El pequeño jet entró en contacto con la pista en Portland, Maine, con cierta violencia. Se elevó en el aire y volvió a golpear aún más fuerte que antes. Hasta el joven piloto debía de estar preguntándose si sería capaz de mantener el jet de veinticinco toneladas en la pista. Como intentaba salir airoso en una tormenta, había realizado el acercamiento siguiendo una trayectoria más empinada y a una velocidad mayor de la que recomendaba el manual de la aerolínea. La cizalladura del viento que recortaba el borde del frente frío había hecho que las alas del jet se balancearan hacia delante y hacia atrás. El copiloto había advertido a los pasajeros que el aterrizaje sería accidentado e incómodo.
No se había equivocado.
Las ruedas traseras del aparato se posaron sobre la pista y se mantuvieron allí al cabo de pocos segundos. Las cuatro docenas de pasajeros se aferraban a los reposabrazos con fuerza y pronunciaban en silencio unas cuantas plegarias e incluso echaban mano de las bolsas para vomitar situadas en el respaldo del asiento que tenían delante. Cuando los frenos de las ruedas y los propulsores inversos entraron en acción y el avión redujo la velocidad de forma considerable, la mayoría de los ocupantes exhaló un suspiro de alivio.
Sin embargo, un hombre se despertó justo cuando el aparato pasaba de la pista de aterrizaje a la de rodaje en dirección a la pequeña terminal. La mujer alta y morena que estaba sentada muy tranquila a su lado miraba despreocupadamente por la ventanilla, como si la aproximación turbulenta y el subsiguiente aterrizaje accidentado no le hubiera afectado para nada.
Cuando hubieron llegado a la puerta y el piloto cerró los turboventiladores dobles de GE, Sean King y Michelle Maxwell se levantaron y cogieron su equipaje de los compartimentos superiores. Mientras recorrían el estrecho pasillo junto con el resto de los pasajeros que abandonaban el avión, una mujer que iba detrás de ellos y estaba muy nerviosa dijo:
—Cielos, menudo aterrizaje más complicado.
Sean la miró, bostezó y se frotó el cuello.
—¿Ah, sí?
La mujer pareció sorprenderse y miró a Michelle.
—¿Está de broma?
—Cuando has viajado en asientos plegables en la panza de un C-17 a altitudes bajas, en plena tormenta y haciendo caídas en vertical de mil pies cada diez segundos, con cuatro vehículos blindados encadenados a tu lado y preguntándote si alguno iba a soltarse y chocar contra el lateral del fuselaje y llevarte con él, este aterrizaje resulta de lo más normalito.
—¿Y por qué hacer tal cosa? —dijo la mujer con ojos como platos.
—Me lo pregunto todos los días —repuso Sean en tono irónico.
Tanto él como Michelle llevaban la ropa, los artículos de tocador y otras pertenencias esenciales en el equipaje de mano. Pero tenían que pasar por la zona de recogida de equipajes para recuperar un maletín herméticamente cerrado de unos cincuenta centímetros de largo y laterales rígidos. Pertenecía a Michelle, que lo cogió de inmediato.
Sean la miró con expresión divertida.
—Eres la reina de la maleta facturada más pequeña de todos los tiempos.
—Hasta que dejen embarcar a personas responsables con armas cargadas en los aviones tendré que hacerlo así. Ve a buscar el coche de alquiler. Enseguida salgo.
—¿Tienes licencia para llevarla aquí?
—Esperemos que no sea necesario averiguarlo.
Sean palideció.
—Estás de broma, ¿no?
—Maine tiene una ley de transporte abierta. Siempre y cuando resulte visible, puedo llevarla sin permiso.
—Pero la pondrás en una pistolera. O sea que estará oculta. De hecho, ahora mismo está oculta.
Ella abrió la cartera y le enseñó una tarjeta.
—Motivo por el que cuento con un permiso de armas ocultas para no residentes válido en el gran estado de Maine.
—¿Cómo te lo has montado? Nos enteramos de este caso hace apenas unos días. Es imposible conseguir un permiso tan rápido. Lo comprobé. Exigen mucho papeleo y el plazo de respuesta es de sesenta días.
—Mi padre es buen amigo del gobernador. Lo llamé y él llamó al gobernador.
—Muy bonito.
Michelle fue al baño de señoras, entró en un compartimento, abrió el maletín cerrado y cargó rápidamente la pistola. Enfundó el arma y salió al parking cubierto adyacente a la terminal donde se encontraban las empresas de alquiler de vehículos. Se reunió allí con Sean y cumplimentaron los impresos para el coche que necesitaban para la siguiente etapa de su viaje. Michelle enseñó también su carné de conducir, puesto que sería quien iría al volante la mayor parte del tiempo. No es que a Sean no le gustara conducir sino que Michelle estaba demasiado obsesionada con el control para permitírselo.
—Café —dijo—. Hay una cafetería en la terminal.
—Ya te has tomado una taza gigantesca durante el vuelo.
—Eso fue hace mucho. Y vamos a tener que conducir un buen rato hasta llegar a nuestro destino. Necesito un chute de cafeína.
—Yo he dormido. Déjame conducir.
Michelle le quitó las llaves de la mano.
—Ni lo sueñes.
—Oye, yo he conducido a la Bestia, ¿recuerdas? —dijo él, refiriéndose a la limusina presidencial.
Michelle echó un vistazo a la etiqueta del coche de alquiler.
—En ese caso el Ford Hybrid que has reservado será un aburrimiento. Probablemente tarde un día en ponerlo a cien por hora. Te ahorraré el dolor y la humillación.
Se agenció otro café solo extragrande. Sean se compró un dónut y se sentó en el asiento del acompañante a comérselo. Se sacudió las manos y echó hacia atrás el asiento al máximo para acomodar sus casi dos metros de estatura. Acabó poniendo los pies encima del salpicadero.
Cuando se dio cuenta, Michelle le hizo un comentario.
—Ahí está el airbag. En caso de accidente tus pies saldrán disparados por la ventanilla y acabará amputándotelos.
Sean la miró con el ceño fruncido.
—Pues entonces procura no tener un accidente.
—No puedo controlar a los demás conductores.
—Bueno, has insistido en conducir, así que haz todo lo posible por salvaguardar mi integridad física.
—De acuerdo, jefe —dijo Michelle en tono irónico y, tras conducir un kilómetro en silencio, añadió—: Parecemos un matrimonio de viejos cascarrabias.
Sean volvió la mirada hacia ella.
—No somos viejos y no estamos casados. A no ser que me haya perdido algo.
Tras vacilar un instante, Michelle dijo:
—¿Olvidas que nos hemos acostado juntos?
Sean se dispuso a responder pero pareció pensárselo dos veces. Lo que intentó decir entonces sonó más como un gruñido.
—Eso hace que cambie la situación —agregó ella.
—¿Por qué?
—Ya no es solo una empresa. Es algo personal. Hemos traspasado una línea.
Él se sentó bien erguido y apartó los pies del peligroso airbag.
—¿Y ahora te arrepientes? Tú fuiste quien dio el primer paso. Te desnudaste delante de mí.
—No he dicho que me arrepienta de nada.
—Ni yo. Pasó porque está claro que los dos queríamos que pasara.
—Vale. ¿Y en qué situación nos deja eso?
Sean se retrepó en el asiento y se puso a mirar por la ventanilla.
—No estoy seguro —dijo.
—Fantástico, justo lo que quería oír.
Él la miró y advirtió la tensa expresión de su rostro.
—El mero hecho de no estar seguro de cómo actuar ante todo esto no reduce ni trivializa lo que sucedió entre nosotros —dijo—. Es complicado.
—Ya, complicado. Con vosotros los hombres siempre pasa lo mismo.
—Vale, pues si para las mujeres es tan sencillo, dime qué deberíamos hacer. —Al ver que ella no respondía, añadió—: ¿Deberíamos ir corriendo a buscar un cura y oficializar lo nuestro?
Michelle lo fulminó con la mirada y el extremo delantero del Ford viró ligeramente.
—¿Hablas en serio? ¿Eso es lo que quieres?
—Estoy dando ideas, puesto que parece que a ti no se te ocurre nada.
—¿Quieres casarte?
—¿Y tú?
—Eso cambiaría las cosas.
—Oh, sí, seguro.
—A lo mejor tendríamos que tomárnoslo con más calma.
—A lo mejor.
Ella dio un golpecito en el volante.
—Siento haberme puesto en este plan —dijo.
—Olvídalo. Ahora que ya le hemos conseguido una buena familia a Gabriel, también ha supuesto un gran cambio. Ahora lo mejor es tomárnoslo con calma. Si nos precipitamos, quizá cometamos un grave error.
Gabriel era un muchacho de once años de Alabama cuya custodia habían tenido Sean y Michelle de forma temporal después de que su madre fuera asesinada. En la actualidad vivía con una familia cuyo padre era un agente del FBI que conocían. La pareja estaba tramitando la adopción oficial de Gabriel.
—Vale —repuso ella.
—Y ahora tenemos un trabajo. Centrémonos en eso.
—¿O sea que esas son tus prioridades? ¿El trabajo por delante de la vida privada?
—No necesariamente pero, como bien has dicho, tenemos un largo viaje por delante. Y quiero pensar en el motivo por el que nos dirigimos al único centro federal de máxima seguridad para enfermos mentales criminales del país, para reunirnos con un tipo cuya vida pende claramente de un hilo.
—Vamos allí porque tú y su abogado os conocéis desde hace tiempo.
—Esa parte ya la tengo clara. ¿Has leído mucho sobre Edgar Roy?
Michelle asintió.
—Empleado del gobierno que vivía solo en una zona rural de Virginia. Su vida era bastante normal hasta que la policía descubrió que tenía los restos de seis personas enterrados en el granero. Entonces su vida pasó a ser cualquier cosa menos normal. Las pruebas me parecen abrumadoras.
Sean asintió.
—Encontraron a Roy en el granero, pala en mano, con los pantalones llenos de tierra y con los restos de seis cadáveres enterrados en un agujero al que supuestamente estaba dando los últimos toques.
—Es un poco difícil plantarle cara a eso en un juicio —afirmó Michelle.
—Lástima que Roy no sea político.
—¿Por qué?
Sean sonrió.
—Si fuera político podría revertir la historia y decir que estaba sacándolos del agujero para salvarlos pero que era demasiado tarde porque ya estaban muertos. Y ahora lo enjuician por ser un buen samaritano.
—O sea que lo detuvieron pero no pasó la evaluación de competencia mental y lo mandaron a Cutter’s Rock. —Michelle hizo una pausa—. Pero ¿por qué Maine? ¿En Virginia no había centros para él?
—Por algún motivo era un caso federal. Por eso intervino el FBI. Cuando llega la prisión preventiva, los federales son quienes deciden el destino. Algunas prisiones federales de máxima seguridad tienen alas psiquiátricas, pero se decidió que Roy necesitaba algo más que eso. St. Elizabeth en Washington D. C. se trasladó para construir una nueva sede para el Departamento de Seguridad Interior, y su nueva ubicación no se consideró lo bastante segura. Así pues Cutter’s Rock era la única opción que quedaba.
—¿Por qué tiene ese nombre tan raro?
—Es rocoso y un «cúter» es un tipo de barco. Al fin y al cabo, Maine es un estado marinero.
—Se me olvidó que te va eso de la náutica. —Encendió la radio y la calefacción y se estremeció—. Cielos, qué frío hace, y eso que todavía no ha llegado el invierno —dijo malhumorada.
—Esto es Maine. Puede hacer frío en cualquier momento del año. Fíjate en la latitud.
—Cuántas cosas aprende una si pasa encerrada un largo periodo de tiempo.
—Ahora sí que parecemos un matrimonio de viejos. —Abrió su conducto de ventilación al máximo, se subió la cremallera del cortavientos y cerró los ojos.