Capítulo 63

A Darby le temblaban las piernas. No podía aguantar de pie. Banville la cogió por la cintura y la alejó del cadáver. Ella no paraba de mirar a su espalda para asegurarse de que Boyle no iba tras ella.

—Está muerto, ya no puede hacerte daño —le susurraba Banville una y otra vez—. Se acabó.

Cuando por fin salieron del bosque la carretera ya no estaba a oscuras. Había coches de policía estacionados por todas partes, y sus luces azules giratorias alumbraban los árboles y las ventanas de la casa de Boyle.

Un poli de rostro abotargado se hallaba en el camino de acceso a la casa. El sheriff Dickey Holloway no se anduvo con rodeos. Le cabreaban los tiroteos en su territorio.

Darby se separó de ellos y fue hacia la casa. Trozos de yeso habían saltado de las paredes. El lugar emanaba un fuerte olor a cordita. Fue deambulando por las habitaciones hasta encontrar la puerta del sótano.

Los escalones conducían a un dantesco laberinto de pasillos tenebrosos. Darby gritó el nombre de Carol mientras iba de una habitación a otra, todas polvorientas y atestadas de cajas y muebles viejos. En el extremo más alejado del sótano había una pequeña bodega, llena de telarañas y olor a humedad.

Carol Cranmore no estaba allí. Allí no había nadie.

Se encontró a Banville en el salón cuando subió del sótano.

—Aquí abajo no hay celdas —dijo Darby—. Boyle tuvo que encerrar a Carol y a las demás mujeres en algún otro sitio.

Holloway estaba en el dormitorio, observando la maleta que había en el suelo. Una de las ventanas estaba rota.

—Se parapetó aquí y escapó por la ventana —dijo Banville—. Te disparó desde el tejado.

La maleta contenía una gran cantidad de ropa y un ordenador portátil. En los sobres había documentación falsa y mucho dinero.

—Da la impresión de que se estaba preparando para emprender un largo viaje —dijo Holloway—. Llegasteis justo a tiempo.

—Me gustaría echar un vistazo al ordenador —dijo Darby—. Tal vez encontremos algo que nos lleve hasta Carol.

—Ahora mismo alguien tendría que curarle esa herida. Con todos mis respetos, señora, está usted llenando de sangre mi escena del crimen.

Un enfermero le dio unos puntos en la mejilla y luego le aplicó una bolsa de hielo para controlar la hinchazón. Darby apenas podía ver con el ojo izquierdo, pero se negó en redondo a ir al hospital.

Darby se quedó sola en la parte trasera de la furgoneta, con la bolsa de hielo apretada contra la herida de la cara, mientras observaba a Holloway y a sus hombres dirigirse hacia el bosque.

Los focos de las linternas cruzándose en zigzag en medio de la arboleda trajeron a su mente el doloroso recuerdo de la búsqueda de Melanie. Ella se había convencido de que Melanie estaría a salvo, pero Mel nunca volvió a casa.

«Dios, por favor, haz que Carol esté viva. Creo que no podré superar esto otra vez.»

Banville se acercó y se sentó junto a ella.

—Uno de los hombres de Holloway tiene maña con los ordenadores. Ha puesto en marcha el portátil, pero al parecer todo su contenido está protegido por una contraseña. Vamos a necesitar a alguien que sea capaz de franquear ese código de seguridad si no queremos que se borren los archivos.

—Puedo recurrir al Laboratorio Informático de Boston. Están en otro edificio, así que la bomba no les afectó —dijo Darby—. Pero no trabajan de noche. Habrá que esperar hasta mañana. Preferiría no tener que perder tanto tiempo.

—¿Se te ocurre otra idea?

—Podrías llamar a Manning. Tal vez conozca a alguien… y está por aquí.

Darby le puso al tanto de los detalles de su conversación con Evan. Banville se abstuvo de hacer ningún comentario. Tenía la mirada puesta en la punta de sus zapatos, sus manos jugueteaban con las monedas de los bolsillos.

Holloway salió del bosque.

—Hay un cobertizo a menos de quinientos metros de la casa. Está cerrado a cal y canto. Puedo llevarles hasta allí. Es un camino lleno de baches, así que vayan con cuidado por dónde pisan.

El cobertizo se elevaba en un claro y estaba pintado del mismo tono blanco que la casa. La gran verja frontal estaba cerrada con dos candados idénticos de calibre industrial para evitar el acceso al interior, o la huida hacia el exterior. No tenía ventanas, ni puerta.

Tuvieron que esperar una media hora hasta que llegó alguien de comisaría con unas tenazas capaces de partir las cadenas.

En el garaje había un John Deere Gator criando polvo y una pala. Darby cogió una linterna y descubrió unas manchas que podían ser de sangre seca en el asiento de plástico.

Banville asomó la cabeza por un pasillo.

—Darby.

El estrecho pasillo estaba hecho de paredes de Peg-Board, unos paneles muy útiles como soporte de utensilios de jardinería. Banville llegó hasta el final. Cogió una bolsa de limas de un estante y la depositó en el suelo. En la pared de Peg-Board se apreciaba un cuadrado con espacio suficiente para pasar la mano y llegar hasta el pomo de una puerta.

Antes tuvieron que hacer saltar el candado.

La habitación secreta contenía dos celdas. Ambas estaban abiertas y vacías.

Banville entró en una sala hecha de hormigón y acero inoxidable. No había espejo ni ventanas, sólo un respiradero en el techo. En la reducida estancia había un catre de campaña fijado en el suelo, similar a los que usa el ejército. En el centro había un retrete. Darby recordó las fotos de Carol que había visto en el laboratorio.

—La tenía aquí —dijo Banville.

Darby pensó en el Gator, en la pala con restos de tierra, y sintió que el último hilo de esperanza se desvanecía en el aire.