Había otro puesto de control en el interior del recinto. Un magnetómetro para cualquier arma que los otros registros no hubieran detectado, otro cacheo, rayos X para el pequeño bolso de Michelle, y comprobación del documento de identidad, una referencia cruzada en la lista de visitas, una entrevista oral que habría enorgullecido al Mossad y unas cuantas llamadas de teléfono. Después de eso, les hicieron esperar en una antesala situada junto a la zona de recepción, si es que podía denominarse así. Las ventanas tenían por lo menos diez centímetros de grosor y probablemente fueran a prueba de balas, puños y pies.
Sean dio un golpecito en una.
—Parecen las ventanillas de la Bestia.
Michelle estaba examinando la construcción de las paredes interiores. Pasó la mano arriba y abajo en una zona determinada.
—No te pienses que esta es una pared de pladur cualquiera. Parece composite. Un composite de titanio. Dudo que una bala de mi 45 pudiera atravesarla.
—He llamado a un colega que sabe sobre este sitio —dijo Sean—. Está construido encima de una plataforma basculante, como hacen con los rascacielos.
—¿Por si hay un terremoto?
—Eso mismo. Habrá costado una fortuna.
—Como has dicho, no es más que dinero de los contribuyentes. Pero me pregunto si está hecho a prueba de inundaciones. Estamos muy cerca del océano.
—Malecón retráctil. Pueden elevarlo en veinte minutos.
—Estás de broma.
Sean negó con la cabeza.
—Es lo que me contó mi colega.
Michelle echó un vistazo al lugar, pequeño y espartano.
—Me pregunto cuántos visitantes recibirán aquí. Ni siquiera tienen revistas. Y dudo que haya una máquina expendedora de bebidas o comida.
—¿Acaso querrías visitar a alguien aquí? ¿Aunque fuera un pariente? Me refiero a que es un centro para criminales locos.
—Ya no les llaman así, ¿verdad?
—Supongo que no, pero es lo que es. Son criminales y están locos.
—Pues sí que te has puesto sentencioso. A Roy ni siquiera le han juzgado.
—Vale, me has pillado.
—Pero quizá sea un psicópata —añadió Michelle, lo cual hizo que su compañero enarcase una ceja—. ¿Cuántos reclusos…, perdón, pacientes, calculas que hay?
—En teoría se trata de información confidencial.
—¿Confidencial? ¿Cómo es posible? Esto no es parte de la CIA ni del Pentágono.
—Lo único que sé es que intenté averiguarlo y choqué contra un muro de piedra. Lo que sé es que probablemente Roy sea el recluso más conocido que tienen aquí.
—Hasta que lo sustituya un psicópata que esté todavía más loco.
—¿Disculpen?
Se volvieron para encontrarse con un joven con un blusón azul en el umbral de la puerta. Sostenía una pequeña tableta electrónica, y preguntó:
—¿Sean King y Michelle Maxwell?
Se levantaron al mismo tiempo y advirtieron que eran más altos que el hombre.
—Eso es —dijo Sean.
—¿Han venido a ver a Edgar Roy?
Sean se había hecho a la idea de que tendría que pelear para poder ver al hombre. Pero Blusón Azul se limitó a decirles que le siguieran.
Al cabo de un instante, los entregó a una mujer que resultaba mucho más intimidante. Era casi tan alta como Michelle pero considerablemente más ancha y pesada, parecía capaz de ocupar la posición de defensa medio en un equipo de fútbol americano de primera división. Se presentó como Carla Dukes, directora de Cutter’s Rock. Cuando sus largos dedos rodearon con fuerza los de Michelle al estrecharle la mano, ella se preguntó si en otro tiempo no se habría llamado Carl.
Su despacho era un cubo de cinco por cinco con un escritorio con un ordenador, tres sillas contando la de ella y nada más. Ningún archivador, ninguna foto de familia o amigos, ningún cuadro en la pared, sin vistas al exterior, nada personal.
—Tomen asiento, por favor —indicó ella. Se sentaron. Abrió el cajón, extrajo una carpeta roja y la abrió encima del escritorio—. Tengo entendido que Ted Bergin está muerto.
«Gracias por ir directa al grano —pensó Sean—. Y ahora llega el momento de pelear».
—Eso es. La policía y el FBI están investigando. Pero hoy teníamos una cita con Edgar Roy y no queríamos dejar pasar esa oportunidad.
—La cita era con Ted Bergin para que les acompañara.
—Sí, pero obviamente él no puede estar presente —dijo Sean, con voz tranquila pero firme.
—Por supuesto que no, pero en vista de las circunstancias… no sé…
—Pero su defensa continuará —intervino Michelle—. En algún momento se le juzgará. Tiene derecho a ser representado. Y Sean está también legitimado para ejercer de abogado y trabajaba para Ted Bergin.
Dukes miró a Sean de hito en hito.
—¿Es verdad? Pensaba que eran detectives.
—Ejerzo ambas profesiones —reconoció Sean, aprovechando la táctica que Michelle había empleado de forma espontánea—. Soy investigador privado y abogado en la Commonwealth de Virginia, donde Roy será juzgado por los cargos de los que se le acusa.
—¿Tiene alguna prueba que lo demuestre?
Sean le tendió su identificación como abogado colegiado del estado correspondiente.
—Una llamada a Richmond bastará para verificarlo —dijo él.
Ella le devolvió el carné.
—¿Y de qué quieren hablar exactamente con el señor Roy?
—Bueno, eso es confidencial. Si se lo contara, incumpliría el contrato que se establece entre abogado y cliente. Sería una mala práctica por mi parte.
—Estamos ante una situación delicada. El señor Roy es un caso especial.
—Eso vamos descubriendo —intervino Michelle.
—Necesitamos verle —añadió Sean.
—El FBI me ha llamado esta mañana —dijo Dukes.
—No me extraña —dijo Sean—. ¿Ha sido el agente especial Murdock?
No respondió.
—Ha dicho que el homicidio de Ted Bergin quizás estuviera relacionado con el hecho de representar a Edgar Roy.
—¿Usted comparte su opinión? —preguntó Michelle.
Dukes le lanzó una mirada severa.
—¿Cómo voy a saber yo una cosa así?
—¿Bergin había venido a ver a Edgar Roy? —inquirió Sean.
—Por supuesto que sí. Era el abogado de Roy.
—¿Con qué frecuencia venía? ¿Y cuándo vino por última vez?
—Ahora mismo no lo sé. Tendría que consultar los archivos.
—¿Puede consultarlos?
Su mano no se dirigió hacia el teclado del ordenador.
—¿Por qué? Si trabajan con él, deberían disponer de esa información.
—Vino hasta aquí por su cuenta. Íbamos a reunirnos con él anoche y repasarlo todo. Pero es obvio que no tuvimos la oportunidad.
—Entiendo. —Siguió sin acercar la mano al teclado.
—¿El agente especial Murdock le pidió esa información?
—Es obvio que no estoy en situación de responder a esa pregunta.
—Bueno, ¿podemos ver a Edgar Roy ahora?
—No estoy muy segura de ello. Tendré que consultarlo con nuestro abogado y decirles algo más adelante.
Sean se levantó y exhaló un fuerte suspiro.
—Bueno, realmente esperaba no tener que recurrir a esto.
—¿De qué está hablando? —preguntó Dukes.
—¿Puede decirme dónde está la redacción del periódico local?
Ella lo miró con severidad.
—¿Por qué?
—Si nos damos prisa —dijo Sean consultando la hora—, el periódico podrá publicar la noticia para la edición matutina impresa acerca de un centro federal que niega a un acusado acceso a su abogado. Imagino que la noticia llegará también a Associated Press, y luego no es descabellado suponer que esté en Internet en cuestión de minutos. Para no cometer ningún error, permítame preguntarle, ¿cómo escribe Carla con ce o con ka?
Dukes alzó la mirada hacia él: le temblaban los labios y tenía una mirada rayana en lo asesino.
—¿De verdad quiere ir por esa vía?
—¿De verdad quiere incumplir la ley?
—¿Qué ley? —espetó ella.
—El derecho contemplado por la Sexta Enmienda por el cual un acusado tiene derecho a una defensa. Lo dice la Constitución, por cierto. Y siempre es mala idea no respetar la Constitución.
—Tiene razón, señora Dukes.
Sean y Michelle se volvieron y vieron a Brandon Murdock en el umbral de la puerta. El agente del FBI sonreía.
—Disfrutad de vuestra charla con Edgar Roy —dijo.