Sean King aparcó el coche de alquiler en una calle lateral y caminó hacia el paso elevado. Había vuelto al hostal después del encuentro con Dobkin. Pero se sentía intranquilo y seguía sin tener noticias de Megan. Se preguntaba por el revuelo que se armaría si filtraba la noticia de que el FBI mantenía a la abogada en secreto, quizás en contra de su voluntad. Llegó a la conclusión de que si por la mañana no aparecía tendría que tomar alguna decisión al respecto.
Había hablado con Michelle. Le había contado lo de la carta de Murdock encontrada en el despacho de Bergin. Aparte de eso, no daba la impresión de que estuviera haciendo grandes progresos. Le había dicho que tenía pensado ir a casa de Bergin más tarde por la noche. Sean confiaba en que allí tuviera más suerte.
Miró en la dirección que quería. Cutter’s Rock se encontraba al otro lado del paso elevado. Estaba lo bastante oscuro para ver algunas luces del centro desde su posición. El océano Atlántico lamía las costas rocosas, las olas rompían con fuerza suficiente para rociar la carretera con agua de mar. Se abotonó la chaqueta hasta arriba. Un coche bajaba por el paso elevado. Sean se quitó de en medio cuando giró en su dirección y se agachó detrás de unas rocas que bordeaban la costa. Cuando pasó el coche alzó la cabeza ligeramente por encima de la roca.
Carla Dukes. No había posibilidad de error con esos hombros robustos y anchos. Sean consultó la hora. Las nueve en punto. La mujer trabajaba muchas horas. A lo mejor Cutter’s era un lugar que lo requería.
Se agachó otra vez cuando pasó otro coche. Había mucho tráfico para la hora que era en un lugar tan aislado. Había levantado la cabeza justo a tiempo de ver al otro conductor. Llevaba la luz del habitáculo encendida porque estaba mirando algo.
Sean corrió a su coche, lo puso en marcha y condujo por la carretera. Aceleró, vio los faros traseros del coche y entonces aminoró un poco la velocidad.
Aunque estaba nervioso por si le veían, Sean consiguió mantener el otro coche en su campo de visión, lo perdía solo momentáneamente en las curvas antes de volver a tenerlo delante en las rectas. Al final salieron de la carretera principal, alejándose del océano, y fueron tierra adentro a lo largo de unos tres kilómetros. Unas cuantas curvas más y Sean se ponía cada vez más nervioso. Era imposible que el tío no le hubiera visto. Los tres vehículos redujeron la velocidad. Dukes giró en una pequeña subdivisión de casas idénticas de nueva construcción. Sean pensó que probablemente las hubieran construido para albergar al personal de Cutter’s Rock y fomentar así la creación de empleo en la zona. Ahora lo que el país necesitaba era más asesinos que encerrar para reflotar la economía.
Dukes subió por el camino de entrada de la tercera casa a la derecha.
A Sean le sorprendió que el coche que le seguía girara en la misma carretera, pasara delante de la casa de Dukes y virara a la izquierda en la siguiente manzana. ¿El tío también vivía allí? ¿Acaso se dirigía a casa y no estaba siguiendo a Dukes?
Sean aparcó el coche, salió y empezó a caminar. Se levantó el cuello debido tanto al frío como para ocultarse el rostro. La casa de Dukes era pequeña, de dos plantas con paneles laterales de vinilo y un porche delantero minúsculo. También había un garaje de dos plazas en el que Dukes había entrado. Sean observó cómo la puerta del garaje bajaba gracias al mecanismo de cadena.
Al cabo de unos quince segundos, se encendieron las luces del interior de la casa. Probablemente fuera la cocina, pensó Sean, puesto que la mayoría de plantas seguía ese diseño.
Sean siguió caminando, giró a la izquierda en la siguiente manzana y buscó el otro coche. La calle estaba oscura, no había alumbrado excepto alguna luz tenue procedente de alguna casa. Por lo que parecía, aquí la gente se acostaba temprano. Sean veía su aliento y poco más. Iba dirigiendo la mirada de un lado a otro. Esas casas también tenían garaje y si el tío había aparcado en uno, Sean lo había perdido. Se reprendió mentalmente. Lo que tenía que haber hecho era seguir conduciendo después de ver dónde vivía Dukes hasta llegar a la siguiente manzana y entonces esperar a ver en qué casa paraba el otro coche. Se trataba de un error mental que conducía a un error táctico que a un hombre como King le parecía personalmente imperdonable.
Se había acercado a una camioneta tipo caballo de carga Ford F250 sucia y pesada aparcada en la calle delante de una casa de dos plantas idéntica a la de Dukes cuando ocurrió.
El coche que buscaba había quedado oculto por la camioneta mastodóntica. Salió con fuerza y rapidez, el motor gimiendo por el esfuerzo, y fue a por él. Sean se lanzó a la bancada del camión. Aterrizó encima de unas cuantas herramientas y de un rollo de cadena gruesa que se le clavó con fuerza en las costillas y en el estómago. Cuando miró por encima de la bancada, lo único que vio fue las luces parpadeantes del coche antes de que girara hacia la carretera de entrada. Al cabo de unos segundos, el coche y su conductor habían desaparecido. Sean exhaló un corto suspiro y se levantó. Se palpó las costillas allá donde habían chocado con las herramientas y la cadena.
Las luces de la casa se encendieron de repente. Sean bajó como pudo de la camioneta justo cuando la puerta delantera de la casa se abría y un hombre aparecía enmarcado en el umbral. Llevaba unos bóxeres y una camiseta blanca e iba descalzo. Iba armado con un rifle.
—¿Qué coño pasa? —bramó el hombre en cuanto vio a Sean. El hombre apuntó el rifle en su dirección—. ¿Qué le estás haciendo a mi camioneta?
En algún lugar un perro empezó a ladrar.
—Estoy buscando a mi perro —dijo Sean llevándose una mano al costado al notar algo húmedo—. Es un labrador blanco, se llama Roscoe. He venido a visitar a la señora Dukes que vive aquí cerca y ha saltado del coche. Llevo más de una hora buscándolo. He pensado que quizás hubiera subido a la camioneta. Yo tengo una igual y él suele ir detrás. Hace ocho años que tengo a este perro… no sé qué voy a hacer.
El cañón del arma descendió mientras una mujer con un suéter y unas mallas se situaba junto al hombre en la puerta.
—Nuestro chucho de toda la vida ha muerto hace poco. Es como perder un hijo. ¿Quieres que te ayude a buscarlo?
—Te lo agradezco pero a mi Roscoe nunca le han gustado los desconocidos. —Sean extrajo un trozo de papel y escribió algo—: Aquí está mi teléfono. Lo dejaré en la bancada de la camioneta. Si veis a Roscoe, llamadme, por favor.
—Vale, eso haremos.
Sean dejó el trozo de papel en la bancada y lo sujetó con una lata de pintura que había en el vehículo.
—Gracias, y buenas noches. Siento haberos molestado.
—De nada. Espero que lo encuentres.
«Menos mal que existen los amantes de los perros».
Siguió caminando, llegó a su coche y regresó a Martha’s Inn. Subió a su habitación cojeando. Se había golpeado la pierna al subir a la camioneta. Se quitó la camisa y examinó la herida de punción ensangrentada que tenía en el costado. Se la había hecho al aterrizar en una pila de herramientas y cadenas en la parte posterior del vehículo. Mientras se limpiaba, Sean se preguntó si acababa de encontrarse con el asesino de Ted Bergin.
Se tumbó con cuidado en la cama tras engullir un par de analgésicos. El día siguiente estaría anquilosado. Se reprendió mentalmente por no haberse fijado en la matrícula del coche. Pero mientras lo pensaba, recordó que no había llegado a verla con claridad.
Cogió el teléfono y llamó a Eric Dobkin. El hombre estaba de servicio, en el coche patrulla. Se encontraba a unos veinticinco kilómetros de Martha’s Inn. Cuando Sean le explicó lo ocurrido, Dobkin le dio las gracias, dijo que emitirían un aviso urgente para localizar el coche y el conductor y colgó.
Acto seguido llamó a Michelle al móvil. No hubo respuesta. Qué raro. Casi siempre respondía al teléfono. Volvió a llamar y le dejó un mensaje diciéndole que le llamara. Se sentía impotente por encontrarse a cientos de kilómetros de distancia. ¿Y si estaba metida en algún lío?
Se recostó en la almohada, intentando encontrarle el sentido a todo lo sucedido hasta el momento pero no encontró ninguna respuesta.