Peter Bunting se ajustó la corbata con gesto nervioso y asintió hacia el empleado que había venido a conducirlo a la reunión. Había estado ahí infinidad de veces pero esta vez era distinta. En esta ocasión estaba preparado para que lo machacaran.
De repente se paró y contempló con expresión perdida al hombre que salía del despacho en el que él estaba a punto de entrar.
Mason Quantrell era quince años mayor que Bunting y no tan alto, con un pecho de bulldog y mofletudo. Seguía teniendo una buena mata de pelo ondulado, aunque los mechones de color castaño se le habían encanecido casi por completo. Su cerebro era mucho más agudo que sus facciones, sus ojos incansables e intensos. Era el CEO del Mercury Group, una de las empresas más importantes en el campo de la seguridad nacional. Mercury facturaba más del doble que la empresa de Bunting, pero la plataforma del Programa E otorgaba a Bunting una mayor influencia en la comunidad de los servicios de inteligencia. Quantrell pertenecía a la vieja escuela. Desplegar los servicios de inteligencia por todas partes. Dejar que las abejas obreras hagan lo suyo y alimenten la fábrica de papel del gobierno, escupiendo informes que nadie tiene tiempo de leer. Era el dinosaurio que ganaba miles de millones a costa del Tío Sam. Quantrell había contratado a Bunting para que trabajara para él en cuanto acabó los estudios universitarios. Y luego Bunting se había marchado para erigir su propio imperio. Hacía dos décadas, Quantrell había sido el niño prodigio del mundo clandestino del sector privado antes de que Bunting ocupara su lugar.
No eran amigos. En cierto modo, eran incluso algo más que competidores. Y en Washington no había realmente vencedores y vencidos, solo supervivientes. Y Bunting sabía que Quantrell haría cualquier cosa que estuviera en su poder para arrebatarle el trono.
—Qué casualidad encontrarte aquí —dijo Quantrell.
«Seguro que sí», pensó Bunting.
—¿Qué tal va el negocio? —preguntó Quantrell.
—Como nunca —respondió Bunting.
—¿Ah, sí? Pues he oído otra cosa.
—Me da igual lo que hayas oído, Mason.
Quantrell se echó a reír.
—Bueno, no hagas esperar a la señora, Pete. Estoy seguro de que tiene muchas cosas que decirte.
Se fue a grandes zancadas pasillo abajo y Bunting observó todos sus pasos hasta que el asistente le tocó el hombro, sobresaltándolo, y dijo:
—La secretaria Foster le recibirá ahora, señor Bunting.
Le condujo a un gran despacho esquinero en el que el cristal de policarbonato permitía que el sol entrara a raudales, pero no una bala. Se sentó frente a la mujer. Iba vestida de azul claro, su color preferido, según había observado Bunting. Ellen Foster tenía cuarenta y cinco años, divorciada y sin hijos, tan ambiciosa como él y muy inteligente. Así era. El filtro se volvía increíblemente exigente llegados a este nivel. Además era rubia, esbelta y atractiva y podía cubrir al galope y con facilidad la distancia que había entre ser una dama de hierro y coqueta y femenina. Aquello tampoco estaba de más en una ciudad en la que la miel y el vinagre solían usarse como afrodisíacos.
Foster, la secretaria de Estado de Seguridad Interior, una innovación reciente impulsada por el 11-S, asintió hacia Bunting con expresión impenetrable. Él sabía perfectamente que era una estratega excelente. Estaba al mando de la mayor agencia de seguridad del país. Había engullido terreno y dólares del presupuesto como una aspiradora gigantesca, lo cual había provocado la envidia de otras agencias que guardaban rencor a la recién llegada por el peso y alcance que acaparaba. Pero el mundo había cambiado y Foster era la nueva miembro del gabinete. El presidente la escuchaba y confiaba en ella. Cuando el ocupante de la Casa Blanca te daba su apoyo, pasabas a ser de platino, y Foster lo sabía, por supuesto. Podía permitirse el lujo de parecer magnánima y cooperar con la competencia. Porque, al final, sabía que ella acabaría en lo más alto.
Foster se levantó para saludarlo.
—Peter, me alegro de verte. ¿La familia bien?
—Sí, secretaria Foster, todos bien. Gracias.
Señaló el sofá y unos sillones apoyados contra la pared. En la mesita había una cafetera y tazas.
—Relajémonos un poco. Al fin y al cabo no es una reunión formal.
Aquello no relajó lo más mínimo a Bunting. En las reuniones informales se producían más ejecuciones profesionales que en las oficiales.
Tomaron asiento.
—He visto a Mason Quantrell en el pasillo —dijo Bunting.
—Sí, ya me lo imagino —repuso ella.
—¿Sucede algo interesante relacionado con Mercury?
Ella sonrió y deslizó el azucarero hacia él. Era obvio que no pensaba responder a la pregunta.
—¿No sabe lo de…? —preguntó Bunting.
—Centrémonos en ti, Peter.
—De acuerdo.
Bunting acababa de acercarse la taza a los labios cuando ella atacó.
—Es obvio que el tan cacareado Programa E se ha estrellado.
Bunting tragó demasiado café e intentó evitar que le lloraran los ojos mientras el líquido le ardía en la garganta. Dejó la taza, se secó los labios con la servilleta de tela y dijo:
—Tenemos problemas, cierto, pero no creo que nos hayamos estrellado.
—¿Cómo lo describirías? —preguntó ella con toda la intención.
—Nos hemos desviado del camino, pero trabajamos duro para resituarnos. Y yo…
Alzó un dedo para acallarlo. Foster levantó un auricular y pronunció cuatro palabras.
—Los informes, por favor.
Al cabo de unos instantes un asistente de aspecto eficaz le trajo una carpeta. Ella pasó las páginas tranquilamente mientras Bunting observaba estoicamente. Le entraron ganas de decir: «¿Todavía usáis archivos en papel? Qué anticuados». Pero no se atrevió.
—La calidad de los informes ha bajado considerablemente. La inteligencia utilizable del Programa E ha disminuido en un treinta y seis por ciento. Los informes son un lío. No hay continuidad como había antes. Me dijiste que la operación no tendría un impacto apreciable. Pues está claro que lo tiene.
—Es cierto que el listón se ha puesto muy alto. Pero yo…
Ella volvió a interrumpirle.
—Ya sabes que no hay quien te apoye más que yo.
Bunting sabía que aquello era una mentira evidente pero enseguida dijo:
—Se lo agradezco mucho. Ha sido usted un verdadero valor añadido y una líder maravillosa durante una época muy convulsa. —Los miembros del gabinete tenían unos culos bien grandes y requerían una cantidad de besos exagerada.
Ella sonrió ante el halago durante unos segundos pero enseguida ensombreció el semblante.
—Sin embargo, otras personas no comparten mi entusiasmo. A lo largo de los años, el Programa E ha hecho perder la calma a unas cuantas personalidades. Ha recibido dólares del presupuesto y responsabilidades en misiones de otras agencias. Ese es el Santo Grial de nuestro mundo. El pastel es el que es. Si alguien se lleva una porción mayor, otros tendrán que conformarse con menos.
Y el Departamento de Seguridad Nacional, pensó Bunting, se había llevado, con diferencia, la mayor porción.
—Pero no cabe duda que el Programa E ha tenido un éxito tremendo. Ha mantenido a este país más seguro que si las agencias hubieran competido entre ellas. Ese modelo ya no funciona.
—No estoy de acuerdo necesariamente con esa afirmación —dijo ella lentamente—. Pero, de todos modos, es la eterna cuestión: ¿Qué has hecho hoy por mí? Los bárbaros están a las puertas. Además, ¿eres consciente de lo que podría pasar si todo esto se hiciera público?
—Eso no ocurrirá. Se lo aseguro.
Foster cerró la carpeta.
—Yo no estoy tan segura, Peter, ni mucho menos. Y tampoco lo están las otras personas que importan. Cuando el director de la CIA se enteró, pensé que iba a darle un ataque al corazón. Considera que es una bomba de relojería colosal a la espera de explotar. ¿Qué me dices a eso?
Bunting dio otro sorbo al café para concederse unos cuantos segundos más para pensar.
—Estoy convencido de que podemos darle la vuelta a todo esto —dijo al final.
Ella lo miró incrédula.
—¿Esa es tu respuesta? ¿De verdad?
—Es mi respuesta —declaró con firmeza. Estaba demasiado agotado mentalmente para pensar en una respuesta ocurrente. Además, habría dado igual. Estaba claro que la señora había tomado una decisión.
—A lo mejor es que no me explico bien, Peter. —Hizo una pausa durante la cual pareció calibrar lo que estaba a punto de decir—. Algunos piensan que las circunstancias exigen acciones preventivas.
Bunting se humedeció los labios secos. Sabía perfectamente qué significaba aquello.
—Creo que sería un movimiento poco acertado.
Ella enarcó las cejas.
—¿En serio? ¿Y qué recomiendas? ¿Esperar a poner la otra mejilla? ¿Esperar a que la crisis nos engulla? ¿Es esa tu estrategia, Peter? ¿Debería llamar al presidente y hacérselo saber?
—No creo que debamos molestarle en estos momentos.
—A pesar de lo listo que eres, hay que ver lo espeso que estás hoy. A ver si te lo dejo bien claro. Esto no nos va a explotar en la cara, ¿lo entiendes? Porque aunque solo lo parezca, emprenderemos acciones preventivas.
—Haré todo lo que esté en mi mano para asegurar que eso no pasa, señora secretaria.
El uso de tanto formalismo hizo que la mujer sonriera divertida.
Se levantó y le tendió la mano. Él se la estrechó. Se fijó en lo largas que tenía las uñas. Sería capaz de arrancarle los ojos. Y probablemente pudiera también abrirle las carnes y arrancarle el corazón.
—No quemes las naves, Peter. Si lo haces, muy pronto no tendrás a qué agarrarte.
Bunting se volvió y echó a andar con la máxima dignidad de que fue capaz. Solo tenía una idea en la cabeza: ir a Maine.
Foster se acabó el café en cuanto Bunting se hubo marchado. Al cabo de unos momentos el hombre entró como respuesta al mensaje de texto que ella le acababa de enviar para convocarlo.
James Harkes se cuadró a escasos centímetros de Foster.
Medía metro noventa y tenía unos cuarenta años y algunas canas en el pelo corto y oscuro. Vestía un traje negro de dos piezas, camisa blanca y corbata negra lisa. Transmitía una fuerza que resultaba amenazadora, tenía las manos gruesas y unos dedos bastos como sarmientos. Los hombros se le habían musculado por encima de los músculos pero se movía como un felino. Sigiloso, sin desgastar un ápice de energía. Ere veterano en muchas misiones en representación de Estados Unidos y sus aliados. Era un hombre que cumplía su cometido. Siempre.
No dijo nada mientras ella se servía otra taza de café sin ofrecerle nada a él.
Foster dio un sorbo y al final alzó la vista hacia el recién llegado.
—¿Has escuchado la conversación?
—Sí —dijo Harkes.
—¿Qué opinas de Bunting?
—Listo, con recursos, pero se está quedando sin opciones. El tío no persigue molinos de viento, por lo que no podemos infravalorarlo.
—No ha preguntado por el accidente de Sohan Sharma.
—No.
—Vivimos en un mundo muy violento e impredecible.
—Cierto. ¿Nuevas órdenes?
—Ya las recibirás. En el momento adecuado. Mantente por encima de todo.
Le dedicó un asentimiento casi imperceptible y Harkes se marchó. Acto seguido se acabó el café y retomó el importante trabajo de protegerse a ella y a su país. Exactamente en ese orden.