/o a mí.

—¿Te vio? —quiso saber Bunting.

—Con claridad, no, de eso estoy seguro —respondió Avery.

—¿Vio el número de matrícula?

—Probablemente, pero cambié las placas y puse una matrícula falsa. No llevará a nada.

—Estoy impresionado, Avery.

—Gracias, señor. Me ha parecido que tenía que saberlo.

—¿Eso es todo? —preguntó Bunting.

Avery parecía nervioso.

—La verdad es que no —repuso—. El sistema del Muro está al borde del colapso.

—Eso ya lo sé —dijo Bunting—. He convocado a un par de E-Cincos retirados. Y después de que Foster me marginara, he conseguido hablar por teléfono con el presidente para tranquilizarlo. Acabo de colgar. Así tendremos un poco más de tiempo. Si ahora Foster intenta pasarme por encima, quedará bastante mal.

—Pero eso no durará.

—Por supuesto que no.

—Pero si Edgar Roy es declarado inocente y volvemos a contar con él para el trabajo, todos nuestros problemas se disiparán.

Bunting se levantó, se acercó a la ventana y miró hacia fuera con las manos hundidas en los bolsillos del pantalón.

—Eso no es necesariamente cierto.

—¿Por qué?

Bunting se volvió.

—¿De verdad crees que el gobierno de Estados Unidos permitirá que Edgar vaya a juicio?

—Pero ¿qué otra alternativa hay? —inquirió Avery.

Bunting se volvió de nuevo hacia la ventana y observó una bandada de pájaros que se dirigían al sur a pasar el invierno.

«Ojalá pudiera volar —pensó—. Ojalá pudiera largarme de aquí».

—¿A ti qué te parece, Avery? —dijo por encima del hombro.

—¿Lo matarán?

Bunting volvió a sentarse y cambió de tema.

—O sea que King estuvo en Maine hace dos noches y te siguió. ¿Qué me dices de Maxwell?

—No iba con él.

—Y ¿cuáles han sido sus movimientos desde entonces?

Avery dio un paso atrás.

—Les perdimos la pista durante un rato, pero ya los hemos localizado.

Bunting volvió a ponerse de pie.

—¿Cuánto tiempo duró ese rato?

—Unas cuantas horas.

Bunting hizo chascar los dedos.

—Quiero que seas más preciso, Avery.

—Ocho horas y cuatro minutos. Pero ahora parece que se dirigen a la granja de Edgar Roy.

—¿No se te ha ocurrido pensar que cuando los perdimos de vista quizás estuvieran en un lugar que habría resultado sumamente revelador?

—Sí, señor, pero no tenía encomendada esa tarea.

—Vale. Pues ahora te encomiendo la tarea de asegurarte de que no volvéis a perderlos de vista. —Bunting hizo una breve pausa y volvió a centrar la atención en el problema—. ¿Y los seis cadáveres de la granja?

—¿Sí?

—No se ha identificado a ninguno, ¿verdad? Qué raro, ¿no? —Por la expresión de Bunting, más que raro parecía imposible.

—Cabría pensar que están en alguna base de datos, ¿no?

—Y hay algo más.

—¿Señor?

—El número.

—¿El número? —preguntó Avery, desconcertado.

—De cadáveres —respondió Bunting—. Ahora vete a hacer tu trabajo.

Avery parecía muy confuso cuando cerró la puerta detrás de él.

Bunting se recostó en el asiento, giró en la silla y miró por la ventana.

«Seis cadáveres. Ni cuatro, ni cinco, sino seis».

En circunstancias normales a Bunting se le daban muy bien las cifras. Le encantaban las estadísticas, los análisis, las conclusiones basadas en unidades básicas de datos. Pero el número seis estaba empezando a obsesionarle. Y eso no le gustaba nada de nada.

Seis cadáveres. El Programa E-Seis.

Le parecía demasiada coincidencia.

Alguien estaba jugando con él.