Como Michelle pisó el acelerador a fondo como era habitual en ella, el Ford circuló por la Interestatal 95 y dejó atrás las ciudades de Yarmouth y Brunswick y se dirigió a Augusta, la capital del estado. En cuanto pasaron Augusta y fueron en dirección a la siguiente ciudad, Bangor, Michelle empezó a observar la zona. La autopista estaba flanqueada por árboles frondosos de hoja perenne. La luna llena otorgaba al bosque una pátina plateada que a Michelle le recordó el papel de cera encima de las hortalizas de una ensalada. Pasaron junto a una señal que alertaba de la posibilidad de alces en medio de la carretera.
—¡Alces! —exclamó al tiempo que miraba a Sean.
Él no abrió los ojos.
—Es el animal característico del estado de Maine. Mejor que no choques contra uno. Pesan más que este Ford. Y tienen muy mal genio. Te matan a las primeras de cambio.
—¿Cómo lo sabes? ¿Te has topado con alguno alguna vez?
—No, pero soy un gran fan de Animal Planet.
El viaje continuó una hora más. Michelle no paraba de escudriñar la zona, de izquierda a derecha y viceversa, como un radar humano. Era una costumbre tan arraigada en ella que incluso después de llevar mucho tiempo fuera del Servicio Secreto era incapaz de quitársela. Pero como detective privado quizá fuera mejor que no se la quitara. Mujer prevenida vale por dos. Y ser previsora nunca estaba de más, sobre todo si alguien te intenta matar, lo cual parecía bastante habitual en su caso y en el de Sean.
—Aquí hay algo raro —dijo Michelle.
Sean abrió los ojos.
—¿A qué te refieres? —preguntó, escudriñando él también el entorno.
—Estamos en la Interestatal 95. Discurre desde Florida hasta Maine. Un trecho de asfalto bastante largo. Una importante ruta comercial. La vía principal para los turistas que visitan la Costa Este.
—Sí, ¿y qué?
—Pues que somos el único coche en cualquiera de los dos sentidos y llevamos así por lo menos desde hace media hora. ¿Qué pasa? ¿Ha habido una guerra nuclear y no nos hemos enterado? —Pulsó el botón de búsqueda de emisoras en la radio—. Necesito noticias. Necesito civilización. Necesito saber que no somos los únicos supervivientes.
—¿Quieres hacer el favor de tranquilizarte? Esta zona es muy aislada. Dentro y fuera de la interestatal. Comprende un territorio muy grande pero poco habitado. La mayoría de la población se concentra cerca de la costa, en Portland, que ya hemos dejado atrás. El resto del estado es muy grande pero la densidad de población es muy baja. Imagínate, Aroostook County es mayor que Rhode Island y Connecticut juntos. De hecho, Maine es tan grande como el resto de los estados de Nueva Inglaterra juntos. Y en cuanto pasemos Bangor y sigamos hacia el norte, estará incluso más deshabitado. La interestatal acaba cerca de la localidad de Houlton. Luego hay que ir por la Ruta I el resto del trayecto en dirección al extremo septentrional de la frontera canadiense.
—¿Qué hay allí arriba?
—Lugares como Presque Isle, Fort Kent y Madawaska.
—¿Y alces?
—Supongo. Menos mal que no vamos allí, está muy lejos.
—¿No podíamos haber ido en avión hasta Bangor? Hay aeropuerto, ¿no? ¿O a Augusta?
—No hay vuelos directos. La mayoría de los vuelos disponibles hacía dos o tres escalas. Uno nos llevaba hasta Orlando, en el sur, antes de dirigirse al norte. Podríamos haber cogido el avión hasta Baltimore, pero tendríamos que haber cambiado de avión en LaGuardia, lo cual siempre es arriesgado. Y de todos modos tendríamos que haber conducido a Baltimore y la 95 puede llegar a ser una pesadilla. Así es más rápido y seguro.
—Eres una mina de información. ¿Has estado muchas veces en Maine?
—Uno de los expresidentes que protegí tenía una residencia de verano aquí arriba.
—¿La de Bush padre en Walker’s Point?
—Eso mismo.
—Pero eso está en la costa sur de Maine. Kennebunkport. Lo sobrevolamos al aproximarnos a Portland.
—Es una zona muy bonita. Seguíamos a Bush en el barco de caza. Nunca lográbamos darle alcance. Qué valor el suyo. Tiene más de ochocientos C. V. distribuidos en tres fuera borda Mercury en un barco de diez metros de eslora llamado Fidelity III. Al hombre le gustaba ir a toda velocidad por el Atlántico con el mar embravecido. Yo iba en una Zodiac de caza intentando seguirle el ritmo. Es la única vez que he vomitado estando de servicio.
—Pero esa zona no es tan aislada como esta —apuntó Michelle.
—No, ahí abajo hay mucha más humanidad. —Consultó la hora—. Y es tarde. La mayoría de la gente de esta zona se levanta al amanecer para ir a trabajar. O sea que probablemente ya estén en la cama. —Bostezó—. Donde me gustaría estar a mí.
Michelle comprobó el GPS.
—Cerca de Bangor saldremos de la interestatal e iremos hacia el este en dirección a la costa.
Sean asintió.
—Entre los pueblos de Machias e Eastport. Junto al mar. Hay muchas carreteras secundarias. No es fácil llegar a ellas, lo cual tiene su lógica puesto que no es fácil orientarse si un maniaco homicida consigue escapar.
—¿Alguien ha escapado alguna vez de Cutter’s Rock?
—No, que yo sepa. Y si lo consiguieran tendrían dos opciones: naturaleza en estado salvaje o las aguas gélidas del golfo de Maine. Ninguna de las dos posibilidades resulta apetitosa. Y los habitantes de Maine son gente dura. Probablemente, ni siquiera los maniacos homicidas quieran contrariarles.
—Entonces ¿esta noche vamos a ver a Bergin?
—Sí. En el hostal donde nos alojamos. —Sean consultó su reloj—. Dentro de dos horas y media aproximadamente. Y mañana a las diez vemos a Roy.
—¿De qué dijiste que conocías a Bergin?
—Lo tuve de profesor de Derecho en la Universidad de Virginia. Un gran tipo. Ejerció en el ámbito privado antes de dedicarse a la docencia. Unos años después de que me licenciara, volvió a abrir un bufete. Abogado defensor, claro. Tiene el bufete en Charlottesville.
—¿Cómo ha acabado representando a un psicópata como Edgar Roy?
—Está especializado en casos perdidos, supongo. Pero es un abogado de primera clase. No sé qué relación tiene con Roy. Supongo que eso también nos lo contará.
—Y nunca has llegado a darme detalles de por qué Bergin nos ha contratado.
—No di detalles porque no lo tengo muy claro. Me llamó, dijo que estaba haciendo avances en el caso de Roy y que necesitaba que gente de confianza realizara ciertas investigaciones para llevar el caso a juicio.
—¿Qué tipo de avance? Que yo sepa, están esperando que recupere la cordura para condenarlo y ejecutarlo.
—No pretendo comprender cuál es la teoría de Bergin. No quiso hablar de ello por teléfono.
Michelle se encogió de hombros.
—Supongo que falta poco para que nos enteremos.
Salieron de la interestatal y Michelle dirigió el Ford hacia el este por unas carreteras en mal estado y azotadas por el viento. A medida que se aproximaban al océano, un olor salobre invadía el coche.
—Huele a pescado, mi preferido —dijo ella con sarcasmo.
—Pues ve acostumbrándote; es el olor típico de la zona.
Calculó que estaban a media hora de su destino por una carretera especialmente solitaria cuando los faros de otro vehículo rasgaron la oscuridad plateada de la noche. Pero resultó que no estaba en la carretera, sino en el arcén. Michelle redujo la velocidad de inmediato mientras Sean bajaba la ventanilla para averiguar de qué se trataba.
—Luces de emergencia —dijo—. Será una avería.
—¿Deberíamos parar?
—Supongo —contestó Sean tras reflexionar un instante—. Aquí quizá ni siquiera haya cobertura para el móvil. —Sacó la cabeza por la ventanilla—. Es un Buick. Dudo que alguien use un Buick para atraer a conductores desprevenidos y tenderles una trampa.
Michelle se palpó la pistolera.
—No creo que pueda considerársenos conductores desprevenidos —dijo. Redujo la velocidad del Ford y se detuvo detrás del otro coche. Las luces de emergencia parpadeaban de forma intermitente sin parar. En la inmensidad de la zona costera de Maine, parecía un pequeño incendio que iba a trompicones—. Hay alguien en el asiento del conductor —observó, y paró el motor—. Es la única persona que veo.
—Entonces quizá le inquiete nuestra presencia. Saldré a tranquilizar a quien sea.
—Yo te cubro las espaldas por si hay alguien escondido dentro del coche y no tienen ganas de que los ayudemos.
Sean se apeó y se acercó al coche lentamente por el lado del acompañante. Sus pasos hicieron rechinar la gravilla suelta del arcén. Su aliento formaba nubes de vaho. Oyó el grito de un animal procedente de algún lugar entre los árboles y se preguntó por un instante si se trataría de un alce, pero no le apetecía averiguarlo personalmente.
—¿Necesita ayuda? —dijo en voz alta.
Las luces de emergencia seguían parpadeando. No hubo respuesta.
Bajó la mirada al móvil que sujetaba en la mano. Él sí tenía cobertura.
—¿Ha tenido una avería? ¿Quiere que llamemos a la grúa?
Nada. Llegó al coche y dio un toque en la ventanilla.
—¿Hola? ¿Está bien? —Vio la silueta del conductor a través de la ventanilla. Era un hombre—. Señor, ¿está bien?
El tipo siguió sin moverse.
Lo siguiente que se le ocurrió a Sean fue que se trataba de una emergencia médica. Tal vez un ataque al corazón. Una neblina marina velaba la luz de la luna. El interior del coche estaba tan oscuro que resultaba imposible distinguir los detalles. Oyó que se abría la puerta de un coche y se volvió. Michelle estaba bajando de su vehículo con la mano en la culata del arma. Le dirigió una mirada interrogativa.
—Creo que el hombre ha sufrido alguna clase de ataque —dijo Sean.
Michelle asintió y avanzó sobre el asfalto.
Sean rodeó el vehículo y dio unos golpecitos en la ventanilla del conductor. Debido a la oscuridad, no veía más que una silueta. Las luces de emergencia proyectaban un momentáneo resplandor rojizo en el habitáculo y volvían a oscurecerse, como si el motor se calentara en un momento dado y se enfriara a continuación. Pero a Sean no le sirvió de gran ayuda ver el interior del coche. No hizo más que complicar aún más las cosas. Volvió a dar un golpecito en la ventanilla.
—Señor, ¿se encuentra bien?
Intentó abrir la puerta. El seguro no estaba puesto y se abrió. El hombre se cayó de lado, sujeto al coche por el cinturón de seguridad. Sean sujetó al hombre por el hombro y lo enderezó mientras Michelle acudía corriendo.
—¿Un infarto? —preguntó ella.
Sean miró la cara del hombre.
—No —repuso con firmeza.
—¿Cómo lo sabes?
Utilizó la luz del móvil para iluminar la herida de bala que el hombre tenía entre las pupilas. En el interior del coche había sangre y materia gris del cerebro por todas partes.
Michelle se acercó más.
—Herida de contacto. Se nota la boca de la pistola y la marca de la mira en la piel. Me parece que no ha sido un alce.
Sean no dijo nada.
—Mira a ver si lleva un documento de identidad en la cartera.
—No hace falta.
—¿Por qué no? —preguntó ella.
—Porque lo conozco —repuso Sean.
—¿Cómo? ¿Quién es?
—Ted Bergin. Mi viejo profesor y el abogado de Edgar Roy.