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Michelle iluminó distintos puntos con la linterna mientras caminaba hacia la parte posterior de la casa. Había tomado algo de cenar, informado a Sean y cavilado acerca de lo que había encontrado hasta el momento. Había esperado a que estuviera bien oscuro antes de dirigirse a la casa de Bergin. No pensaba entrar a la fuerza pero la oscuridad resultaba más apropiada para ese tipo de actividades.

Ted Bergin vivía en una casa de labranza del siglo XVIII que había reformado hacía unos cinco años, justo para que su mujer desde hacía cuarenta años muriera en un insólito accidente de coche. Sean había suministrado esa información a Michelle, que había servido para simpatizar todavía más con el hombre y tener más ganas de encontrar a su asesino.

La casa estaba a poco más de diez kilómetros del bufete. Era una zona rural y aislada con unas suaves colinas verdes como pintoresco telón de fondo. Se preguntó qué pasaría ahora con la casa. Quizás en el testamento le hubiera dejado la finca a Hilary Cunningham por sus años de servicio fiel.

La mujer le había dado una llave de la casa. Le explicó que Bergin tenía una llave de repuesto en el despacho por si había alguna urgencia.

«Bueno, supongo que esto puede considerarse una urgencia».

Michelle optó por la puerta trasera porque prefería evitar entrar en los sitios por la puerta principal. O por lo menos lo hacía desde que casi la parten en dos cuando treinta balas de ametralladora habían atravesado la puerta principal de una casa de Fairfax, Virginia, en la que ella acababa de estar hacía medio segundo.

Abrió la puerta y atisbó en el interior, apuntando con su fiel Maglite.

Cocina, concluyó rápidamente en cuanto el haz de luz enfocó la nevera y un lavavajillas de acero inoxidable. Michelle cerró la puerta detrás de ella y se internó en el lugar.

La casa no era grande y no había muchas habitaciones, así que al cabo de una hora había cubierto más o menos lo básico. A no ser que se pusiera a levantar suelos y rasgar las paredes de yeso, no iba a encontrar nada significativo. Ted Bergin había sido un hombre pulcro que prefería la calidad a la cantidad. Tenía relativamente pocas posesiones pero de excelente factura. Encontró un rifle para venado y una escopeta cerrados bajo llave en un armario con vitrina colgado de una pared de lo que parecía la biblioteca o el estudio del abogado. Las cajas de munición estaban en un cajón empotrado en la parte inferior del armario.

Había encontrado un chaleco de cazador, aparejos de pesca y otro material deportivo en un trastero y concluyó que Bergin había sido un amante de las actividades al aire libre. Tal vez si se hubiese retirado de la abogacía seguiría vivo y disfrutando de sus años dorados. Bueno, no había dudas al respecto, seguro que así habría sido.

En un álbum de fotos encontró varias instantáneas de la señora Bergin. En varias aparecía la mujer con veintipocos o treinta años. Era guapa, con una sonrisa tímida que probablemente recibiera las atenciones de muchos jóvenes. Había otras fotos en las que el pelo de la señora se había encanecido y la piel, arrugado. Pero incluso en la vejez su expresión había seguido siendo cálida e incluso traviesa. Michelle se preguntó por qué no habrían tenido hijos. Quizá no pudieran. Y pertenecían a una generación que no había dispuesto de clínicas de fertilidad y vientres de alquiler, aunque podrían haber adoptado.

Dejó el álbum y se planteó qué hacer a continuación.

Michelle se preguntó por qué la policía o el FBI todavía no habían pasado por allí. Quizá limitaran su investigación a Maine, lo cual parecía corto de miras dado que el asesinato del hombre en Maine quizás estuviera relacionado con algo de Virginia que no guardara relación con Roy. Y si su asesinato se debía al hecho de ser el abogado de Roy, ahí también podía haber pruebas relevantes. Además estaba la carta de Brandon Murdock. Por lo que parecía, él también quería saber quién era el cliente de Bergin. De todos modos, algo debían de haber presentado en el juzgado. Aunque quizás estuviera precintado. Tal vez eso evitara que formara parte del historial público.

Pero cabía pensar que el FBI tenía autoridad suficiente para acceder a cualquier documento precintado.

Decidió volver a la biblioteca de Bergin una vez más, por si se le había escapado algo. Se sentó a su escritorio, que era de madera tallada con la seriedad propia de la judicatura, y encendió la lámpara verde del abogado. No había ordenador. Unas cuantas carpetas. Algunos blocs de notas con garabatos. No había ningún mensaje en el contestador automático. El buzón del exterior de la casa estaba vacío. Aquello le pareció raro puesto que debía de haber recibido algo de correspondencia desde que partiera hacia Maine. A no ser que hubiera dado órdenes de que no le dejaran nada en el buzón hasta su regreso.

Se dio una palmada en la cabeza y pensó: «Dios mío, me estoy volviendo loca».

Ted Bergin no había ido en coche a Maine, sino en avión. La casa de labranza tenía un añadido que servía de garaje de una sola plaza. Estaba justo al salir de la cocina. Entró en el garaje y observó el robusto Honda de cuatro puertas. Tenía unos diez años pero estaba en buen estado. Se pasó treinta minutos repasando cada milímetro del vehículo. Una de las muchas cosas que el Servicio Secreto le había enseñado a hacer era registrar un coche a conciencia. Sin embargo, normalmente era para buscar bombas. Tenía la sensación de que lo que se le escapaba era mucho más sutil.

Se sentó en el asiento del pasajero y pensó en ello. Si Bergin no usaba ordenador y quería mantener la información sobre el cliente en secreto, ¿dónde estaría si no en su despacho, en su persona o en su casa? A no ser que hubiera memorizado nombres, números de teléfono y direcciones, lo más probable es que lo hubiera anotado en algún sitio, para tenerlo a mano. Al fin y al cabo, era un hombre que confiaba en el lápiz y el papel.

Al final Michelle se fijó en la guantera. Ya la había revisado y había encontrado lo típico. Un boli, el recibo de la inspección de vehículos, el permiso de circulación y el flamante manual de instrucciones del Honda.

Cogió el manual. Fue directa a la parte de atrás, donde había unas páginas en blanco para rellenar la información de las revisiones de mantenimiento. Michelle nunca había conocido a nadie que lo usara, pero…

Ahí estaba, metido entre las páginas en blanco.

Kelly Paul. Teléfono fijo y móvil y una dirección de correo que situaba a Paul en algún punto al oeste de allí, cerca de la frontera con Virginia Occidental, si Michelle recordaba bien la ubicación de la ciudad que Bergin había escrito. Tenía que ser él. El cliente. A no ser que Kelly Paul fuera un vendedor de Honda. Michelle no creía que fuera el caso.

Arrancó la página, se la guardó en el bolsillo, salió del coche y cerró la puerta.

Y se quedó petrificada.

Ya no era la única persona que estaba en la casa.