Cutter’s Rock.
Casi medianoche.
Hace mucho que acabaron las horas de visita.
Los guardias de las torres hacían la ronda.
El alambre de concertina brillaba bajo la fuerte luz de la luna.
La verja intermedia electrificada estaba al máximo de potencia, preparada para carbonizar a cualquiera que tuviera la desventura de chocar contra ella.
Las puertas exteriores se abrieron con un balanceo y el Yukon entró sin problemas.
Ninguna comprobación electrónica, ni barrido del vehículo. Ninguna petición de documentos de identidad. Ninguna inspección de cavidades. El Yukon circulaba a toda velocidad por la carretera.
Acto seguido, las puertas antiexplosión hidráulicas del centro se abrieron con un silbido, al mismo tiempo que las del Yukon. Peter Bunting fue el primero en salir. En cuanto tocó la gravilla con los pies largos, miró a su alrededor y se envolvió mejor con la trinchera. Avery, su joven ayudante, era el único que le acompañaba.
El jet privado de Bunting había aterrizado en una pista de jets corporativa situada a menos de una hora de distancia en coche. Habían ido directos hasta allí.
Carla Dukes recibió a la pareja en la entrada.
—Hola, Carla —saludó Bunting—. ¿Cómo está la situación?
—Nunca ha dicho ni una palabra, señor Bunting. Se queda ahí sentado.
—¿Alguna visita últimamente?
—El FBI. Y esos detectives, Sean King y Michelle Maxwell. Y por supuesto el señor Bergin.
—¿Y no les ha dicho nada?
—Ni una palabra.
Bunting asintió, más tranquilo. Había tocado muchas teclas para colocar a Carla Dukes al mando de Cutter’s Rock. Le era leal y en esos momentos la necesitaba para que lo mantuviera informado de todo. La verdadera identidad de Edgar Roy tenía que mantenerse en secreto, incluso para sus abogados y el FBI.
—Háblame de King y Maxwell.
—Son insistentes, listos y duros —dijo enseguida.
—Pertenecieron al Servicio Secreto —dijo Avery—. Así que no es ninguna sorpresa.
—No me gustan las sorpresas —dijo Bunting. Asintió hacia Dukes—. Llévanos con él, por favor.
Los acompañó a la misma sala en la que Sean y Michelle habían estado con Edgar Roy. Al cabo de un momento apareció. Los guardias lo escoltaron hasta allí, lo sentaron en la silla. Él estiró inmediatamente las piernas largas y se sentó ahí, con la mirada perdida.
Bunting miró a Dukes.
—Esto es todo, gracias. Y desconecta las cámaras.
Esperó a que el equipamiento de audio y vídeo estuviera apagado y se sentó en una silla tan cerca de Roy que sus rodillas casi se tocaban.
—Hola, Edgar.
Nada.
—Creo que me entiendes, Edgar.
Roy ni parpadeó. Tenía la vista clavada en algún punto por encima del hombro de Bunting.
Bunting se volvió hacia Avery.
—Dime que no tiene el cerebro dañado, por favor.
—No han encontrado ninguna lesión.
Bajó la voz.
—¿Finge?
Avery se encogió de hombros.
—Es algo así como la persona más lista del mundo. Todo es posible.
Bunting asintió y recordó la primera vez que Edgar Roy había estado cara a cara con el Muro. Había sido uno de los momentos más vivificantes de la vida de Bunting. De hecho, había estado a la altura del nacimiento de sus hijos.
En el interior de la sala, Roy, cubierto con el mismo equipo de medición del ahora difunto Sohan Sharma, había observado la pantalla. Bunting se dio cuenta de que las veces que la pantalla se dividía en dos grupos de imágenes, Roy miraba un grupo con el ojo derecho y el otro grupo con el izquierdo. Era poco habitual pero no inaudito para personas con la capacidad intelectual de Roy.
Bunting había lanzado una mirada a Avery, que trabajaba en el flujo de información delante de una batería de ordenadores.
—¿Estatus?
—Normal.
—Querrás decir normal pero intensificado.
—No, no hay cambio —dijo Avery.
—Cuando te dé la orden, pon el Muro a plena capacidad. Tenemos que saber si este hombre da la talla lo antes posible. Se nos está agotando el tiempo y las opciones.
—Entiendo.
Bunting había hablado por el casco que llevaba. La primera pregunta sería de calentamiento, nada excesivamente difícil.
—Edgar, por favor, proporcióname la información logística que acabas de observar sobre la frontera pakistaní, empezando por los movimientos de las fuerzas especiales de Estados Unidos y las tácticas reaccionarias adoptadas por los talibanes el día 14 del mes pasado.
Al cabo de cinco segundos, Bunting recibió por los cascos una explicación exacta de los datos.
Se volvió hacia Avery.
—¿Estatus?
—Ni una sola sacudida. Fluido y regular.
Bunting se había girado para mirar por el espejo espía.
—Edgar, acabas de observar el código de encriptación del enlace repetidor de la plataforma de satélite del Departamento de Defensa sobre el Océano Índico. Dime, por favor, todos los números de ese código hasta los primeros quinientos dígitos.
Recibió los números casi de forma inmediata y en una sucesión rápida.
Bunting tenía la mirada clavada en la tableta donde constaban los dígitos correctos. Cuando Roy hubo pronunciado el último número, Bunting respiró hondo. Coincidía a la perfección.
—¿Estatus Theta? —le gritó a Avery.
—Ningún cambio.
—Máxima potencia en el flujo de datos.
Avery lo puso a tope y el flujo del Muro se aceleró de forma significativa.
—Bueno, Edgar, vamos a ver si puedes jugar en primera división —había mascullado Bunting.
Le había hecho cuatro preguntas más a Roy, todas ellas pruebas de memorización, cada una cuantitativamente más dura que la anterior. Roy había superado todas ellas sin ningún esfuerzo.
—Está muy relajado —reconoció Avery, con la voz quebrada de la emoción—. De hecho su actividad Theta ha disminuido.
«Relajado —había pensado Bunting—. El hombre está relajado y su Theta ha disminuido mientras el Muro va a toda mecha».
Bunting intentó controlar su euforia creciente. La memorización era una cosa y el análisis, otra bien distinta.
—Edgar, hace diez minutos observaste las condiciones militares y geopolíticas sobre el terreno en la provincia de Anbar, en Afganistán. Quiero que lo compares con la situación política en Kabul, incluyendo las lealtades actuales conocidas de los líderes tribales y políticos de ambos sectores. Luego, ofréceme tu mejor análisis sobre las medidas estratégicas que el ejército de Estados Unidos debería tomar para consolidar su influencia en Anbar y luego expandirla a las regiones vecinas a lo largo de los próximos seis meses, al tiempo que mejoramos nuestro control sobre la capital tanto a nivel militar como político.
Bunting contaba con cuatro situaciones hipotéticas bien argumentadas en la pantalla de su tableta, proporcionadas por cien analistas destacados de cuatro agencias distintas que se habían pasado varias semanas, no minutos, estudiando con detenimiento aquellos mismos datos. Cualquiera de esas cuatro respuestas habría resultado más que aceptable. Aquella era la verdadera prueba. El hombre que ocuparía esa posición no se llamaba memorizador sino analista. Se ganaba el sustento examinando datos y convirtiéndolos en algo valioso, como haría un alquimista supuestamente al convertir hierro en oro.
Transcurridos quince segundos dio su versión.
Sin embargo, Edgar Roy no había dado una de las cuatro respuestas que esperaba, que deseaba, de hecho. Lo que ofreció dejó a Bunting más que boquiabierto. Ni a una sola persona con la que Bunting había hablado en el Pentágono, en el Departamento de Estado o ni siquiera en la CIA se le había ocurrido una estrategia tan revolucionaria. Y a aquel hombre sí, tras pensar sobre el tema apenas unos segundos.
Bunting había mirado a los hombres reunidos a su alrededor que también habían oído su respuesta. Ellos también se habían quedado anonadados. Bunting había vuelto a mirar a Roy, que estaba ahí sentado como si estuviera viendo una película medianamente entretenida en vez de encabezar el coloso de la inteligencia de Estados Unidos.
Peter Bunting no había nacido en una familia acomodada. Había sido hijo del ejército, su familia se había trasladado cada vez que las obligaciones y el rango de su padre cambiaban. Su viejo había sido militar de carrera, había sangrado por su país y había inculcado a su hijo el orgullo de hacer lo mismo. La mala vista de Bunting había anulado toda posibilidad de que se alistase pero había encontrado otra manera de servir. Otra forma de defender a su país.
Bunting se había quedado extasiado al descubrir que Edgar Roy era el mejor Analista que encontraría jamás. Lo que siguió serían seis meses de la mejor producción de inteligencia que Estados Unidos tendría jamás.
¿Y ahora?
Él observó al zombi gigantón que tenía sentado delante.
«Que Dios nos ayude». Se volvió hacia Avery.
—¿Qué tal va la investigación sobre la muerte del abogado de Edgar?
—Lenta. El agente especial Murdock está al mando.
—¿Y en qué situación deja eso a Edgar?
—Bergin tiene una joven socia, Megan Riley. Y, por supuesto, King y Maxwell.
—Cierto… insistentes, listos y duros. Ellos encontraron el cadáver de Bergin, ¿no?
—Sí.
—Hoy la bruja de Foster me ha leído la cartilla. Y me he encontrado con Mason Quantrell que salía de una reunión con ella. Sé que ella lo ha programado todo para que nos encontráramos.
—¿Por qué piensa tal cosa? —preguntó Avery.
—Es obvio. Quería que supiera que ha escogido a Quantrell como mi sucesor. Han estado buscando un motivo para retirarme su apoyo y permitir que el Mercury Group de Quantrell ocupe el primer puesto de la jerarquía. Y creen haberlo encontrado.
—Pero ¿por qué querrían hacer tal cosa? El Programa E ha tenido un éxito espectacular. El enfoque de Quantrell es siempre el mismo y un desastre.
—En Washington tienen poca memoria. Y para que el Programa E cumpla su objetivo, todos tienen que compartir información con nosotros. La mayoría de ellos quieren recuperar sus pequeños feudos, o sea que han obtenido el apoyo inherente de todas las agencias del alfabeto que pintan algo.
Bunting volvió a centrarse en Roy.
—Edgar, el país te necesita. ¿Lo entiendes? Podemos conseguir que todo esto acabe bien para ti. Pero necesitamos que cooperes. ¿Está claro?
Puntos negros. Nada más.
Bunting insistió.
—Creo que me entiendes. Y necesito que pienses concienzudamente cómo quieres que acabe todo esto, ¿de acuerdo? Tenemos una ventana de oportunidad. Pero esa ventana no estará siempre abierta.
Se encontró con una mirada de expresión pétrea.
Al cabo de unos cuantos intentos más, Bunting exhaló un suspiro, se levantó y se marchó. Mientras él y Avery iban pasillo abajo, Avery preguntó:
—Señor, ¿y si mató a toda esa gente?
—Tengo más de trescientos millones de personas a las que proteger. Y necesito que Edgar Roy se encargue de ello.