11
Estrellita
A pesar de haberme pasado otro largo día entrenando, mi humor no cambió en absoluto. Efectivamente, el control de mi energía iba mejorando y aquello me parecía muy positivo, pero cada vez me resultaba más difícil no pensar en Finn. Creía que el tiempo me ayudaría a olvidarlo, pero no era así: el dolor no dejaba de crecer.
Estuvimos toda la mañana en el salón del trono, que no había visitado hasta entonces. Era como un atrio cubierto por una gran bóveda. El recinto era circular, incluso las paredes lo eran, y la sección de detrás del trono estaba construida exclusivamente con vidrio; había enredaderas pintadas entre los decorados de oro y plata de los muros.
El lugar parecía más bien pequeño debido a la altura del techo, pero Tove me explicó que no era necesario que fuera muy amplio porque sólo se usaba para recibir a dignatarios.
En el centro estaba el solitario trono, de almohadillas tapizadas con suntuoso terciopelo rojo; a los lados, dos sillas más pequeñas no tan elegantes. El trono no estaba fabricado en madera, sino en platino: el metal estaba trenzado, creando diseños como de encaje con diamantes y rubíes incrustados.
Caminé hasta él y toqué el terciopelo con cautela: parecía tan nuevo y afelpado que daba la impresión de que jamás se había usado. A pesar de que los brazos también estaban elaborados con metal, eran peculiarmente delicados al tacto; los recorrí con la mano y tracé los diseños entrecruzados del entramado.
—A no ser que planees mover eso con la mente, te sugiero que comiences a practicar —dijo Tove.
—¿Por qué vamos a entrenar aquí? —pregunté mientras me alejaba del trono. Por alguna razón, aquel objeto me cautivaba y hacía que todo lo que me rodeaba cobrara un aspecto más real.
—Me gusta este espacio —dijo, señalando vagamente lo amplio del recinto—. Ayuda a mis pensamientos. Además, hoy van a remodelar el salón de baile y no podremos usarlo.
Me alejé del trono con cierta reticencia y caminé hasta donde estaba Tove para interesarme por cualquiera que fuese la misteriosa lección de aquel día. Duncan se quedó en un extremo del salón la mayor parte de la mañana, descansando, porque aquel día no lo usaría como conejillo de indias. Tove quería que trabajara el dominio de mis pensamientos, aunque ese día, sin embargo, deseaba que usara técnicas que me resultaban aún más ilógicas.
El ejercicio consistía en quedarme frente a una pared contando hasta mil, y al mismo tiempo debía pensar en un jardín y aplicar el poder de persuasión. Como no se lo transmitiría a nadie en particular, no me quedaba claro cómo iba a detectar si funcionaba o no, pero Tove me explicó que el objetivo era que aprendiera a flexionar mis músculos psíquicos. Para llegar a controlar el aspecto que él quería, mi mente tendría que aprender a lidiar con muchas ideas de manera simultánea, algunas de ellas contrapuestas.
Tove se extendió sobre el suelo y se quedó recostado en el frío mármol mientras yo practicaba. Al cabo de un rato, Duncan se cansó y se acercó al trono para sentarse con una pierna colgada a un lado; aquello me irritó un poco, pero como me era difícil señalar con precisión lo que causaba mi molestia, preferí no decir nada. Yo no apoyaba la forma de ser de la aristocracia, y ciertamente no iba a aplicar ninguna de sus costumbres para incomodar al chico.
—¿Cómo vas? —preguntó Tove después de media hora de silencio; todos permanecíamos callados porque yo estaba concentrada en lo que quiera que fuera que supuestamente debía dominar.
—Muy bien —mascullé.
—Genial, entonces agreguemos una canción. —Tove miró hacia la bóveda y se quedó observando las nubes que nos cubrían.
—¿Qué? —Dejé de contar y de aplicar la persuasión para poder mirarlo de frente—. ¿Por qué?
—Todavía puedo escucharte —explicó Tove—. Cada vez es más tenue pero percibo un leve zumbido, como el de cables eléctricos. Tienes que apagar el ruido en tu cabeza.
—¿Y hacer un millón de cosas al mismo tiempo me servirá para eso? —pregunté con escepticismo.
—Sí. De esa forma te irás fortaleciendo y aprenderás a contener la energía —concluyó sin dar lugar a discutir—. Ahora tienes que añadir una canción.
—¿Y qué quieres que cante? —le interrogué con un hondo suspiro mientras me volvía hacia la pared de nuevo.
—Algo que no sea Estrellita —exclamó Duncan con una mueca—. No consigo apartar esa melodía de mi cabeza desde ayer.
—A mí me gustan los Beatles —dijo Tove.
Miré a Duncan y vi que ahogaba una risita de sorpresa; respiré hondo y comencé a cantar Eleanor Rigby. Me confundí un par de veces con la letra, pero por suerte a Tove no le importó. Ya era bastante difícil tratar de practicar la persuasión como para además recordar la letra de una canción que llevaba años sin escuchar.
—Espero no interrumpir. —La voz de Elora arruinó la poca concentración que había conseguido, así que dejé de cantar y me volví para mirarla.
Duncan se levantó de inmediato del trono, pero de todas formas alcancé a ver la fulminante mirada que le lanzó Elora. El chico miró hacia abajo y su cabello cubrió el rubor color carmín que apareció en sus mejillas.
—Por supuesto que no —contesté encogiéndome de hombros; por primera vez me alegré de ver a Elora porque, en cuanto llegó, supe que podría descansar un rato.
Elora inspeccionó el salón con desdén, aunque, como seguramente ella misma había participado en su diseño, era imposible saber qué era lo que le desagradaba. Se paseó por el lugar, con un vestido largo arrastrándose alrededor de los pies; Tove no se levantó, se limitó a observarla con un interés bastante superficial.
—¿Me permiten hablar a solas con la princesa? —preguntó sin dirigirse a nadie en particular mientras nos daba la espalda a los tres.
Duncan ofreció disculpas entre murmullos y salió del salón tan de prisa que estuvo a punto de tropezarse; Tove, siempre feliz de hacer todo a su propio ritmo, abandonó el salón del trono con demasiada parsimonia. Como si aquello no fuera suficiente, se pasó una mano por el despeinado cabello e hizo un comentario impreciso, algo sobre que regresaría a buscarme cuando hubiese terminado.
—Jamás me ha interesado este lugar —dijo Elora en cuanto salieron—. Sé que la intención al diseñarlo fue precisamente hacernos recordar nuestras raíces orgánicas, pero, francamente, siempre me ha dado la impresión de que parece más un invernadero que un salón del trono. No me parece adecuado.
—A mí me gusta. —Entendí lo que Elora acababa de decir, pero a mí me seguía pareciendo un recinto hermoso. El vidrio le brindaba un toque opulento, aunque de buen gusto.
—Tu «amigo» se ha instalado aquí. —Elora escogió sus palabras con cautela y luego se dirigió al trono. Recorrió los brazos de la misma forma en que yo lo hiciera, pero sus largas uñas pintadas de negro disfrutaron más tiempo de los detalles.
—¿Mi amigo?
—Sí, el… muchacho. Se llama Matt, ¿no es así? —Levantó la cabeza para mirarme de frente y comprobar si estaba en lo cierto.
—Te refieres a mi hermano —dije deliberadamente.
—No lo llames así. Puedes pensar en él de la forma que te plazca, pero si alguien te llega a oír llamándolo así… —Dejó la frase inconclusa—. ¿Cuánto tiempo se quedará con nosotros?
—Hasta que yo sienta que es seguro que se vaya. —Me enderecé; estaba preparándome para otro enfrentamiento, pero ella no prosiguió. Sólo asintió con la cabeza una vez y miró por la ventana—. ¿No tratarás de impedírmelo?
—Princesa, llevo algún tiempo siendo reina —dijo, sonriendo con frialdad—. Sé muy bien elegir mis contiendas, y sospecho que esta es una que no podría ganar.
—Entonces ¿estás de acuerdo? —pregunté, incapaz de ocultar la sorpresa en mi voz.
—Cuando las cosas no se pueden cambiar, uno aprende a tolerarlas —agregó llanamente.
—¿Quieres conocerlo? —No sabía bien cómo comportarme.
Si no pretendía oponerse a que Matt se quedara y tampoco había ido al salón del trono para reprenderme por algo en particular, entonces me resultaba imposible saber por qué quería hablar conmigo; era la primera vez que me buscaba sólo porque sí.
—Estoy segura de que lo veré a su tiempo. —Se pasó la mano por el negro cabello para alisarlo, y se acercó más a mí—. ¿Cómo va tu entrenamiento?
—Bien —dije encogiéndome de hombros—. Aún no lo entiendo del todo, pero supongo que voy por buen camino. Creo.
—¿Y te estás entendiendo con Tove? —Me observó con sus ojos oscuros como si me estuviera analizando.
—Sí, muy bien.
No sé qué fue lo que vio en mí en ese momento, pero seguramente le agradó porque asintió y sonrió. Se quedó un rato más y conversó un poco conmigo; me preguntó más acerca del entrenamiento, pero su interés se desvaneció casi de inmediato. Se disculpó y me dijo que tenía que atender algunos asuntos.
En cuanto se fue, Tove volvió para continuar practicando, pero sugerí que sería mejor que fuéramos a comer. Nos dirigimos a la cocina y allí encontramos a Matt preparando algo para él y para Willa. Rhys estaba en la escuela, por lo que se encontraban solos.
Willa le arrojó una uva a Matt, y cuando se la devolvió, ella se rio. Si Tove notó algo inusual en la manera en que se trataban, no dijo nada; de hecho, casi no levantó la mirada del plato. Comió en absoluto silencio mientras yo los observaba con una mezcla de fascinación y desconcierto.
Comí a toda prisa, y al terminar, Tove y yo volvimos al entrenamiento y los dejamos a ellos en la cocina. La verdad es que no pareció importarles en absoluto que nos fuéramos.
Aquel día no tuve mucho tiempo para pensar en la extraña forma en que estaban actuando Matt y Willa porque seguimos entrenando en el salón del trono de la misma manera en que lo habíamos estado haciendo durante la mañana. Hacia el final del día comencé a sentirme agotada, pero sólo dejé de practicar cuando Tove me lo indicó.
Entonces él se fue a casa y poco después Duncan me siguió hasta mi habitación, porque, por más que insistiera, no había manera de que me dejara en paz. Quería estar sola, pero le permití entrar: me sentía rara y malvada por hacerlo quedarse todo el tiempo en el pasillo.
Sabía que en teoría era mi guardaespaldas, pero no se trataba de un tipo arrogante vestido de traje y con un audífono en la oreja, sino de un chico en tejanos, lo cual me hacía más difícil tratarlo como si fuera un empleado.
—No entiendo por qué odias tanto este lugar —dijo Duncan mientras admiraba mi habitación.
—No lo odio —dije, aunque no estaba segura de que fuera cierto.
Todo el día había llevado el cabello en un moño suelto, pero en cuanto llegué a mi habitación lo solté y me pasé la mano por entre los rizos. Duncan echó un vistazo a las cosas que tenía sobre el escritorio e incluso tocó mi ordenador y los CD. Si hubieran sido míos de verdad, me habría puesto furiosa, pero todo formaba parte de aquel lugar al que había ido a vivir; a pesar de que aquellos objetos estaban en mi habitación, en realidad muy pocas cosas me pertenecían.
—¿Por qué huiste? —preguntó Duncan al tiempo que levantaba un CD de Fall Out Boy y leía la lista de canciones.
—Pensé que lo sabías. —Me recosté en la cama, entre el oleaje de mantas y almohadas, y coloqué una de estas bajo mi cabeza para poder verlo mejor—. Das la impresión de estar al tanto de todo.
—¿A qué te refieres? —Dejó el CD en el escritorio y se volvió para verme—. No creo dar esa impresión en absoluto.
—Tal vez no —agregué mientras me retiraba un rizo de la frente—, pero cuando llegaste a mi casa a recogerme, me pareció que lo sabías.
Duncan había dicho algo el día que lo conocí; no recordaba con exactitud qué había sido, pero con aquel comentario me había dado a entender que sabía lo que había sucedido entre Finn y yo. O por lo menos, que estaba enterado de por qué lo habían retirado, es decir, de los sentimientos que tenía hacia mí.
Aunque, por otra parte, yo ya no tenía muy claro cuáles eran aquellos sentimientos. Incluso me parecía que, si alguna vez habían sido ciertos, eso había cambiado. En algún momento estuvimos justamente en aquella misma cama, abrazándonos y besándonos; yo hubiera querido llegar más lejos, pero Finn lo impidió, diciendo que no quería hacerme daño. Tal vez fuera simplemente que no me deseaba en absoluto.
Porque de otra manera, no se habría ido así como lo hizo. Era imposible.
—No sé de qué estás hablando. —Duncan negó con la cabeza—. Creo que nunca llegué a entender por qué te fuiste.
—Quizá fueron imaginaciones mías. —Rodé sobre mi espalda para poder mirar al techo, y antes de que pudiera preguntarme algo más, cambié de tema—. Por cierto, ¿qué es lo que sucedió con vosotros?
—¿Cuándo? —Duncan había dejado de observar los CD y ahora estaba inspeccionando mi pequeña colección de libros.
No es que fueran malos, pero todos los habían elegido entre Rhys y Rhiannon, por lo que en realidad no reflejaban mis preferencias; aparte de uno de Jerry Spinelli, no se me hubiera ocurrido comprar ninguno de aquellos libros.
—Cuando estuvisteis en mi casa; salisteis por la ventana y entonces los Vittra me secuestraron. ¿Qué hicisteis? ¿Adónde fuisteis?
—No llegamos muy lejos. Finn tenía pensado quedarse por allí cerca porque estaba convencido de que tarde o temprano vendrías con nosotros —dijo mientras levantaba un libro y lo hojeaba distraídamente—. Pero apenas habíamos caminado una manzana cuando nos emboscaron. Era ese tipo del cabello rubio y desaliñado: le bastó con mirarnos para que nos desmayáramos.
—Loki —murmuré con un suspiro.
—¿Quién? —preguntó Duncan, pero le respondí negando con la cabeza.
Seguramente los Vittra habían estado al acecho, esperando una oportunidad para sorprender a Finn y a Duncan; les habían preparado una emboscada y luego Loki se había hecho cargo de ellos. Finn tuvo suerte de que sólo lo hicieran desmayarse, porque cuando me atacó Kyra, estaba muy claro que tenía intención de acabar conmigo.
Tal vez a ella la hubieran enviado a buscarme mientras Loki se encargaba de someter a Finn y a Duncan. En realidad, Loki no parecía ser gran partidario de la violencia, y de hecho, si no hubiera intervenido, Kyra me habría matado.
—Espera —dijo Duncan, entornando los ojos para verme mejor, como si acabara de percatarse de algo—. ¿Creíste que te habíamos dejado sola?
—No sabía qué pensar —respondí—. Tan sólo os marchasteis, y aquello no era lo que yo esperaba. No quería ir con vosotros, pero os fuisteis sin siquiera tratar de convencerme, así que pensé que…
—¿Ese es el motivo de que andes tan cabizbaja?
—¡No estoy cabizbaja! —La verdad era que había estado algo deprimida desde que volvimos, bueno, desde antes de eso, pero jamás habría dicho que andaba cabizbaja.
—Te aseguro que sí —insistió con una sonrisa—. Jamás te hubiéramos dejado sola; eras un blanco muy fácil y Finn nunca habría permitido que te sucediera algo. —Duncan continuó inspeccionando mis efectos personales y levantó mi iPod—. Quiero decir, él ya no te puede dejar, y mientras sigas aquí, estarás completamente a salvo.
—¿Qué? —El corazón comenzó a palpitarme con fuerza—. ¿De qué estás hablando?
—¿Cómo dices? —Era obvio que Duncan había hablado de más, y al darse cuenta palideció—. No sé nada.
—No, Duncan, explícame qué has querido decir —le ordené, al tiempo que me sentaba en la cama. Sabía que no era buena idea mostrar que me interesaba mucho el asunto, pero fue inevitable que lo hiciera—. ¿Finn está aquí? Es decir, ¿aquí, aquí?
—Creo que no debería haber dicho nada —dijo balanceándose con nerviosismo.
—Tienes que contármelo todo —insistí mientras me acercaba hasta el borde de la cama.
—No. Finn me mataría si lo hiciera. —Duncan bajó la mirada y jugueteó con una de las presillas rotas de su cinturón—. Lo siento.
—¿Te ordenó que no me dijeras que está aquí? —le pregunté, y sentí que alguien me apuñalaba el corazón.
—No está aquí, en el palacio —contestó gruñendo, y luego me miró con timidez—. Si me involucro en la sórdida relación que tenéis, sea la que sea, jamás volveré a conseguir un empleo. Por favor, princesa, no me obligues a seguir hablando.
No fue sino hasta que él mismo lo expresó que me percaté de que sí podía obligarlo a darme más detalles: aunque mi poder de persuasión no era tan fuerte para usarlo con Tove o Loki, ya llevaba algún tiempo practicando con Duncan y era muy susceptible a mi encanto.
—¿Dónde está? —le exigí que me dijera, mirándolo de frente.
Ni siquiera tuve que repetirlo en mi cabeza; en cuanto lo ordené, se le aflojó la mandíbula y los ojos se le vidriaron. Me sentí muy mal al ver que su mente se había vuelto tan sensible; más adelante tendría que compensárselo de alguna manera.
—Está en Förening, en casa de sus padres —dijo Duncan mientras parpadeaba con fuerza.
—¿Sus padres?
—Sí, viven al final del sendero —explicó, y señaló hacia el sur—. Sigue el camino principal que conduce a la entrada y luego toma la tercera desviación a la izquierda, un sendero de grava. Baja por el costado del acantilado. Ahí está su casa: es fácil reconocerla por las cabras.
—¿Cabras? —pregunté. De cualquier forma, tenía la sensación de que Duncan me estaba tomando el pelo.
—Su madre tiene un pequeño criadero de cabras de angora. Con la lana teje jerséis y bufandas que luego vende. —Duncan sacudió la cabeza—. Creo que ya he hablado demasiado. Me voy a meter en problemas.
—No, todo irá bien —le aseguré saltando de la cama.
Corrí al armario para cambiarme de ropa. No es que me viera mal, pero como planeaba encontrarme con Finn, tenía que estar estupenda. Duncan no paraba de quejarse de lo idiota que había sido por confesármelo todo; traté de calmarlo, pero tenía demasiadas cosas en la cabeza.
Para empezar, no podía creer lo ingenua que había sido: estaba convencida de que nada más relevarlo de mi cuidado, habrían enviado a Finn a rastrear a alguien más, pero ahora me daba cuenta de que seguramente necesitaba descansar un tiempo, y que tendría que hacerlo en algún lugar cercano. Si no se había quedado en el palacio, la casa de sus padres era la siguiente ubicación lógica. Aunque la verdad era que él casi nunca los había mencionado, por lo que no se me ocurrió pensar siquiera que pudieran vivir cerca.
—Elora se enterará; ella siempre acaba por saberlo todo —masculló Duncan mientras yo cerraba la puerta del armario.
—Te prometo que no se lo diré a nadie. —Me miré en el espejo: me veía pálida, dispersa y aterrada. A Finn le gustaba que me soltara el cabello, así que preferí no recogérmelo a pesar de que se veía algo desaliñado.
—De todas formas se va a enterar —insistió Duncan.
—Protegeré tu trabajo —le dije, aunque no conseguí borrar el escepticismo de su rostro—. Soy la princesa y tengo algo de influencia por aquí. —Duncan se encogió de hombros, pero advertí que había logrado calmar algunos de sus temores—. Debo irme. No puedes decirle a nadie dónde me encuentro.
—Pero se van a volver locos en cuanto se enteren de que no sé dónde estás.
—Bueno… —Miré alrededor, tratando de pensar rápido—. Pues entonces quédate aquí, y si alguien viniera a buscarme, di que estoy dándome un baño y que no quiero que me molesten. Nos protegeremos el uno al otro.
—¿Estás segura de eso? —preguntó arqueando una ceja.
—Sí —le mentí—. Tengo que irme. Gracias por todo.
A Duncan seguía sin convencerle la idea, pero no le di muchas opciones. Salí corriendo y traté de no llamar la atención: Elora tenía a otros rastreadores vigilando por ahí; sin embargo, logré escabullirme sin que lo notaran.
Cuando abrí la puerta principal me percaté de que ni siquiera sabía por qué me urgía tanto ver a Finn. ¿Qué iba a hacer cuando lo tuviera delante? ¿Convencerlo de que viniera conmigo? ¿De verdad era lo que quería?
Dado el estado en que había quedado la situación entre nosotros, ¿qué era lo que estaba buscando?
Estaba claro que no tenía la respuesta. Lo único que sabía era que necesitaba verlo, así que caminé de prisa por el sinuoso sendero que iba hacia el sur, y traté de recordar las instrucciones que me había dado Duncan.