Sean y Michelle fueron conducidos a una sala que era de un blanco inmaculado. Pequeña. Una puerta. Tres sillas, una mesa, todo atornillado al suelo. Dos de las sillas estaban enfrente de la otra. Delante de una de ellas había un aro de metal de unos ocho centímetros pegado con cemento en el suelo. Entre las dos sillas y la otra había un panel de un metro de ancho de cristal de policarbonato de diez centímetros de grosor que iba del suelo al techo.
Y entonces se abrió la puerta y apareció.
Sean y Michelle habían visto fotos de Edgar Roy, tanto en los periódicos como en unos archivos que Ted Bergin les había enviado. Sean había visto incluso un fragmento de vídeo del hombre poco después de su detención por los asesinatos. Nada les había preparado para ver al hombre en persona.
Medía dos metros de estatura y era sumamente delgado, como un lápiz gigantesco. Tenía una nuez del tamaño de una pelota de golf en el largo cuello, el pelo oscuro, largo y rizado, que enmarcaba una cara enjuta y no exenta de atractivo. Llevaba gafas. Detrás de las lentes tenía dos puntos negros por ojos, como los puntos de los dados. Sean se fijó en lo largos que tenía los dedos. Del interior de las orejas le salían algunos pelos. Iba bien afeitado.
Llevaba grilletes en brazos y piernas, por lo que renqueaba al caminar mientras los guardias lo acompañaban hacia la silla que había detrás del cristal. Sujetaron los grilletes a la anilla del suelo. Le permitía desplazarse unos quince centímetros. Dos guardias le flanqueaban. Eran hombres fornidos de rostro impasible. Parecían estar tallados en piedra para vigilar a otras personas. No llevaban más arma que las porras de metal telescópicas. Podían extenderse hasta un metro veinte y propinar golpes devastadores.
En el umbral de la puerta había dos guardias más. Sujetaban sendas escopetas de corredera que habían sido modificadas para incluir un componente Taser capaz de disparar un proyectil de calibre 12 hasta una distancia de treinta metros que lanzaría un impulso de energía durante veinte segundos capaz de derribar a un defensa de la NFL y dejarlo en el suelo durante un buen rato.
Sean y Michelle volvieron a centrarse en Edgar Roy, situado detrás del cristal blindado. Sus largas piernas sobresalían en línea recta, los talones de las zapatillas de lona que le habían entregado en la prisión rozaban la pared de cristal irrompible.
—Bueno —dijo Sean, apartando la mirada de Roy y observando a los guardias—. Necesitamos hablar con nuestro cliente en privado.
Ninguno de los cuatro guardias movió siquiera una pestaña. Como si fueran estatuas.
—Soy su abogado —insistió Sean—. Tenemos que estar a solas, chicos.
Continuaron sin moverse. Al parecer, los cuatro hombres no solo estaban paralizados sino que, además, eran sordos.
Sean se humedeció los labios.
—Bueno, ¿quién es vuestro supervisor? —preguntó al que sostenía la escopeta.
El hombre ni siquiera lo miró.
Sean echó un vistazo a Roy. Ni siquiera tenía la certeza de que estuviera vivo, porque no percibía el movimiento ascendente y descendente en el pecho. Ni parpadeaba ni se movía. Tenía la vista fija delante de él, pero sin ver nada al parecer.
—¿Todavía estáis aquí pasándolo bien?
Se volvieron y vieron al agente Murdock observándolos desde el umbral.
—Para empezar, ¿puedes decirle a los gorilas que salgan de la sala? —pidió Sean alzando la voz ligeramente—. Parece que no se han enterado de lo que es la relación entre un abogado y su cliente.
—Anoche no eras más que un detective privado, ¿hoy eres abogado?
—Ya le he enseñado mis credenciales a la señora Dukes.
—Y tú nos has autorizado a ver a este hombre —dijo Michelle.
—Cierto.
—Entonces ¿podemos verle? —preguntó Sean—. Una visita… profesional.
Murdock sonrió y acto seguido asintió hacia los guardias.
—Justo al otro lado de la puerta. Si oís cualquier cosa fuera de lo normal, ya sabéis qué hay que hacer.
—El tío está esposado al suelo y estamos separados de él por un cristal de policarbonato de diez centímetros de grosor —dijo Michelle—. No creo que pueda hacer gran cosa.
—No me refería necesariamente al prisionero —contestó Murdock.
La puerta se cerró detrás de ellos y Sean y Michelle estuvieron por fin a solas con su cliente.
Sean se inclinó hacia delante.
—¿Señor Roy? Me llamo Sean King. Esta es mi socia Michelle Maxwell. Trabajamos con Ted Bergin. Sé que se ha reunido con él con anterioridad.
Roy no dijo nada. Ni parpadeó, ni se movió ni parecía respirar.
Sean se retrepó en el asiento, abrió el maletín y miró varios papeles. Le habían confiscado todos los bolis, clips y demás objetos afilados y potencialmente peligrosos, aunque pensó que podría infligir un buen corte a alguien con un papel.
—Ted Bergin nos dijo que estaba preparando su defensa. ¿Le explicó exactamente de qué se trataba?
Al observar que Roy no reaccionaba, Michelle intervino.
—Me parece que estamos perdiendo el tiempo. De hecho, creo que me parece oír a Murdock partiéndose el pecho detrás de la puerta de acero.
—Señor Roy, es realmente necesario que hablemos de ciertas cosas.
—Lo han encerrado aquí porque no está en condiciones de ser juzgado, Sean. No sé en qué estado estaba cuando lo internaron, pero no creo que haya mejorado. Con este panorama, tiene todos los números de pasarse el resto de su vida en Cutter’s Rock.
Sean guardó los papeles.
—¿Señor Roy? ¿Sabe usted que Ted Bergin ha sido asesinado? —Lo dijo con un tono cortante y en voz alta, obviamente esperando algún tipo de reacción por parte del recluso.
No funcionó.
Sean recorrió el espacio vacío con la mirada. Se inclinó hacia Michelle y le susurró.
—¿Cuántas probabilidades hay de que esta sala tenga micrófonos ocultos?
—¿Grabar la conversación de un abogado con su cliente? ¿No se meterían en un buen lío? —le respondió Michelle susurrando también.
—Solo si alguien lo descubre y es capaz de demostrarlo. —Volvió a sentarse bien erguido y sacó el móvil—. No hay cobertura, pero justo antes de llegar aquí tenía.
—¿Pinchado?
—Eso también se supone que es ilegal. Me pregunto por qué han dejado que me lo quedara. En la mayoría de las cárceles se lo confiscan a las visitas.
—Porque en las cárceles los móviles se cotizan más que la cocaína. Oí que un guardia de no sé dónde se sacaba miles de dólares al año vendiendo Nokias y planes de servicio en una cárcel estatal. Ahora marca números desde una celda.
—Fíjate en el tobillo, Michelle.
La tobillera era del color del titanio. En el centro había una luz roja brillante.
—Los usan en algunas de las cárceles de máxima seguridad y en gente como Paris Hilton y Lindsay Lohan. Emiten una señal inalámbrica que detecta la ubicación exacta de la persona. Si sales de cierta zona, se dispara una alarma.
Sean bajó la voz.
—¿A cuántos sitios puede ir este tío para que necesite una tobillera electrónica?
—Tienes razón. ¿Quieres preguntárselo a Murdock? ¿O quizás a Carla Dukes?
Sean miró con severidad a Edgar Roy. ¿Había habido alguna leve muestra de…?
No. Sus ojos seguían siendo dos puntos inertes.
—¿Crees que lo han drogado? —preguntó Michelle—. Tiene las pupilas dilatadas.
—No sé qué pensar. Sin examen médico.
—Es muy alto. Pero delgado. No parece tener suficiente fuerza para haber matado a toda esa gente.
—Solo tiene treinta y cinco años. O sea que estaba en la flor de la vida cuando cometió los asesinatos.
—Si es que los cometió, querrás decir.
—Eso, si es que los cometió.
—Pero los detalles de los asesinatos no se han hecho públicos. Ni siquiera han identificado a los cadáveres.
—Quizá tengan esa información pero no la hayan hecho pública —repuso él.
—¿Por qué?
—Tal vez sea un caso realmente especial. —Se levantó—. Señor Roy, gracias por reunirse con nosotros. Volveremos.
—¿Ah, sí? —preguntó Michelle en voz baja.
Cuando llamaron a la puerta, esta se abrió de inmediato.
—¿Cómo ha ido? —preguntó Murdock con una sonrisa complacida.
—Nos lo ha contado todo —dijo Michelle—. Es inocente. Ya lo podéis soltar.
—Hemos encontrado cosas interesantes en la habitación de Bergin, en Gray’s Lodge —dijo Murdock sin hacer caso de lo que acababa de decirle Michelle.
—¿Como por ejemplo? —preguntó Sean.
—Nada que os haga falta saber.
—Oh, mira que eres guasón, Murdock —dijo Michelle—. ¿Es una asignatura de Quantico?
—Si es producto de su trabajo como abogado —añadió Sean—, tengo que saberlo. Es confidencial.
—Pues presenta unas cuantas solicitudes. A los abogados del FBI les irá bien reírse un rato. Mientras tanto, no vais a ver el documento.
—O sea que Roy es un zombi. ¿Es capaz de hacer pipí, de comer él solo?
—Está en buena forma física. ¿Responde eso a tu pregunta?
Giró sobre sus talones y se marchó.
—Está claro que le caemos bien —dijo Michelle con sarcasmo—. ¿Crees que le gustaría salir un día conmigo? Seguro que soy capaz de deshacerme del cadáver sin problemas.
Sean no le prestaba atención. Estaba observando a los guardias que escoltaban a Roy de vuelta a la celda. Cuando el hombre pasó. Sean se dio cuenta de que era más alto incluso que el guardia grandullón. También se fijó en que Roy se movía con su propia energía, arrastrando los pies mientras las esposas producían el típico sonido metálico. Pero su rostro no transmitía nada.
Puntos negros.
Nada.
Que era exactamente lo que tenían en esos momentos.