Los dos durmieron.
En habitaciones separadas.
La propietaria era una mujer de setenta y tres años llamada señora Burke que tenía una idea un tanto anticuada acerca de cómo hay que dormir y para quien había que llevar alianza si se quería compartir un lecho en su hostal.
Michelle durmió como un tronco. Sean no. Después de solo dos horas de sueño intermitente, se levantó y miró por la ventana. Hacia el norte y más cerca incluso de la costa estaba Eastport. Los rayos del sol empezarían a asomar pronto, era la primera ciudad de Estados Unidos que recibía la luz matutina. Se duchó y se vistió. Al cabo de una hora se encontró con Michelle, que tenía ojos de dormida, para desayunar.
Martha’s Inn resultó ser acogedor y pintoresco y estaba lo bastante cerca del agua como para llegar andando a la costa en cinco minutos. Las comidas se servían en una pequeña sala revestida de madera de pino contigua a la cocina. Sean y Michelle se sentaron en unas sillas con respaldo de tablas y los asientos de paja trenzada. Tomaron dos tazas de café cada uno, huevos, beicon, y unos bollos que estaban ardiendo y que el cocinero había embadurnado con mantequilla.
—Bueno, tendré que correr unos quince kilómetros para quemar todo este atracón de calorías —dijo Michelle, mientras se servía la tercera taza de café.
Él miró el plato vacío.
—Nadie ha dicho que fuera obligatorio comérselo.
—No hacía falta. Estaba delicioso. —Se fijó en que Sean tenía el periódico local entre las manos—. No hay nada sobre Bergin, ¿verdad? Era demasiado tarde.
Dejó el periódico a un lado.
—Sí. —Se envolvió un poco más con el abrigo de sport—. Esta mañana hacía fresquito. Tenía que haber traído ropa de más abrigo.
—¿No comprobaste la latitud, marinero? Estamos en Maine. Puede hacer frío en cualquier momento.
—¿Algún mensaje de nuestro amigo Dobkin?
—En mi móvil, nada. Probablemente sea demasiado temprano. ¿Cuál es el plan? ¿Nos quedamos por aquí?
—Tenemos una cita con Edgar Roy esta mañana. Mi intención es acudir a ella.
—¿Nos dejarán pasar sin Bergin?
—Pues tendremos que descubrirlo.
—¿De verdad quieres meterte en esto? Me refiero a que ¿conocías bien a Bergin?
Sean dobló la servilleta y la dejó en la mesa. Miró alrededor de la sala; solo había otra persona. Un hombre de unos cuarenta y tantos años, vestido todo de tweed, tomándose un té caliente con el dedo meñique estirado formando un ángulo de una elegancia perfecta.
—Cuando abandoné el Servicio, toqué fondo. Bergin fue la primera persona que pensó que todavía me quedaba algo bueno.
—¿Lo conocías de antes? ¿Él sabía lo que había ocurrido?
—La respuesta es no en ambos casos. Me lo encontré por casualidad en Greenberry’s, una cafetería de Charlottesville. Empezamos a hablar. Él fue quien me animó a estudiar Derecho. Es una de las principales razones por las que recuperé mi vida. —Hizo una pausa—. Estoy en deuda con él, Michelle.
—Entonces supongo que yo también.
El acercamiento inicial a Cutter’s Rock les llevó por un camino serpenteante en dirección al océano. La marea estaba alta y durante el trayecto se veían las olas rompiendo contra los afloramientos de roca viscosa. Hicieron un giro brusco hacia la derecha y luego tomaron una curva cerrada hacia la izquierda. A lo largo de unos trescientos metros rodearon una elevación de terreno y vieron la señal de advertencia en una pieza metálica de casi dos metros de ancho colocada en unos postes largos que estaban hundidos en la tierra rocosa. Básicamente decía que uno se aproximaba a un centro federal de máxima seguridad y que si no se llegaba a él con fines legítimos, aquel era el único punto donde dar media vuelta y salir corriendo.
Michelle apretó el acelerador con más ganas, lo cual les acercó a su destino todavía más rápido. Sean le lanzó una mirada.
—¿Te parece divertido?
—Es que siento un hormigueo en…
—¿Hormigueo? Pero ¿qué hormigueo vas a…? —Se contuvo al caer en la cuenta de que hacía relativamente poco tiempo que Michelle había decidido internarse en un centro psiquiátrico para solucionar ciertos problemas personales.
—Vale —dijo. Volvió a mirar hacia delante.
Un paso elevado artificial hecho con asfalto y soportado por montículos de la famosa piedra de Maine les condujo a las instalaciones federales. La puerta de entrada era de acero y estaba vigilada. Presentaba un aspecto lo bastante resistente como para soportar el ataque de una manada de tanques Abrams. En la caseta de los guardias había cuatro hombres armados que parecían no haber sonreído en su vida. En los cinturones llevaban una Glock, esposas, una porra telescópica capaz de machacar cráneos, una Taser, aerosol de gas pimienta y granadas aturdidoras.
Y un silbato.
Michelle miró a Sean mientras dos guardias se les acercaban.
—¿Te apuestas diez pavos a que soy capaz de preguntarle al grandullón si ha hecho sonar el silbato alguna vez para evitar que un psicópata huyera mientras arrasaba con todo?
—Si te atreves a hacer siquiera una broma con estos gorilas, seré yo quien encuentre una pistola para pegarte un tiro.
—Pero si le hiciera esa pregunta, se cabrearía conmigo, no contigo —dijo Michelle con una sonrisa.
—No. Siempre le pegan una paliza al tío. La chica nunca se lleva la peor parte. Y gracias.
—¿Por qué?
—Ahora soy yo quien nota el hormigueo…
El muro del perímetro era de piedra extraída de las canteras locales, de casi cuatro metros de alto con un cilindro de acero inoxidable de poco menos de dos metros en lo alto. Resultaba imposible agarrarse a él y mucho menos saltarlo.
—¿Has visto estos equipamientos en alguna prisión de máxima seguridad? —observó Sean—. Es la tecnología más moderna para que los malos no se muevan de donde están.
—¿Qué me dices de las ventosas? —preguntó Michelle mientras ambos contemplaban la parte superior del muro de metal.
—Gira como la rueda de un hámster. Las ventosas no ayudan a subir. Hacen que te caigas de culo. Y probablemente dispongan de sensores de movimiento.
Su coche fue analizado por un AVIAN, o Sistema Avanzado de Notificación e Interrogatorio de Vehículos, que empleaba sensores sísmicos para captar las ondas de choque que produce un corazón al latir. Un algoritmo de procesamiento de señales avanzado concluyó en menos de tres segundos que no había nadie escondido en el Ford. Luego pasaron una unidad manual móvil de trazas que detectaba explosivos y drogas. Les pasaron la unidad móvil por ellos y a Sean y Michelle los cachearon al viejo estilo, los guardias los interrogaron y comprobaron que sus nombres aparecían en una lista. De forma instintiva, Michelle había empezado a explicarles lo de su arma antes de darse cuenta de que la policía se la había quedado. Luego los soltaron en un sendero estrecho flanqueado por verjas altas para que continuaran su camino. Michelle echó un vistazo por el perímetro.
—Torres de vigilancia cada tres metros —observó—. Con un par de guardias en cada una. —Entrecerró los ojos al mirar hacia el sol—. Parece que uno lleva una AK con cargador ampliado y el otro, un rifle de francotirador de largo alcance con una FLIR incorporada —añadió, refiriéndose a la mira térmica de infrarrojos atornillada al rifle—. Supongo que tienen un subsistema de circuito cerrado de televisión, grabación digital y terabytes de datos almacenados. Y sistemas de detección multizona de intrusión y huida, tecnología de microondas e infrarrojos, lectores biométricos, una red de TIC de alta seguridad insertada en toda la red troncal de fibra óptica, circuitos ininterrumpidos multietapas y un sistema de sustitución energética de lo mejorcito por si se va la luz.
Sean frunció el ceño.
—¿Quieres dejar de hablar como si estuvieras echando una ojeada para dar un golpe? Con todos los dispositivos de los que disponen debemos suponer que nos están observando y escuchando.
Michelle miró hacia atrás y vio que había tres círculos de vallas internas alrededor del edificio de cemento reforzados con acero corrugado que albergaba a los depredadores psicóticos más temidos de América. Cada verja era de tela metálica de casi cinco metros y medio con concertina de seguridad en lo alto. Los últimos dos metros de cada valla estaban inclinados hacia dentro a 45 grados, lo cual hacía que fuera imposible superarla. La verja intermedia tenía una carga eléctrica letal, tal como dejaba bien claro la señal enorme que había al lado. El terreno abierto que quedaba entre cada verja era un campo minado de alambre de espino y púas afiladas que apuntaban hacia arriba desde el suelo, y el brillo del sol le indicaba que había una miríada de cables tendidos para hacer tropezar a quien los pisara por todas partes. Por la noche, el único momento en que alguien se atrevería a intentar escapar de este lugar, los cables resultarían invisibles. Quien osara moriría desangrado antes de llegar a la verja intermedia y luego encima acabaría carbonizado por las molestias. Pero para entonces los guardias de las torres de vigilancia habrían liquidado a quien fuera con unos cuantos disparos en el pecho y la cabeza.
—Esa verja electrificada tiene cinco mil voltios y un amperaje bajo, es más que letal —dijo Michelle en voz baja—. Estoy segura de que hay una viga de hormigón debajo para que nadie pueda excavar. —Hizo una pausa—. Pero hay algo raro.
—¿Qué?
—Las verjas electrificadas se emplean para ahorrar gastos de personal. Y en el mundo de la seguridad de los perímetros de las cárceles, los gastos de personal son básicamente guardias en las torres. Pero de todos modos sigue habiendo dos tiradores en cada torre.
—Supongo que no quieren correr riesgos.
—Es una exageración, al menos para mí.
—¿Qué esperabas? Se da uso a los dólares de nuestros impuestos federales.
Michelle se fijó en un gran despliegue de paneles solares situados en un lateral, situados en el ángulo correcto para captar la máxima cantidad de luz solar.
—Bueno, al menos tienen cierta conciencia ecológica —dijo, señalándoselos a Sean.
Pasaron por tres puertas más y otros tantos puestos de control, aparte de tener que someterse por tres veces al escáner y soportar el mismo número de cacheos, hasta que Michelle dio por supuesto que, en su conjunto, los guardias conocían todas las curvas de su cuerpo mejor que ella. En la entrada al edificio se abrieron unos portales gigantescos mediante un sistema hidráulico que parecían las puertas blindadas de un búnker a prueba de armas nucleares.
—Vale, me parece que este sitio está hecho a prueba de fugas —dijo Michelle con voz impresionada.
—Eso espero.
—¿Crees que saben que Bergin ha sido asesinado? —preguntó ella.
—No me extrañaría.
—O sea que a lo mejor no nos dejan entrar.
—Ya nos han dejado llegar hasta aquí —repuso Sean.
—Sí, y ahora me pregunto por qué.
—¿Estás un poco espesa esta mañana?
—¿Qué?
—Llevo haciéndome esa pregunta desde que nos dejaron pasar por la primera puerta —reconoció nervioso.