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La policía local fue la primera en aparecer. Un único ayudante del sheriff de Washington County con un V8 de fabricación americana abollado pero en buen uso con un despliegue de antenas de comunicación clavadas en el maletero. Salió del coche patrulla con una mano en el arma de servicio y la mirada clavada en Sean y Michelle. Se les acercó con cautela. Le explicaron lo ocurrido y el agente inspeccionó el cadáver, masculló «maldita sea» y pidió refuerzos rápidamente.

Al cabo de un cuarto de hora dos coches patrulla de la policía estatal de Maine del Grupo de Campo J frenaron en seco detrás de ellos. Los agentes, jóvenes, altos y esbeltos, salieron de los vehículos color azul verdoso; sus uniformes azules almidonados parecían brillar como hielo teñido incluso con aquella luz tenue y neblinosa. Se acordonó la escena del crimen y se estableció un perímetro de seguridad. Los agentes entrevistaron a Sean y a Michelle. Uno de ellos fue introduciendo las respuestas en el portátil que sacó del coche patrulla.

Cuando Sean les contó quiénes eran y el porqué de su presencia allí y, lo que es más importante, quién era Ted Bergin y que representaba a Edgar Roy, uno de los policías estatales se alejó y utilizó el micro de mano para, supuestamente, pedir más refuerzos. Mientras esperaban la llegada de estos, Sean preguntó:

—¿Estáis al corriente del caso de Edgar Roy?

—Aquí todo el mundo sabe quién es Edgar Roy —repuso uno de ellos.

—¿Cómo es eso? —preguntó Michelle.

—El FBI llegará lo antes posible —informó otro agente.

—¿El FBI? —se extrañó Sean.

El agente asintió.

—Roy es un prisionero federal. Recibimos instrucciones claras de Washington. Tenemos que llamarles si pasa algo relacionado con él. Es lo que acabo de hacer. Bueno, se lo he dicho al teniente y él va a llamarles.

—¿Dónde está la oficina de campo del FBI más cercana? —preguntó Michelle.

—En Boston.

—¡Boston! Pero si estamos en Maine.

—El FBI no dispone de una oficina permanente en Maine. Todo se gestiona a través de Boston, Massachusetts.

—Boston está lejos. ¿Tenemos que quedarnos hasta que lleguen? Los dos estamos muy cansados.

—Nuestro teniente está en camino. Podéis hablar con él sobre el tema.

El teniente llegó al cabo de veinte minutos y no se mostró muy comprensivo.

—Quedaos ahí sentados —dijo antes de alejarse de ellos para hablar con sus hombres e inspeccionar la escena del crimen.

El Equipo de Análisis de Evidencias apareció al cabo de un par de minutos, preparado para tomar muestras y etiquetarlas. Sean y Michelle se sentaron en el capó del Ford a observar la operación. Bergin fue declarado oficialmente muerto por quien Sean supuso que estaba al mando de la investigación o un médico forense, no recordaba qué sistema se utilizaba en Maine. Por los retazos de conversación que oyeron entre los técnicos y los agentes, llegaron a la conclusión de que la bala seguía alojada en el cráneo del fallecido.

—No hay orificio de salida, probablemente fuera un disparo de contacto, con una bala de pequeño calibre —apuntó Michelle.

—Pero mortal de todos modos —repuso Sean.

—Las heridas de contacto en la cabeza suelen serlo. El cráneo se resquebraja, el tejido cerebral blando queda pulverizado por la onda de energía cinética, se produce una hemorragia masiva seguida del bloqueo de los órganos. Todo ocurre en cuestión de segundos. Muerto.

—Conozco el proceso, gracias —repuso con sequedad.

Mientras estaban ahí sentados vieron que de vez en cuando los miembros del cuerpo de policía de Maine les lanzaban miradas.

—¿Somos sospechosos? —preguntó Michelle.

—Todo el mundo es sospechoso hasta que se demuestre lo contrario.

Al cabo de un rato el teniente volvió a acercarse a ellos.

—El coronel está en camino.

—¿Y quién es el coronel? —preguntó Michelle educadamente.

—El jefe de la policía estatal de Maine, señora.

—Vale, pero ya hemos prestado declaración —dijo Michelle.

—¿O sea que ustedes dos conocían al fallecido?

—Yo le conocía —respondió Sean.

—¿Y le seguían hasta aquí?

—No le estábamos siguiendo. Ya se lo he explicado a sus agentes. Íbamos a reunirnos con él aquí.

—Le agradecería que me explicara la situación, señor.

«Vale, somos sospechosos», pensó Sean.

Le relató las etapas del viaje.

—¿Me están diciendo que no sabían que estaba aquí pero que resulta que fueron los primeros en presentarse en el lugar?

—Eso es —afirmó Sean.

El hombre se echó hacia atrás el sombrero de ala ancha.

—La verdad es que no me gustan las casualidades.

—A mí tampoco —dijo Sean—. Pero a veces se producen. Y por aquí no hay ni muchas casas ni mucha gente. Él se dirigía al mismo sitio que nosotros, por la misma carretera. Y es tarde. Si alguien tenía probabilidades de encontrarle, éramos nosotros.

—O sea que tampoco es tanta casualidad —añadió Michelle.

El hombre no parecía estar escuchando. Se había fijado en el abultamiento de debajo de la chaqueta de Michelle. Se llevó la mano al arma y emitió un silbido en un tono bajo, que hizo que al instante cinco de sus hombres se situaran junto a él.

—Señora, ¿lleva un arma? —preguntó.

Los demás agentes se pusieron tensos. Sean notó en las miradas asustadas de los primeros dos agentes que habían llegado a la escena que recibirían una buena bronca por no haberse percatado de un hecho tan obvio.

—Sí —respondió ella.

—¿Por qué no lo saben mis hombres?

Dedicó una larga mirada a los dos agentes, que se habían puesto blancos como la nieve.

—No han preguntado —repuso Michelle.

El teniente sacó la pistola. Al cabo de un momento Sean y Michelle estaban en el punto de mira de un total de seis pistolas. Todo eran disparos a matar.

—Un momento —dijo Sean—. Tiene permiso. Y no ha disparado el arma.

—Pongan las manos encima de la cabeza, con los dedos entrecruzados. Inmediatamente.

Obedecieron.

A Michelle le quitaron la pistola y se la examinaron y a ambos los cachearon por si llevaban más armas.

—Plena carga, señor —informó uno de los agentes al teniente—. No ha disparado recientemente.

—Sí, bueno, tampoco sabemos cuánto tiempo lleva muerto el hombre. Y no es más que una bala. Basta con recargarla. Muy fácil.

—Yo no le he disparado —aseveró Michelle con firmeza.

—Y si lo hubiéramos hecho, ¿cree que nos habríamos quedado aquí y habríamos llamado a la policía? —añadió Sean.

—No soy quién para decidirlo —replicó el teniente, que pasó la pistola de Michelle a uno de sus hombres—. Ponla en una bolsa y etiquétala.

—Tengo permiso para llevarla —dijo Michelle.

—Enséñemelo. —Michelle se lo tendió y él lo recorrió rápidamente con la mirada antes de devolvérselo—. El permiso o la falta de él no importan si utilizó el arma para disparar a este hombre.

—El difunto tiene un orificio de entrada de pequeño calibre sin herida de salida —explicó Michelle—. Un disparo desde una distancia intermedia habría dejado restos de pólvora en la piel. Aquí es obvio que la pólvora entró en la trayectoria de la herida. Tenía la boca del arma marcada en la piel. Yo diría que es un arma de calibre 22 o quizá 32. Esta última deja una huella de ocho milímetros. Mi arma habría dejado un agujero casi el doble de grande que ese. De hecho, si le hubiera disparado a bocajarro, la bala le habría atravesado el cerebro y el reposacabezas y probablemente habría roto la ventana trasera y continuado más de un kilómetro más allá.

—Conozco las posibilidades del arma, señora —repuso—. Es una H&K de calibre 45, es la que utilizamos en la policía estatal.

—En realidad la mía es una versión mejorada de una de las que sus hombres han usado para apuntarnos.

—¿Mejorada? ¿Cómo?

—Su arma es un modelo antiguo y más básico. Mi H&K es ergonómica y tiene un cargador de diez balas en comparación con el suyo, que es de doce debido al cambio de diseño. Tiene una empuñadura y parte posterior texturizada, con los surcos de los dedos, para que encaje mejor en la mano, lo cual se traduce en un mejor control y manejo del retroceso. Luego tiene un pasador ampliado para ambidiestros, un riel universal Picatinny en vez del riel USP típico de las H&K para accesorios que tienen ustedes. Además dispone de un cañón poligonal con junta tórica. Es capaz de derribar a cualquier bicho viviente, todo en un modelo compacto que pesa poco más de medio kilo. Y lo fabrican al otro lado de la frontera, en New Hampshire.

—Señora, ¿sabe usted mucho de armas?

—Es una gran aficionada —repuso Sean, al ver la mirada de ira creciente en los ojos de su socia ante el tono condescendiente del policía.

—¿Por qué lo dice? —preguntó ella—. ¿Acaso las mujeres no deberíamos saber de armas?

El teniente sonrió de repente, se quitó el sombrero y se pasó la mano por el pelo rubio.

—Pues la verdad es que en esta zona de Maine prácticamente todo el mundo sabe usar un arma. De hecho, mi hermana pequeña siempre ha sido mejor tiradora que yo.

—Pues ya ve —dijo Michelle, cuya ira se fue aplacando gracias a la sinceridad del agente—. Y ya puede buscarme residuos de pólvora en las manos. No encontrará nada.

—Podría haber llevado guantes —señaló él.

—Podría haber hecho muchas cosas. ¿Quiere hacer la prueba de la pólvora o no?

El teniente hizo una señal a uno de los técnicos, que realizó la prueba tanto a Michelle como a Sean e hizo el análisis ahí mismo.

—Limpios —dijo.

—Vaya, ¿qué le parece?

—¿Ustedes dos dicen ser investigadores privados? —preguntó el teniente.

Sean asintió.

—Bergin nos contrató para ayudar en el caso de Edgar Roy.

—¿Ayudar a qué? No hay duda de su culpabilidad.

—Igual que dijo antes, nosotros no somos quiénes para decidirlo —repuso Sean.

—¿Tienen permiso para ejercer en Maine?

—Hemos hecho el papeleo y pagado la cuota —dijo Sean—. Estamos esperando la respuesta.

—¿Eso es un «no»? ¿No tienen permiso?

—Bueno, todavía no hemos realizado ninguna labor de investigación. Nos acabábamos de enterar del encargo. Hicimos los trámites lo más rápido posible. Las jurisdicciones en las que tenemos permiso tienen convenios con Maine. Es una mera formalidad. Conseguiremos la autorización.

—Las personas que quieren ejercer de investigadores privados necesitan unos antecedentes especiales. ¿Cuál es el suyo? ¿El ejército? ¿Los cuerpos de seguridad?

—El Servicio Secreto de Estados Unidos —informó Sean.

El teniente miró a Sean y luego a Michelle con un nivel de respeto renovado. Sus hombres hicieron lo mismo.

—¿Los dos?

Sean asintió.

—¿Alguna vez han protegido al presidente?

—Sean sí —declaró Michelle—. Yo nunca llegué a estar en la Casa Blanca antes de dejar el Servicio.

—¿Por qué lo dejó?

Sean y Michelle intercambiaron una rápida mirada.

—Se hartó —dijo Sean—. Quería hacer algo distinto.

—Lo entiendo.

Al cabo de tres cuartos de hora llegó otro coche. El teniente le echó un vistazo.

—Es el coronel Mayhew. Debe de haber pisado a fondo el acelerador porque creo que esta noche estaba cerca de Skowhegan.

Se apresuró a ir a saludar a su comandante en jefe. El coronel era alto y ancho de espaldas. Aunque rondaba los cincuenta y cinco años, se conservaba bien. Tenía una mirada tranquila pero alerta y unos modales enérgicos y eficientes. Sean pensó que parecía un póster inspirado en Hollywood para reclutar policías.

Fue puesto al corriente de la situación, echó un vistazo al cadáver y se les acercó. Después de las presentaciones, Mayhew preguntó:

—¿Cuándo tuvieron contacto con el señor Bergin por última vez?

—Hoy hace unas horas, a eso de las cinco y media de la tarde. Un poco antes de que subiéramos al avión.

—¿Qué dijo?

—Que se reuniría con nosotros en el hostal donde nos alojamos.

—¿Y dónde es?

—Martha’s Inn cerca de Machias.

El coronel asintió con expresión satisfecha.

—Es cómodo y se come bien.

—Está bien saberlo —dijo Michelle.

—¿Algo más de Bergin? ¿Mensajes de correo electrónico? ¿SMS?

—Nada. Lo he comprobado antes de subir al avión. Y después de aterrizar. Le llamé a eso de las nueve de la noche pero no respondió. Me salió el contestador automático y le dejé un mensaje. ¿Se sabe cuánto tiempo lleva muerto?

El coronel no respondió a la pregunta.

—¿Han visto algún otro coche?

—Ni uno aparte del de Bergin —dijo Sean—. Es un tramo de carretera muy solitario. Y no vimos ningún indicio de otro coche que hubiera parado junto al de él, aunque probablemente no habría dejado rastro a no ser que perdiera algo de líquido.

—¿O sea que no tienen ni idea de adónde iba esta noche?

—Bueno, supongo que iba a reunirse con nosotros en Martha’s Inn.

—¿Saben dónde se alojaba Bergin? ¿En Martha’s?

—No, según parece no quedaban habitaciones libres. —Sean hurgó en los bolsillos y sacó el bloc de notas. Pasó algunas páginas—. Gray’s Lodge. Ahí es donde se alojaba.

—Ya, también lo conozco. Está más cerca de Eastport. No está tan bien como Martha’s Inn.

—Supongo que viaja mucho —comentó Michelle.

—Pues sí —repuso el coronel, impasible. Lanzó una mirada al coche—. Lo que pasa es que si Bergin hubiera venido desde Eastport, el coche habría estado en la dirección contraria. Ustedes venían del suroeste. Eastport está al norte y al este. Y nunca habría llegado hasta aquí. El desvío para Martha’s Inn está ocho kilómetros más allá.

Sean miró hacia el vehículo y luego al coronel.

—No sé qué decirle. Así es como le encontramos. El coche apuntaba en la misma dirección que nosotros.

—Complicado —dijo el agente de la ley.

Sean desvió la mirada cuando un Escalade negro frenó derrapando y cuatro personas con los cortavientos del FBI saltaron literalmente del vehículo. La fauna de Boston acababa de llegar.

«Y esto está a punto de complicarse mucho más», pensó.