Sean condujo de noche y dejó a Michelle en el aeropuerto de Bangor, donde embarcó en un vuelo de las siete de la mañana. Después de cambiar de avión en Filadelfia, llegó a Virginia poco antes del mediodía. Había dormido como un tronco en ambos vuelos por lo que al llegar al aeropuerto de Dulles se sentía plenamente renovada. Cogió su Toyota del parking del aeropuerto, se dirigió a su casa, preparó otra maleta, cogió otra pistola y fue en coche hasta el despacho. Comprobó si tenía mensajes y correspondencia, se llevó unas cuantas cosas más, consultó unas direcciones, realizó varias llamadas y se dirigió a Charlottesville. Llegó a la ciudad alrededor de las cuatro de la tarde y se dirigió directamente al bufete de abogados de Ted Bergin, situado en un complejo empresarial cercano al Boar’s Head Inn and Resort.
Se encontraba en la primera planta de un edificio con laterales de madera pintada de blanco con contraventanas verdes y una puerta negra. Tenía una distribución sencilla: recepción, dos despachos, sala de reuniones, una pequeña cocina y una zona de trabajo en la parte posterior. Tal como tenía por costumbre, Michelle inspeccionó la zona y se fijó en la salida trasera situada al otro lado del edificio.
Michelle fue recibida por una mujer de unos sesenta años que llevaba una blusa color azul cielo con volantes en el cuello, falda negra y zapatos de tacón negros. Llevaba el pelo rubio teñido aunque le empezaba a clarear por exceso de permanentes. Tenía los ojos hinchados y las mejillas enrojecidas. Michelle supuso que se trataba de Hilary Cunningham y vio que estaba en lo cierto cuando la mujer se presentó. Tras darle el pésame por la desafortunada muerte de su jefe, Michelle le preguntó si podía echar un vistazo al despacho de Bergin.
—Necesitamos averiguar quién es el cliente —explicó.
Hilary la condujo al despacho de Bergin y la dejó sola mientras murmuraba algo sobre preparativos para el entierro. A juzgar por la expresión absolutamente desolada de la mujer, Michelle se planteó si su relación no había ido más allá de jefe-empleada. Si así era, tendrían que seguir también esa pista. Quizá la muerte de Bergin no fuera consecuencia del hecho de ser el abogado de Edgar Roy. Había sido amigo y profesor de Derecho de Sean pero lo cierto era que ellos dos no se habían visto demasiado en los últimos años. Quizás hubiera secretos en el pasado de Bergin que explicaran su muerte, incluso allá arriba en Maine.
Michelle cerró la puerta del despacho y se sentó ante el escritorio de estilo anticuado y típico de abogados, recorriendo con los dedos la zona de cuero incrustado y descolorido. Mientras echaba un vistazo a la estancia pensó que todo parecía pasado de moda. Y sólido. Cerró los ojos y rememoró al hombre muerto en el coche.
El cuerpo empequeñecido. La cara flácida. El agujero en la cabeza.
Y la ventanilla bajada que el asesino había vuelto a subir.
Un asesino que quizá Bergin conociera. Si así era, aquello reduciría la lista de sospechosos de forma considerable.
Revisó rápidamente el escritorio y las carpetas de Bergin. Había varios maletines de litigio aparcadas en un rincón de la sala, pero estaban todas vacías. No había ninguna agenda de direcciones. No había ningún ordenador en la mesa. Salió a la estancia delantera y preguntó a Hilary al respecto.
—Megan y yo utilizamos ordenador, claro está, pero él nunca se interesó. Le bastaba con boli, papel y un dictáfono.
—¿Y la agenda?
—Yo llevaba el calendario de citas en el ordenador y le imprimía un ejemplar cada semana. Él también llevaba una agenda.
Michelle asintió. Y esa agenda estaría ahora en manos del agente Murdock. Junto con el resto de los documentos de Bergin.
—¿Sabes si enviaba mensajes de correo electrónico o SMS desde el móvil?
—Dudo mucho que supiera cómo hacerlo. Prefería hablar por teléfono.
Michelle regresó al despacho y se fijó en el bote de bolis y lápices y en las pilas de blocs de notas que había en el escritorio.
«Claramente anticuado, pero tampoco tiene nada de malo».
Desvió la atención hacia los archivadores de madera, el armario, la trinchera que colgaba de un colgador de pared y, por último, un pequeño aparador de roble.
Después de buscar durante una hora no consiguió nada que fuera de provecho.
Se pasó otra hora interrogando a Hilary. Bergin no le había contado gran cosa sobre el caso de Roy y Michelle se dio cuenta de que aquello había fastidiado un poco a la mujer.
—Suele ser muy abierto con respecto a los casos —dijo Hilary—. Al fin y al cabo trabajábamos juntos.
—¿Y tú te encargas de la facturación?
—Sí —respondió Hilary—. Lo cual hace que sea raro que nunca me mencionara quién le había contratado para trabajar para Edgar Roy. Al fin y al cabo había que saber cómo íbamos a cobrar. Le dije a Sean que quizás el señor Bergin había aceptado el caso sin cobrar, pero cuanto más lo pienso, menos probable lo veo.
—¿Por qué?
—Tiene un bufete pequeño. Se ha ganado bien la vida a lo largo de los años pero un caso como este exige mucho tiempo y dinero. Habría diezmado demasiado sus recursos.
—Bueno, es un caso que da mucha notoriedad. Quizá lo hiciera por la fama.
Hilary hizo una mueca.
—Al señor Bergin no le interesaba la fama —dijo—. Era un abogado muy respetado.
—Bueno, quizás el cliente pusiera como condición del anticipo que no se lo contara a nadie. ¿Tienes los movimientos de las cuentas del banco? Quizás hubiera algún ingreso que no pasara por ti.
Hilary tecleó en el ordenador.
—Tenemos una cuenta en un banco local. Todos los ingresos del bufete van a parar allí. Yo tengo acceso en línea así que voy a mirar. —Miró varias pantallas y luego negó con la cabeza—. He realizado todos estos ingresos en los últimos seis meses.
—Quizá fueran en efectivo.
—No, no aparece ningún ingreso en efectivo.
—¿Tenía alguna otra cuenta?
A Hilary pareció ofenderle la insinuación.
—Si la tenía, nunca me habló de ella.
—¿Tampoco hay un acuerdo de anticipo en el expediente del caso de Roy?
—No, ya lo he comprobado.
—Pero si Edgar Roy no lo contrató y, por lo que he visto del hombre, es bastante improbable que tuviera capacidad para ello, tuvo que hacerlo alguien con un poder notarial o algo así. Uno no puede autonombrarse abogado de otra persona. Lo tiene que decidir un tribunal y solo en ciertas circunstancias. —Michelle miró fijamente a Hilary—. ¿Estás segura de que no fue eso lo que pasó?
—No, si el tribunal lo hubiera hecho, habría constancia de ello en los archivos. El señor Bergin ha actuado como abogado de oficio para asistir a clientes indigentes pero no en este caso. Y no creo que el señor Roy fuera un indigente. Tenía trabajo y hogar.
—Sí, lo que pasa es que está hecho polvo. En este caso no sé qué es peor.
—No puedo opinar.
—¿Es posible que algún familiar contratara a Bergin? Los padres de Roy están muertos. ¿Algún hermano? Sean no recuerda si en los medios de comunicación se comentó que tuviera alguno.
—La verdad es que no traté eso con el señor Bergin —dijo Hilary con recato.
—Pero ¿no sintió curiosidad cuando empezó a representar a ese hombre? ¿Ningún contrato de anticipo? ¿Ningún pago?
A Hilary le incomodó la pregunta.
—Debo reconocer que me extrañó. Pero nunca habría cuestionado al señor Bergin por un asunto profesional.
—No obstante, también era un asunto de empresa. El acuerdo de anticipo y recibir el pago por los servicios prestados es importante. Al fin y al cabo él lleva un negocio y tú formas parte de él.
—Como he dicho antes, nunca le cuestioné. Seguro que el señor Bergin sabía qué se hacía. Y al fin y al cabo era su bufete. Yo… yo no era más que una empleada.
Michelle la observo, pensando: «Pero te habría gustado ser algo más. Vale, ya lo capto».
—¿Nunca se le escapó nada acerca de quién le había contratado? ¿El acuerdo económico?
—No.
—¿Eso significa que el cliente nunca vino aquí?
—Bueno, no estoy aquí las veinticuatro horas del día, pero, al menos que yo sepa, no vino nadie así.
—¿O sea que no vino ningún cliente desde el momento en que empezó a representar a Edgar Roy?
—No entiendo —dijo Hilary, confusa.
—Si era una persona nueva, tú no habrías sabido necesariamente el motivo de su visita hasta que se reuniera con Bergin.
—Oh, cierto, ya entiendo lo que quieres decir. Bueno, lo normal con los nuevos clientes es que hicieran una consulta por teléfono. Yo les pedía la información personal y el asunto que querían tratar. El señor Bergin no se dedica a todos los campos de la abogacía así que yo no quería que la gente perdiera el tiempo viniendo aquí.
—O sea que hacías de filtro.
—Exacto. Y entonces conciertan una cita si él se dedica a lo que necesitan. Y si llegan a un acuerdo, yo les preparaba el acuerdo de anticipo.
—¿El mismo día que venían? —preguntó Michelle.
—A veces. O si era algo fuera de lo normal y el señor Bergin tenía que revisar los documentos estándar, se lo enviábamos al cabo de unos días a la dirección del cliente. El señor Bergin era muy tenaz con eso. No empezaba a trabajar hasta que el contrato estaba firmado.
—Salvo en el caso de Edgar Roy, por lo que parece.
—Eso parece —reconoció Hilary con desdén.
—¿Ha llamado alguien preguntando por Bergin que no conocieras?
—Bueno, recibimos muchas llamadas. La mayoría de gente que conozco, por supuesto. A otros no, pero no recuerdo nada fuera de lo normal.
—¿No vino nadie aquí a reunirse con el señor Bergin en la época en la que empezó a representar a Roy? —quiso saber Michelle—. ¿Alguien a quien no enviaras un acuerdo de anticipo?
—No, que yo recuerde.
—Pero, como bien has apuntado, no estás aquí las veinticuatro horas del día. Quizá se reuniera con esa persona fuera del horario de oficina. O quizá llamara cuando tú no estabas.
—Por supuesto —dijo Hilary—. Él entraba y salía cuando quería.
—¿Qué puedes decirme de Megan Riley?
—Empezó a trabajar aquí hace poco más de dos meses. El señor Bergin llevaba tiempo diciendo que necesitaba un socio. Que no ejercería eternamente. Y el volumen de trabajo era bastante considerable. Había trabajo más que suficiente para un segundo abogado. Y, por supuesto, para entonces ya representaba al señor Roy, lo cual le exigía mucha dedicación. Necesitaba ayuda.
—¿Hubo muchas solicitudes de trabajo?
—Varias. Pero él y Megan tuvieron química, desde un buen principio. Se veía a la legua.
—¿Te cae bien Megan?
—Es muy amable y trabaja duro. Le falta experiencia, por lo que comete errores, pero es lógico. El señor Bergin era un buen mentor para ella, iba puliendo algunos fallos. —Hizo una pausa.
—¿Qué más? —preguntó Michelle.
—El señor Bergin y su mujer nunca tuvieron hijos —respondió Hilary—. Creo que veía a Megan como la hija o incluso la nieta que nunca tuvo. Probablemente fuera otro motivo por el que la contrató. Los demás solicitantes eran mayores.
—Tiene sentido. Por lo que parece Bergin habló con ella el… el día que pasó. ¿Te lo mencionó?
—No, pero si fue tarde lo normal es que no me dijera nada. Al día siguiente fue directamente a los juzgados y yo no me puse en contacto con ella hasta que llamó más tarde. Entonces fue cuando le transmití el mensaje de Sean.
—Megan dijo que trajo todos los archivos sobre Roy. ¿Crees que podría haberse dejado algo?
—Si quieres, puedo comprobarlo.
—Por favor.
Al cabo de veinte minutos Hilary sostenía una pequeña carpeta con apenas dos hojas.
—Esto se había quedado archivado en el expediente de otro cliente por error. Por eso Megan no lo vio.
Michelle cogió la carpeta, la abrió y contempló el papel escrito.
Era del FBI. Era una petición de información a Ted Bergin acerca del hecho de que representara a Edgar Roy. Cuando Michelle vio quién firmaba la carta, se sobresaltó.
«Agente especial Brandon Murdock».