Mientras Darby recorría de nuevo el estrecho pasillo en busca de una fotocopiadora de color, vio a un agente que acompañaba a una mujer mayor hacia el despacho de Banville.
No había duda alguna de que la mujer que se agarraba al brazo del agente era Helena Cruz. Mel y su madre tenían los mismos pómulos prominentes y las mismas orejas pequeñas que se enrojecían cuando hacía frío.
—Darby —dijo Helena Cruz en un susurro seco—. Darby McCormick.
—Hola, señora Cruz.
—Señorita, Darby. Ted y yo nos divorciamos hace mucho. —La madre de Melanie suspiró con fuerza, haciendo un gran esfuerzo por alejar recuerdos dolorosos—. Oí tu nombre en las noticias. Trabajas en el laboratorio.
—Sí.
—¿Puedes contarme qué le pasó a Mel?
Darby no contestó.
—Por favor, si sabes algo… —Se le quebró la voz, pero recuperó la compostura enseguida—. Necesito saberlo. Por favor. No puedo seguir viviendo en la ignorancia.
—El inspector Banville se lo contará. Está en su despacho. La acompañaré hasta allí.
—Tú sabes lo que le pasó, ¿verdad? Lo llevas escrito en la cara.
—Lo siento.
«Ojalá pudiera decirle lo mucho que lo siento.»
Helena Cruz clavó la vista en el suelo.
—Esta mañana, cuando llegué a Belham, fui a mi antigua casa. No había estado en ella desde hacía años. Había una mujer recogiendo hojas y su hija jugaba en el parque. Sigue allí, en el mismo rincón del jardín donde jugabais Mel y tú. Os pasabais horas allí cuando erais pequeñas. A Melanie le encantaba hacer castillos de arena y tú se los rompías. Pero Melanie nunca se enfadaba cuando lo hacías. Nunca se enfadaba por nada.
La voz de la señora Cruz iba desgranando recuerdos. Darby se sintió transportada a las noches que pasó en casa de Melanie, a las vacaciones de verano compartidas en Cabo Cod. La mujer que hablaba ahora con ella era la misma que siempre se aseguraba de ponerle suficiente crema protectora porque Darby tenía la piel muy blanca.
Pero esa mujer había desaparecido. La que tenía delante era sólo una sombra. La amabilidad se había borrado de sus ojos. Su expresión era la misma que Darby había visto en incontables víctimas, una expresión de miedo, de perplejidad, ante el hecho de que tus seres queridos pudieran ser arrancados de tu lado sin que tuvieras ninguna culpa.
—Eduqué a Mel para que fuera demasiado confiada. Para que buscara lo bueno de cada persona. Me culpo por ello. Intentas criar bien a tus hijos y a veces… A veces simplemente no importa. A veces Dios ha concebido su propio plan, y tú nunca llegas a entenderlo, no importa lo mucho que lo intentes, no importa lo mucho que reces. No paro de repetirme que no importa porque nada puede curar esta clase de herida.
Darby había imaginado este momento cientos de veces, había ensayado mentalmente las palabras que diría y la reacción de Helena Cruz. Ver el dolor en su rostro, oír la suplicante desesperación en su voz, hizo que Darby recordara todas aquellas cartas que había escrito cuando era más joven, en la etapa de su vida en que creía que si era capaz de poner en palabras sus sentimientos de culpabilidad conseguiría construir un puente que uniera su dolor común, y, como mínimo, llegar a un posible entendimiento.
Había roto todas esas cartas. Helena Cruz sólo quería que le devolvieran a su hija. Y ahora, después de veinticuatro años de espera, no estaba más cerca de conseguirlo.
—No sé dónde está Melanie —dijo Darby—. Si así fuera, se lo diría.
—Dime que no sufrió. Al menos dame eso.
Darby intentó pensar en una respuesta adecuada. No importaba. Helena Cruz dio media vuelta y se marchó.