13

La casa de Eric Dobkin se encontraba en un lugar que el GPS no tenía controlado. Michelle tuvo que llamarle casi un kilómetro antes y él le indicó el camino por teléfono. Cuando dobló una esquina y vio las luces de la casa en lo alto también se fijó en que había una furgoneta Dodge último modelo en el camino de entrada. Al lado había un pequeño monovolumen Chrysler. Echó un vistazo al interior de la camioneta y vio tres sillitas infantiles.

—Vaya —se dijo—. Apuesto a que en esta casa nadie duerme mucho.

La casa estaba construida con troncos de pino, el tejado, con tejas de cedro y la puerta era de roble sin florituras. El pequeño jardín que rodeaba la vivienda hacía tiempo que había perdido el brillo del verano y parecía exactamente como estaba: muerto.

Llamó a la puerta.

En algún lugar del interior alguien empezó a andar con suavidad. No era Dobkin. Quizá fuera su esposa. Michelle observó la estructura de la construcción y se imaginó el interior.

Salón delantero. Tres dormitorios más allá del vestíbulo. La cocina probablemente en la parte de atrás. Sin garaje, lo cual en Maine parecía una locura. Un baño y un aseo, quizá. La casa parecía robusta, con todos los troncos bien unidos entre sí.

La puerta se abrió. La mujer era bajita y llevaba un niño en la cadera. El tamaño y forma de su vientre indicaban claramente que esperaba otro hijo. En breve.

—Soy Sally. Supongo que eres Michelle —dijo con amabilidad pero con tono cansado—. Él es Adam, nuestro hijo mayor. Acaba de cumplir tres años. —El niño miraba a Michelle con el pulgar en la boca.

—¿Tenéis tres hijos?

—¿Cómo lo sabes?

—Por las sillitas del coche.

—Muy observadora. Eric me ha dicho que tú y tu socio erais muy buenos en vuestro trabajo. Sí, tres niños. —Se dio una palmadita en el vientre—. Y otro en camino. Todos se llevan un año de diferencia.

—No habéis perdido el tiempo. —Michelle entró—. Siento venir tan tarde.

—Teniendo en cuenta el horario de trabajo de Eric, todos somos trasnochadores. Está en el estudio.

Michelle miró alrededor. ¿Un estudio? Debía de haber un cuarto en la parte trasera que se le había escapado al hacer sus conjeturas.

—Enseguida vuelvo —dijo Sally.

Desapareció y Dobkin apareció al cabo de un momento. Llevaba unos vaqueros de LL Bean, una camiseta blanca de algodón y un chaleco de esquí naranja. Seguía teniendo la marca del sombrero de policía en el cabello rubio.

—Hace fresquito —dijo Michelle.

Él la miró con expresión curiosa.

—¿Fresquito?

—Bueno, supongo que para los que somos del sur. La verdad es que vives en el quinto pino.

Esbozó una sonrisa.

—Estoy apenas a siete kilómetros del semáforo. Tendrías que ver dónde viven algunos de mis compañeros. Eso sí que es el quinto pino.

—Si tú lo dices.

—¿Así que tu compañero está preocupado?

—Intenta cubrir todos los frentes. Y te agradezco que llamaras. Sé que tu situación no es fácil. Estás en el medio.

—Vamos a la parte de atrás.

La condujo más allá de la cocina, donde vieron a Sally dando de comer a Adam y al que probablemente tuviera dos años, que parecía medio dormido y a punto de caerse encima del plato de comida. El benjamín debía de estar acostado, supuso Michelle.

Se aposentaron en el pequeño estudio, que contenía un escritorio viejo y desvencijado de color gris plomo, una estantería hecha con tablones y bloques de cemento y un archivador de roble rayado con dos cajones. Encima del escritorio había un portátil Dell rojo junto con un estuche para armas cerrado, donde supuestamente guardaba la pistola de servicio. Con tres hijos pequeños y seguro que otros niños curiosos rondando por la casa, aquello era una verdadera necesidad. La ventana daba a la parte posterior de la casa. Una alfombra rectangular azul intentaba suavizar la sobriedad del suelo de madera. Dobkin se sentó detrás del escritorio y señaló una silla con respaldo de tablillas y el asiento de imitación piel para que Michelle se sentara. La acercó y se acomodó en ella.

Dobkin echó una mirada a su cintura.

—¿Arma nueva?

Michelle bajó la vista hacia la Sig que quedaba al descubierto.

—Para nuestra estancia en Maine. Y Murdock no me ha dejado muy claro cuándo recuperaré la mía.

—Me han dicho que fuisteis a Cutter’s a ver a Edgar Roy.

—Sí, el sitio impresiona. No han reparado en gastos, se nota.

—Un montón de trabajos bien pagados. Y son todos necesarios.

—O sea que los psicópatas homicidas ofrecen ciertas ventajas.

—No conseguisteis gran cosa de él, ¿verdad?

—¿Has hablado con el agente especial Murdock?

—No. Una amiga de mi mujer trabaja en Cutter’s.

—¿O sea que tienes línea directa con ese sitio?

Dobkin se movió incómodo en el asiento.

—Yo no diría tanto.

—¿Qué tal va la investigación?

—El FBI se muestra tan hermético como siempre con este asunto.

—¿Para qué querías verme?

—Un par de cosas. Aparte de la llamada que le dejó tu socio, Bergin recibió una llamada más o menos a la hora que salió de Gray’s Lodge. Y también hizo otra.

—¿Quién le llamó y a quién llamó? —Michelle sabía la respuesta a la primera pregunta pero no a la segunda.

—La que recibió fue de Megan Riley. Un número de Virginia.

—Es su socia. —Michelle no mencionó que la mujer estaba a menos de una hora de distancia, en Martha’s Inn—. ¿Y a quién llamó?

—A Cutter’s Rock, para confirmar la cita del día siguiente.

—Qué raro, teniendo en cuenta que había estado ahí con anterioridad. Lo lógico sería pensar que la habría confirmado entonces.

—A lo mejor es un tipo de lo más formal. O por lo menos lo era —corrigió Dobkin.

—Cutter’s Rock. ¿Qué sabes del lugar?

—Es un centro federal. A prueba de huidas. Ahí recluyen a los más malvados.

Michelle esbozó una sonrisa fingida.

—Sí, eso me quedó muy claro. Edgar Roy parecía un zombi. ¿Drogar a los reclusos está contemplado en el plan de salud diario?

—Creo que eso está prohibido por ley, a no ser que un médico lo ordene.

—Ahí tienen médicos, ¿no? ¿Piden lo que haga falta?

—Supongo que sí. Pero también hacen eso de la teleasistencia.

—¿Teleasistencia?

—Para no tener que transportar a los prisioneros arriba y abajo. Los médicos los examinan a través de un ordenador con técnicos sanitarios en el lugar. Examinan una garganta con una pequeña cámara, toman las constantes vitales, cosas así. Lo mismo que con las comparecencias en un juicio que no exigen la presencia en persona. Todo se hace a través de una conexión informática. Los traslados son uno de los momentos con mayores probabilidades de que se produzca una fuga.

—Edgar no tiene pinta de escaparse ni que le dieran la llave del sitio y el billete de autobús.

—No sé nada de eso.

—¿Algo más?

—No, la verdad es que no.

Michelle lo miró con tranquilidad.

—Me podrías haber dicho esto por teléfono.

—Me gusta hablar cara a cara.

—Eso no explica que quieras ayudarnos.

—Ayudasteis a mis hombres. Os devuelvo el favor.

—¿Y un poco de venganza contra el FBI por hacerse cargo de la investigación?

—No tengo nada en contra de ellos. Roy es asunto suyo.

—¿Algún resultado de la autopsia de Bergin?

—Los federales trajeron a uno de sus forenses. Que yo sepa, no se ha publicado ningún informe todavía.

—¿Qué tal se ha tomado el coronel estar en segundo plano en su propio terreno?

—Se atiene a las normas.

—¿Algo más que arroje luz sobre el motivo por el que mataron a Bergin?

—Nada por mi parte. ¿Y vosotros?

—Ahora mismo vamos a la deriva.

—Me ha dicho un pajarito que ya no tenéis ventanillas en el coche.

Michelle intentó disimular su irritación.

—¿Qué pajarito?

—¿Es verdad o no?

—Bueno, es verdad.

—¿Dónde ha sido?

Michelle se lo contó.

—Teníais que haber dado parte de ello.

—Estoy dando parte ahora.

—¿Visteis algo?

—Nada que ver aparte de la bala de un rifle de largo alcance pasándome delante de los ojos.

—No hay mucha gente capaz de realizar ese tipo de tiro.

—Oh, y tanto que sí. Seguro que tu hermana pequeña es capaz.

Dobkin desplegó una amplia sonrisa.

—¿Siempre eres tan informal durante una investigación?

—Ayuda a reducir la tensión.

—También os acompaña una dama. ¿Quién es? ¿Megan Riley?

—¿Cuánto tiempo hace que alguien nos sigue?

—No es eso. Es que tengo un buen contacto en Martha’s.

—¿La señora Burke?

—Es buena amiga de mi esposa.

—Tu esposa tiene unas amistades muy útiles.

—Ventajas de vivir en un lugar pequeño.

—Ajá.

—¿Se trata de Megan Riley?

—Efectivamente.

—Los federales querrán hablar con ella.

—Eso espero.

—¿Y vais a informarles de que está con vosotros?

—Estoy seguro de que el agente Murdock, con todo el peso del FBI detrás, descubrirá dónde está, sobre todo si tu esposa lo sabe.

—Supongo que ya estamos.

—Por ahora —corrigió Michelle.

—Te agradecería que este pequeño acuerdo que tenemos siga quedando entre nosotros. —Michelle se levantó.

—Una última cosa.

—Sí —dijo él rápidamente, mirando por encima del hombro al oír los lloros de un bebé.

—¿El pequeño? Dobkin asintió.

—Sam. Como mi padre. También era policía estatal.

—¿Era? ¿Está jubilado?

—No. Murió en acto de servicio. Una pelea entre dos borrachos que acabó muy mal.

—Lo siento.

Se puso tenso mientras los lloros del bebé aumentaban de volumen.

—¿Qué más? Tengo que ayudar a Sally —dijo en un tono destinado a dar por concluida la conversación.

—¿Por qué estaba Edgar Roy en la lista de vigilancia del FBI? Es un presunto asesino en serie, cierto. Pero, de todos modos, ¿matan a su abogado y un ejército de agentes del FBI aparece en un helicóptero desde Boston en apenas veinte segundos?

—Yo no sé nada de eso.

—Pero creo que tienes toda la pinta de ser de los que se lo plantean.

—Bueno, pues supongo que te equivocas juzgándome así.

Michelle regresó a su coche, consciente de que Dobkin tenía la mirada fija en ella hasta que desapareció de su vista.

«Menuda excusa lo de ayudar a Sally con el bebé».