Gray’s Lodge estaba rodeado de un muro de policías y agentes federales. Habían interrogado y registrado las habitaciones de los huéspedes. Luego les habían dicho que fueran a alojarse a otro sitio pero sin abandonar la zona. Sean y Michelle, que se hicieron pasar por turistas, acabaron topándose con los propietarios gracias a una mezcla de suerte y capacidad de deducción. Eran un matrimonio de unos sesenta años, claramente disgustados por lo ocurrido.
—Ha sido rarísimo —dijo el hombre, un tipo fornido con el pelo blanco y suave y el rostro tostado por el sol, mientras se tomaba una taza de café en una gasolinera desde la que se veía el hostal. Llevaba una camisa de franela roja y unos vaqueros nuevos.
—¿La policía acaba de llegar y le ha dicho a todo el mundo que se marche? —preguntó Michelle.
La mujer asintió. Era esbelta, fibrosa y daba la impresión de ser capaz de dejar inmovilizado a su fornido esposo en el suelo.
—Después de someterlos a un duro interrogatorio y registrarles el cajón de la ropa interior. Algunos de nuestros clientes vienen aquí desde hace décadas. No tienen nada que ver con la muerte de ese hombre.
—Algunos de ellos quizá ya no vuelvan después de esto —apuntó el hombre entristecido.
—Y el fallecido, ese tal Bergin, ¿acababa de llegar ese mismo día? —inquirió Sean.
—Así es —respondió el hombre.
—Pero le habíamos visto con anterioridad, por supuesto —añadió su esposa.
—¿Entonces ya había estado aquí? —saltó Sean.
—Dos veces más —confirmó el hombre.
—¿Saben por qué venía? —preguntó Michelle.
—No venía ni a cazar ni a pescar —respondió la esposa.
—Era abogado —terció el marido.
—¿Tienen idea de qué le traía hasta aquí? —preguntó Sean.
El hombre lo escudriñó con la mirada.
—Ustedes no son de por aquí.
—No, llegamos ayer. Nos alojamos en Martha’s Inn. La señora Burke es muy agradable.
Michelle reprimió un bufido.
—Sí, es una moza muy maja —dijo el hombre de tal forma que su mujer hizo una mueca.
—Nunca he estado en la escena de un crimen —dijo Michelle—. Es espeluznante. Pero me encantan los programas sobre crímenes reales.
—Me pregunto quién querría matar a un abogado —añadió Sean—. Probablemente estuviera aquí de vacaciones.
La mujer se dispuso a decir algo, pero enseguida miró a su esposo con expresión inquisidora.
—No estaba aquí de vacaciones —confirmó el hombre—. Era el abogado de Edgar Roy.
—¿Edgar Roy? —preguntó Sean como si no supiera a quién se refería.
—El asesino en serie que encerraron en Cutter’s Rock. Está a la espera de juicio. El periódico local escribió un amplio reportaje sobre ese hombre cuando lo trasladaron aquí. Dicen que está como una cabra. Yo digo que finge para que no lo envíen de vuelta a Virginia y lo ejecuten.
—Dios mío —dijo Michelle—. ¿Qué hizo?
—Se cargó a unas cuantas personas y las enterró en su finca —respondió la mujer, estremeciéndose—. No es un hombre sino una especie de animal salvaje.
—¿Y este tal Bergin era su abogado? —dijo Sean—. ¿O sea que tenía que ir al Cutter’s Rock ese y hablar con ese tío?
—Pues supongo que sí si es que lo representaba —dijo el marido. Miró a su mujer—. Y al hombre todavía no lo han declarado culpable.
—Está más claro que el agua y todo el mundo sabe que es culpable —espetó su mujer.
—Bueno, de todos modos en este mundo hay personas para todos los gustos. No me habría imaginado que un hombre como Bergin sería el abogado de un tipejo como ese.
—¿Llegó a conocerle? —preguntó Michelle con avidez. Miró a Sean y fingió una emoción inocente acerca de un tema tan escabroso—. Quiero decir que todo esto es espeluznante, como una serie de televisión o algo así.
El marido asintió.
—Sí, supongo que sí. De todos modos, el hostal es pequeño. Ni siquiera cuando está lleno hay demasiados huéspedes. Bergin bajaba a desayunar y esas cosas. Éramos más o menos de la misma edad. Es natural que entabláramos conversación. Era un hombre interesante.
—¿Y le contó lo que le traía por aquí? —inquirió Sean—. Aunque como abogado que era, eso es confidencial.
—Bueno, no al comienzo y no con estas palabras. Pero pidió indicaciones para ir a Cutter’s Rock en una ocasión y yo le pregunté por qué iba allí. Y entonces fue cuando me contó a qué se dedicaba.
—Cielos, a lo mejor iba a Cutter’s Rock cuando lo mataron —sugirió Michelle emocionada.
—No, no creo —dijo el hombre.
—Porque ya había estado allí —añadió la mujer.
—¿Cómo lo saben? —preguntó Sean.
—Me dijo que iba para allá enseguida —respondió el hombre. Cuando se registró en el hostal tenía prisa. Su vuelo se había retrasado y necesitaba llegar a Cutter’s antes de que acabaran las horas de visita. Tenía mucha prisa.
—Vale, pero a lo mejor nunca llegó hasta allí.
—Sí que llegó. Porque regresó aquí. Se tomó un café. Le pregunté qué tal había ido. Dijo que bien pero no me dio la impresión de que hubiera ido bien.
—¿A qué hora fue eso? —preguntó Sean.
El hombre lo miró con suspicacia.
—¿A usted qué más le da?
—Ustedes dos hacen muchas preguntas —añadió la mujer.
Antes de que Sean tuviera tiempo de decir algo, Michelle tomó la palabra.
—Bueno, teníamos que haberlo dicho antes. —Hizo una pausa y entonces explicó en voz baja e infantil rebosante de emoción—: Nosotros fuimos quienes encontramos el cadáver.
La pareja la miró a ella y luego a Sean, que asintió.
—Fuimos nosotros —dijo con sinceridad.
Michelle soltó entonces una perorata.
—Y fue horrible. Pero emocionante a la vez. Me refiero a que a nosotros nunca nos pasan estas cosas. Nunca había visto un cadáver. Y menos víctima de un asesinato. —Se estremeció—. Odio las pistolas con todas mis fuerzas —añadió sin inmutarse. Pero luego se le iluminó la expresión—. Pero qué emocionante fue. Es raro, ¿no?
—Bueno, a mí este tipo de emociones me sobra —dijo el marido con sorna.
—Encontramos el cadáver alrededor de la medianoche —dijo Sean—. Pero debió de regresar de ver a Roy mucho antes.
—Oh sí, eran sobre las ocho. No cenó nada. Dijo que no tenía hambre.
—¿Habló con usted antes de volverse a marchar?
—No, y tampoco le vi marchar. Sé que estaba por aquí a las nueve. Vi luz en su habitación. Pero luego yo tenía mucho que hacer. —Miró a su mujer—. ¿Tú tampoco lo viste?
—No. Le he dicho lo mismo a la policía. Estaba en la cocina limpiando.
—O sea que se marchó pasadas las nueve. Pero cuando habló con él después de que regresara de Cutter’s Rock, ¿le mencionó que iba a volver a salir? ¿O adónde era posible que fuera?
—No, no dijo nada.
—¿Bergin recibió alguna llamada o algún paquete ese día? —preguntó Sean.
—Llamadas no. Hoy en día la mayoría de la gente tiene móvil. Y no le dejaron ningún mensaje ni paquete en la recepción, nada de nada.
Después de formularles unas cuantas preguntas más, dieron las gracias al matrimonio y se marcharon.
El agente Murdock les esperaba en el exterior.
—¿Jugando a los detectives? —dijo con tono arisco, asintiendo hacia el matrimonio del otro lado de la ventana.
—Nos estábamos tomando un café. Hoy hace frío.
—Sí, un café con los propietarios del hostal donde se alojaba vuestro hombre.
—Otra casualidad —dijo Michelle.
—Pues que sea la última —repuso Murdock.
—¿Me devuelves la pistola? Me siento desnuda sin ella.
—Todavía no han hecho la prueba de balística. Ya te informaré. Quizá tarde. El papeleo lo retrasa todo. Ya sabes cómo va. —Miró a Sean—. Espero no volver a toparme con vosotros. ¿Por qué no volvéis a Virginia? No hay nada que os retenga aquí.
—Pensaba que habías dicho que éramos testigos materiales y que no podíamos marcharnos de la zona.
—He cambiado de opinión, así que ¡largaos!
—Estamos en un país libre —dijo Sean.
—Hasta que deja de serlo —espetó Murdock.
Cuando se marchó, Michelle se dirigió al empleado de la gasolinera.
—¿Dónde está la armería más cercana?
—A unos tres kilómetros al norte de aquí, en esta misma carretera. La tienda se llama Fort Maine Guns.
—¿Tienen un buen surtido de pistolas?
—Oh, sí. ¿Sabes disparar?
—Solo cuando es necesario.