11

Michelle deslizó la Sig nueve milímetros en la pistolera del cinturón y exhaló un profundo suspiro de satisfacción.

Sean la observaba divertido.

—Anda que has tardado…

—¿Por qué tengo la impresión de que tener una pistola aquí es buena idea?

—Porque lo es.

—Me había acostumbrado a la H&K, pero debo confesar que siempre he sentido debilidad por las Sig.

—También llevaste una Glock durante bastante tiempo.

—Ya sabes lo que dicen por ahí: a algunas chicas les gustan los zapatos y a otras, las pistolas.

—Pues la verdad es que es la primera vez que lo oigo.

Michelle guardó un par de cajas de proyectiles en el bolso.

—Es hora de ir a Portland a recoger a la abogada novata —dijo.

Habían recorrido unos treinta kilómetros cuando Michelle anunció:

—Creo que nos siguen.

Sean mantuvo la vista fija al frente.

—¿Dónde?

—Un sedán oscuro doscientos metros por detrás. Lo perdemos en las curvas y lo volvemos a recuperar en las rectas.

—A lo mejor no es nada. A lo mejor va al mismo sitio que nosotros.

—Ya lo veremos, ¿no?

Cuando llegaron al cruce con la interestatal, el coche siguió adelante.

—Supongo que tenías razón —dijo Michelle.

—De todos modos, debemos estar alerta. Si la gente de Gray’s Lodge vieron a Bergin alrededor de las nueve y lo asesinaron hacia la medianoche, eso todavía le deja con más o menos tres horas para ir a algún sitio.

—No regresó a Cutter’s. En cuanto anochece lo cierran. Así que…

La bala atravesó la ventanilla del lado del pasajero, pasó por delante de Sean y Michelle e hizo añicos el cristal de la ventanilla del conductor al salir.

Sean se agachó y Michelle enseguida viró el coche hacia la izquierda. Circuló por el arcén de forma momentánea mientras Sean miraba detrás de ellos.

—¿No hay ningún otro coche? —preguntó.

—No. Ha sido un disparo desde lo lejos.

—Baja el coche por ahí —ordenó, señalando los árboles situados fuera de la carretera—. Y sigue agachada. Se escoró por la suave hierba y llevo el Ford más abajo hasta detenerlo junto a una arboleda. Salieron del coche panza abajo, manteniendo el metal del coche entre ellos y el lugar de procedencia del disparo. Michelle había sacado la Sig y escudriñaba las posibles líneas de fuego. Sean asomó la cabeza por encima del capó y la volvió a agachar.

—No veo la marca de ninguna mirilla.

Michelle observó las ventanas hechas añicos.

—Un disparo buenísimo teniendo en cuenta la velocidad a la que íbamos.

—Lo tomo como una advertencia.

Michelle asintió.

—Cualquiera capaz de lanzar ese disparo podría habernos matado fácilmente. Creo que he visto la puta bala pasándome delante de los ojos, aunque sé que realmente no es posible. Y hoy en día los cristales de coche no son tan mierdosos como antes. Para que la bala haga añicos los dos y continúe la trayectoria se necesita mucha potencia.

Sean observó los alrededores.

—Una brisa ligera, muchos árboles, quizás el tirador estuviera en algún punto elevado. Con el sol detrás de él, lo cual favorece el disparo. Impresionante de todos modos. Nos movíamos en perpendicular al disparo a casi cien kilómetros por hora.

—Ciento doce —le corrigió Michelle—. El tirador debe de ser un fenómeno haciendo cálculos con la retícula.

Sean asintió.

—¿Francotirador del ejército?

—Quizá. La única pregunta es de cuál. Si es del nuestro, el panorama no es muy halagüeño. La pregunta es por qué y la respuesta es demasiado obvia.

—Edgar Roy —dijo Sean. Apoyó la espalda en el panel frontal del coche y se deslizó con el trasero.

—¿Funcionario del gobierno?

—Eso es lo que decía el expediente.

—En la lista de vigilancia del FBI. Abogado asesinado. La hospitalidad en Cutter’s Rock. Disparo de advertencia de larga distancia para nosotros.

—No cuadra, ¿verdad?

—En el mundo en que yo vivo, no.

—¿Crees que es seguro continuar? —preguntó Michelle.

—Supongo que no nos queda más remedio. Pero te doy permiso para conducir como si estuvieras haciendo una prueba para la NASCAR.

No recibieron más disparos mientras circulaban por la interestatal a toda velocidad.

Volvieron sobre sus pasos de la noche anterior y llegaron a Portland diez minutos antes del aterrizaje del vuelo procedente de Washington D. C. Dedicaron un par de minutos a recoger el cristal hecho añicos que había desempeñado su función, pues se había resquebrajado en infinidad de piezas pero se había mantenido en su sitio.

Sean esperó a que los pasajeros desembarcaran mientras Michelle iba a buscar otro coche de alquiler.

En el vuelo había treinta y nueve pasajeros.

Megan Riley fue la trigésima novena en salir por la puerta.

«Probablemente no tuviera ganas de abandonar el avión», pensó.

La joven miró a Sean con expresión expectante.

—¿Megan? —dijo él.

Ella asintió y se encaminó hacia él.

Michelle se reunió con él en ese mismo instante.

—Parece que va a empezar en el instituto —le susurró.

Riley era menuda y el pelo rojizo le caía sobre los hombros y le enmarcaba un rostro muy pecoso. Tenía dificultades para arrastrar la maleta y un pesado maletín de abogado que sin duda debía de contener los documentos en papel de Ted Bergin, al estilo antiguo. Sean cogió el maletín de Riley, le estrechó la mano y le presentó a Michelle.

Cuando llegaron al Ford, Riley vio los cristales destrozados y los pedacitos por el suelo.

—¡Dios mío! ¿Qué ha pasado?

Sean miró a Michelle.

—Podría haber sido peor. El único problema es que no hay más coches de alquiler disponibles —explicó Michelle—. Espero que hayas traído una chaqueta gruesa, Megan.

—¿Habéis tenido un accidente? —preguntó.

—No exactamente —respondió Sean, mientras le abría la puerta trasera.