12

Familia

El sendero de grava se iba volviendo cada vez más inclinado, y no habría podido saber que iba por el camino correcto de no ser por el balido de las cabras.

Detrás de una curva vi la casita enclavada a un lado de los acantilados. La cubrían tantas enredaderas y matorrales que, de no ser por el humo que salía de la chimenea, ni siquiera me habría dado cuenta de que estaba allí.

El campo donde pastaban las cabras estaba en una especie de meseta por encima del resto del acantilado, y lo rodeaba una valla de madera. La lana de las cabras era larga y tenía un color blanco deslucido que el cielo nublado y la fría bruma en el aire no ayudaban a destacar; incluso las hojas otoñales que cubrían el prado de la casa de Finn, doradas y rojizas, parecían faltas de vigor.

Había llegado hasta allí pero no sabía qué hacer, así que me abracé y tragué saliva. ¿Debía llamar a la puerta? ¿Acaso tenía al go que decirle? Él se había marchado; había tomado una decisión y yo lo sabía bien.

Miré hacia atrás, al palacio, y traté de evaluar si sería mejor regresar sin haberme encontrado con él. De pronto, la voz de una mujer interrumpió mis pensamientos; el sonido provenía de la casita de Finn.

—Ya os he dado de comer —les dijo la mujer a las cabras.

Iba caminando por el prado, procedente del pequeño establo situado en el extremo del campo. Su viejo vestido se arrastraba por el suelo y tenía el dobladillo sucio. Sobre los hombros llevaba una capa oscura, y el cabello recogido en dos apretados moños. Las cabras se apiñaban a su alrededor, suplicándole un bocado, y mantenían a la mujer demasiado distraída empujándolas como para que se hubiera dado cuenta de mi presencia de inmediato.

Sin embargo, cuando finalmente me vio, hizo sus pasos más lentos hasta casi detenerse. Sus ojos eran tan negros como los de Finn, y aunque era bastante bella, su rostro reflejaba un cansancio mayor al que hubiera visto en cualquier otra persona de Förening. No podía tener más de cuarenta años, pero su piel mostraba la apariencia bronceada y desgastada como consecuencia de toda una vida de trabajo duro.

—¿Te puedo ayudar en algo? —me preguntó mientras apretaba el paso para llegar hasta mí.

—Mmm… —Me abracé con más fuerza y me volví hacia el sendero—. No creo.

Abrió la valla, haciendo un sonido con la garganta para que las cabras retrocedieran; salió, se detuvo a unos metros de mí y me miró con una ligera desaprobación. Luego se limpió las manos en el vestido para librarse de alguna suciedad de los animales.

Asintió con la cabeza y resopló.

—Hace frío aquí —dijo—. ¿Por qué no entras?

—Gracias, pero… —comencé a darle un pretexto para no hacerlo, pero me interrumpió.

—Creo que deberías pasar.

Se dio la vuelta y empezó a caminar hacia la casa. Me quedé atrás un momento, debatiéndome entre seguirla o salir huyendo, pero entró en la casa y dejó la puerta abierta; del interior salió un aire tibio con un delicioso aroma a estofado de verduras, un guiso reconfortante, casero y apetecible como pocas veces me resultaba la comida.

Cuando entré en la casa, ya había colgado la capa y estaba cerca de la enorme estufa de leños con forma redondeada que se encontraba en una esquina. En el fuego reposaba una olla negra en la que hervía el maravilloso estofado que la mujer removió con un cucharón de madera.

La casita parecía tan pintoresca y humilde como esperaba que fuera el hogar de un trol. Me recordaba a la cabaña de los siete enanitos de Blancanieves; el suelo era de tierra y estaba cubierto por una capa negra y lisa, producto del desgaste.

En el centro de la cocina se hallaba una robusta mesa de madera llena de marcas. En una esquina había una escoba, y en el alféizar de cada una de las pequeñas ventanas redondas descansaba un cajón con flores. Como las del jardín del palacio, estas también se abrían con brillantes colores rosa y morado, a pesar de que la temporada había quedado atrás.

—¿Te vas a quedar a cenar? —me preguntó mientras rociaba el estofado con algo.

—¿Disculpe? —pregunté, sorprendida por su invitación.

—Necesito saberlo. —Se volvió para mirarme y se limpió las manos en el vestido para retirar el polvo de las especias—. Si voy a tener que alimentar otra boca, tendré que preparar más pan.

—Oh, no, estoy bien. —Negué con la cabeza en cuanto entendí que no se trataba de una invitación. El estómago me chillaba de hambre, pero aquella mujer temía que abusara de su cena y su familia—. Pero gracias de todas maneras.

—Entonces ¿qué es lo que quieres? —La vi poner sus manos en la cadera y noté que tenía la misma mirada oscura y severa que Finn mostraba cuando estaba enfadado.

—¿Cómo? Usted… —tartamudeé ante la brutal franqueza de su pregunta—. Usted me ha invitado a pasar.

—Estabas acechando ahí fuera; sé que quieres algo. —Cogió un trapo del cuenco de metal que usaban como fregadero y comenzó a limpiar la mesa a pesar de que no se veía sucia—. Prefería que pasaras y tratáramos el asunto para acabar cuanto antes.

—¿Usted sabe quién soy? —le pregunté con cautela.

No pretendía mostrar superioridad, pero no entendí por qué la mujer reaccionaba de aquella forma. Aunque supiera que yo era la princesa, no tenía razón para ser tan cortante.

—Por supuesto que sé quién eres —contestó—. Y supongo que tú también sabes quién soy yo.

—¿Quién es usted? —le pregunté, a pesar de que ya lo sabía.

—Soy Annali Holmes, humilde servidora de la reina. —Dejó de limpiar la mesa para poder lanzarme una mirada de desprecio—. Soy la madre de Finn, y si has venido a verlo, déjame decirte que no está aquí.

De no haber estado tan confundida por la forma en que me estaba tratando, el corazón se me habría detenido. Sentí que me acusaba de algo, pero ni siquiera sabía de qué.

—Yo, yo no… —dije tartamudeando—. He salido a dar un paseo porque necesitaba aire fresco. No tenía ninguna intención concreta.

—Nunca la tienes —dijo Annali con una parca sonrisa.

—Usted acaba de conocerme.

—Es posible —asintió—. Pero conocí a tu madre muy bien. —Se volvió y puso la mano en el respaldo de una de las sillas del comedor—. Y también conozco a mi hijo.

Entendí demasiado tarde de dónde provenía su ira: años atrás, su esposo y mi madre habían tenido un amorío; Annali estaba enterada de ello, y lo estaba pagando conmigo. No sabía cómo no me había dado cuenta antes.

Allí estaba yo, fastidiando la vida de su hijo después de que mi madre casi hubiera arruinado la suya. Tragué saliva y me percaté de que no debería haber ido: ya había molestado a Finn y herido a su familia lo suficiente.

—¡Mamá! —gritó una niña desde uno de los cuartos de la casa. Annali recobró la compostura de inmediato y sonrió forzadamente.

Entró en la cocina una pequeña de unos doce años que traía consigo un maltratado libro de texto; llevaba varias capas de ropa que incluían un vestido viejo y un jersey de lana, y parecía desabrigada y aterida de frío a pesar del calor de la casa. Su cabello era un amasijo oscuro muy parecido al que yo misma había lucido toda la vida, y en la mejilla tenía una mancha de mugre.

La niña se quedó boquiabierta cuando me vio.

—¡Es la princesa! —dijo entrecortadamente.

—Sí, Ember, ya sé quién es —dijo Annali con toda la dulzura de que fue capaz.

—Lo siento mucho, se me han olvidado los buenos modales. —Ember arrojó el libro a la mesa e hizo una ágil y profunda reverencia.

—Ember, no tienes que hacer eso, al menos no aquí en nuestra casa —la reprendió Annali con tono de molestia.

—Tu madre tiene razón. Además, me siento bastante tonta cuando la gente hace eso —añadí.

Annali me miró con el rabillo del ojo, y por alguna razón, creo que el hecho de que me mostrara de acuerdo con ella la hizo odiarme todavía más; tal vez sintió que trataba de menospreciar su autoridad en su propia casa.

—¡Por Dios, princesa! —Ember se retorció y rodeó la mesa para ir a saludarme—. ¡No puedo creer que estés en mi casa! ¿Qué haces aquí? ¿Es algo relacionado con mi hermano? Ha salido con papá pero volverá pronto. Deberías quedarte a cenar. Mis amigos de la escuela se van a morir de envidia. ¡Ay, por Dios! ¡Eres mucho más hermosa de lo que dijo Finn!

—¡Ember! —Annali interrumpió bruscamente a su hija cuando se dio cuenta de que no dejaría de parlotear jamás.

Me ruboricé y miré en otra dirección, sin saber qué responderle. Podía comprender en teoría lo emocionante que era conocer a una princesa, pero no me parecía que hubiera razón alguna para sentirse deslumbrado por conocerme a mí.

—Lo siento. —Ember se disculpó, pero eso no minimizó su deleite en absoluto—. Llevo tiempo implorándole a Finn que me permita conocerte, pero él…

—Ember, creo que tienes que hacer los deberes —dijo Annali sin mirar a ninguna de las dos en particular.

—Venía a verte precisamente porque hay una cosa que no entiendo —contestó Ember al tiempo que señalaba el libro de texto.

—Bien, pues entonces trabaja en alguna otra cosa —le dijo Annali.

—¡Pero, mamá! —se quejó la niña.

—Ember, basta —exclamó Annali con firmeza, en un tono que me pareció demasiado familiar: lo había estado escuchando durante años cuando Maggie y Matt me regañaban. Ember respiró hondo y levantó el libro de la mesa antes de regresar a su cuarto. Masculló entre dientes que la vida no era justa, pero Annali la ignoró.

—Su hija es encantadora —dije cuando la niña se hubo retirado.

—No vengas a hablarme sobre mis propios hijos —contraatacó Annali con rudeza.

—Lo siento. —Me froté los brazos sin saber qué hacer. Ni siquiera tenía claro por qué estaba allí—. ¿Por qué me ha invitado a pasar si no me quiere en su casa?

—Lo dices como si tuviera otra opción. —Me miró con exasperación y volvió junto a la estufa—. Has venido aquí por mi hijo, y ya sé que no puedo impedirlo.

—Yo no… —No pude concluir la frase—. Quería hablar con Finn, no alejarlo de usted —expliqué con un suspiro—. Tan sólo quería despedirme.

—¿Vas a ir a algún lugar? —me preguntó, dándome la espalda mientras removía el estofado.

—No, por más que quisiera, no podría ir a ningún lugar. —Me acomodé las mangas de la blusa y bajé la mirada al suelo—. En realidad no quería molestarla. Ni siquiera sé por qué he venido. No debería haberlo hecho.

—¿No has venido para llevártelo? ¿Es eso cierto? —Annali se volvió para mirarme cara a cara, y entornó los ojos.

—Es que él se fue —dije—, y no puedo obligarlo a volver… Aunque tampoco es algo que deseara, por más que pudiera —expliqué, negando con la cabeza—. Lamento haberla molestado.

—La verdad es que no te pareces en nada a tu madre. —Annali parecía bastante sorprendida por ello. Me volví para mirarla—. Ya me lo había dicho Finn, pero no le creí.

—Gracias —dije—. Es decir… es que no quiero ser como ella.

De pronto oí voces masculinas que se acercaban por el sendero; los muros de la casa eran bastante delgados. Miré a través de la pequeña ventana que estaba junto a la puerta, y a pesar de que el vidrio era imperfecto y ofrecía una imagen borrosa, divisé a dos personas que se acercaban a la casa.

—Ya están de vuelta —dijo Annali con un suspiro.

El corazón comenzó a palpitarme en el pecho y tuve que apretarme bien las manos para que no me temblaran. Todavía no tenía ni idea de lo que estaba haciendo allí, y ahora que Finn se acercaba con paso veloz a la puerta, deseé no haber ido en absoluto. No se me ocurría qué decirle porque, a pesar de que tenía mucho de que hablar con él, aquellos eran el lugar y el momento menos oportunos.

La puerta de la casa se abrió y entró de repente un viento frío, con el cual me hubiera gustado escapar, pero el hombre me impidió salir; parecía tan conmocionado y nervioso como yo. Se detuvo en la puerta para que Finn no pudiera entrar, y durante unos instantes se quedó allí quieto sin hacer otra cosa que mirarme.

Aunque su piel era más oscura que la de Finn, sus ojos eran un poco más claros; no obstante, descubrí suficientes rasgos similares para saber que era su padre. Noté algo casi dulce en él: tal vez la suavidad de su piel y los pómulos bien marcados. Finn era de facciones más duras y fuertes, lo cual me gustaba infinitamente más.

—Princesa —exclamó al cabo de un rato.

—Sí, Thomas —dijo Annali sin tratar de ocultar la irritación que transmitía su voz—. Es la princesa; y ahora entra en casa antes de que se salga todo el aire caliente.

—Lo siento. —Thomas se inclinó ante mí, y luego se hizo a un lado para que Finn pudiera pasar.

Él no hizo ninguna reverencia ni dijo una sola palabra; permaneció inmutable, y sus ojos eran demasiado oscuros para descifrar lo que pensaba. Se cruzó de brazos, y como no me quitaba la mirada de encima, me volví en otra dirección. El aire se hubiera podido cortar con un cuchillo y de pronto sentí que era demasiada tensión para mí.

—¿Y a qué debemos este placer? —preguntó Thomas para romper el incómodo silencio. Ya estaba junto a Annali y la abrazaba por los hombros; al sentir su cercanía, ella miró hacia lo al to, pero no se retiró.

—He salido a tomar aire fresco —tartamudeé. Los músculos de la boca no me respondían, por lo que tuve que forzarme a hablar.

—¿No deberías volver a casa ya? —sugirió Annali.

—Sí —asentí con rapidez, agradecida de que me hubiera facilitado el pretexto para salir de allí.

—Permíteme que te acompañe —dijo Finn, que habló por primera vez en todo ese tiempo.

—No creo que sea necesario, Finn —señaló Annali.

—Tengo que asegurarme de que vuelva a casa —intervino él. Luego abrió la puerta y dejó que el aire helado entrara: fue un hermoso descanso después de estar en el sofocante ambiente de la cocina—. ¿Estás lista, princesa?

—Sí —asentí, y me dirigí a la puerta. Me despedí con la mano; en realidad no quería mirar a Annali y a Thomas de frente—. Ha sido un placer conocerlos. Por favor, despídanme de Ember.

—Puede volver cuando quiera, princesa —dijo Thomas, y cuando salía de la casita alcancé a oír el codazo que le propinó Annali.

Respiré hondo y caminé por el sendero de grava. Las piedras se me iban clavando en los pies descalzos, pero fue una sensación agradable: me distrajo del incómodo silencio que reinaba entre Finn y yo.

—No tienes necesidad de acompañarme —le dije en voz baja cuando llegamos a la cima del camino. A partir de allí, la grava del sendero se tornaba en una suave ceniza que conducía de vuelta al palacio.

—Sí, tengo que hacerlo —contestó Finn con naturalidad—. Es mi deber.

—Ya no.

—Mi deber sigue siendo cumplir los deseos de la reina, y sé que su mayor deseo es mantener a la princesa a salvo —dijo en un tono casi sarcástico.

—Estoy perfectamente a salvo sin ti —dije, y caminé más de prisa.

—¿Hay alguien enterado de que has salido del palacio? —preguntó Finn, mirándome de perfil mientras aceleraba para seguirme el paso. Negué con la cabeza—. ¿Cómo has sabido que estaba aquí? —No le contesté porque no quería meter en problemas a Duncan, pero Finn lo dedujo por sí mismo—. Ha sido Duncan, ¿verdad? Genial.

—¡Duncan ha estado realizando una excelente labor! —exclamé—. Y tú mismo debes estar convencido de ello, porque de otra manera no habrías dejado mi seguridad en sus manos.

—No tengo ningún control respecto a quién se hace cargo de tu seguridad —interpuso Finn—, y lo sabes. No sé por qué estás enfadada conmigo por ese asunto.

—¡No lo estoy! —Caminé todavía más de prisa, casi a punto de echar a correr, pero no fue buena idea porque sin querer pisé una piedra afilada—. ¡Maldita sea!

—¿Te encuentras bien? —me preguntó Finn mientras se detenía para ver qué me había pasado.

—Sí, es sólo que he pisado una piedra. —Me froté el pie, y como no sangraba, traté de continuar caminando. Aún me dolía, pero saldría adelante—. ¿Por qué no usamos tu coche?

—No tengo —dijo Finn metiendo las manos en los bolsillos, lo que hizo su paso más lento.

Yo cojeaba un poco, pero no se ofreció a ayudarme. De cualquier modo, tampoco lo habría aceptado, por supuesto, pero ese era otro asunto.

—¿Y el Cadillac con el que siempre vas? —pregunté.

—Es de Elora —explicó—. Me lo presta para trabajar, igual que hace con todos los demás rastreadores, pero los coches no nos pertenecen. De hecho, no poseo nada.

—¿Y tu ropa? —pregunté, básicamente para molestarlo. Supuse que le pertenecía, pero quería seguir discutiendo con él por cualquier cosa.

—Wendy, ¿has visto ese lugar? —Finn se detuvo y señaló su propia casa. Estábamos ya a tanta distancia que ni siquiera se veía, pero de todas formas miré hacia los árboles, detrás de los cuales se encontraba la modesta vivienda—. Esa es la casa en que crecí, donde vivo y donde probablemente moriré. Eso es lo que poseo: es lo único que tengo.

—Yo tampoco tengo nada propio, en realidad —dije, y él rio de manera sombría.

—Todavía no lo entiendes, Wendy. —Posó sus ojos en los míos y sus labios me mostraron una amarga sonrisa—. Soy solamente un rastreador. Tienes que acabar con esto, debes irte y ser princesa. Debes hacer lo que más te conviene y dejarme hacer mi trabajo.

—No tenía intención de molestarte; no tienes que acompañarme a casa. —Me di la vuelta y traté de retomar el paso que llevaba, mucho más rápido de lo que mi pie podría aguantar.

—Voy a asegurarme de que regresas sana y salva —dijo Finn a unos pasos detrás de mí.

—Si sólo estás haciendo tu trabajo, ¡entonces hazlo! —Me detuve y me volví de pronto hacia él—. Pero ya no soy parte de él, ¿verdad?

—¡No, no lo eres! —vociferó y se acercó un poco más—. ¿Por qué has ido a mi casa? ¿Qué creías que lograrías con eso?

—¡No lo sé! —le grité—. Pero ¡es que ni siquiera te despediste de mí!

—¿Y de qué habría servido? —Negó con la cabeza—. De nada.

—¡Sí, claro que habría servido de algo! —insistí—. ¡No puedes dejarme así sin más!

—¡Tuve que hacerlo! —Sus oscuros ojos echaron fuego y sentí que el estómago se me encogía—. Debes ser la princesa, y yo no puedo arruinar ese destino. No lo haré.

—Lo entiendo, pero… —Los ojos se me llenaron de lágrimas, y tuve que tragar saliva—. No puedes seguir desapareciendo de esa forma. Por lo menos debes decir adiós.

Finn se acercó un poco más a mí. Sus ojos ardían de una manera que sólo había visto en él, y el frío del aire parecía haberse desvanecido por completo. Me acerqué, a pesar de que temía que se diera cuenta de cómo me latía el corazón en el interior del pecho.

Me lo quedé mirando mientras rezaba para que me tocara, pero no lo hizo. No se movió ni un centímetro.

—Adiós, Wendy —dijo en voz tan baja que apenas alcancé a escucharlo.

—¡Princesa! —gritó Duncan.

Me volví y vi que estaba un poco más adelante en el camino; agitaba los brazos como loco. El palacio estaba a la vuelta, pero no advertí lo cerca que estábamos. Cuando me volví para ver a Finn, ya se había alejado varios pasos en dirección a su casa.

—Él puede velar por ti el resto del camino —dijo Finn al tiempo que hacía una señal a Duncan, y luego dio un paso más. Como no dije nada, se detuvo—. ¿No te despides de mí?

—No —dije sacudiendo la cabeza.

—¡Princesa! —volvió a gritar Duncan, y lo oí correr hacia nosotros—. Princesa, Matt se ha percatado de que no estabas y quería alertar a los guardias. Tienes que volver conmigo antes de que dé aviso.

—Ya voy —le contesté, y le di la espalda a Finn.

Caminé hasta el palacio con mi nuevo rastreador y no me volví ni una sola vez a mirar a Finn. Estaba muy orgullosa de mí misma porque aunque no le había gritado por ocultarme quién era mi padre, había logrado decirle unas cuantas cosas que tenía pendientes.

—He tenido suerte de que haya sido Matt y no Elora quien haya notado tu ausencia —dijo Duncan mientras dábamos la vuelta para llegar al palacio. El camino de asfalto se fue convirtiendo en una entrada de adoquines que resultó mucho más amable con mis pies.

—Duncan, ¿así es como vives? —le pregunté.

—¿A qué te refieres?

—A la casa de Finn. —Señalé a lo lejos con el pulgar—. ¿Vives en un lugar así de pequeñito? Es decir, cuando no estás rastreando a alguien.

—Sí, más o menos —asintió—. Creo que mi casa es un poquito más acogedora; vivo con mi tío. Fue un excelente rastreador antes de retirarse. Ahora da clases en la escuela para mänks, lo cual no está tan mal.

—¿Y vives cerca de aquí?

—Ajá —dijo, y señaló la colina ubicada al norte del palacio—. El lugar está bastante escondido en el acantilado, pero es por allá. —Me miró—. ¿Por qué? ¿Te gustaría conocerlo?

—No en este momento, pero gracias por la invitación —contesté—. Era tan sólo curiosidad. ¿Todos los rastreadores vivís de igual modo?

—¿Como Finn y como yo? —Duncan se quedó pensando un rato y asintió—. Sí, creo que sí. Al menos todos los rastreadores que se quedan a vivir aquí.

Se adelantó para abrir las puertas principales, pero me detuve y me quedé contemplando el palacio. Las enredaderas crecían entrecruzándose sobre el imponente exterior pintado de blanco, y cuando la luz del sol alcanzaba la superficie, brillaba de una forma hermosísima, aunque tan fuerte que se tornaba casi cegador.

—¿Princesa? —Duncan seguía esperándome con las puertas abiertas—. ¿Te encuentras bien?

—¿Morirías para salvarme? —le pregunté sin miramientos.

—¿Cómo?

—Si me encontrara en peligro, ¿estarías dispuesto a morir para protegerme? —insistí—. ¿Lo han hecho otros rastreadores?

—Sí, por supuesto —asintió Duncan—. Muchos otros rastreadores entregaron sus vidas para salvar el reino, y yo estaría muy orgulloso de poder hacer lo mismo.

—Pues no lo hagas —le dije mientras caminaba hasta él—. Si alguna vez llegamos a estar en una situación en la que tengas que decidir entre tú y yo, sálvate. No soy nadie por quien merezca la pena morir.

—Princesa, yo…

—Nadie de la realeza es digno de que mueran por él —le dije con toda seriedad—. Ni la reina ni ningún markis o marksinna. Es una orden directa de la princesa, y tienes que obedecerme. Sálvate a ti mismo.

—No lo entiendo. —En su rostro se leía su total confusión—. Pero si ese es tu deseo, princesa…

—Así es, gracias. —Le sonreí y entré en el palacio.