Después de que la puerta se cerrara, Carol se había llevado las manos a los oídos para aislarse de aquellos tremendos gritos. No procedían sólo de una mujer. Eran varias las que estaban allí, en algún lugar al otro lado de la puerta, y gritaban.
Lo que había asustado aún más a Carol fueron los golpes. Bum, grito. Bum, bum, bum, grito. BUM, BUM, BUM. Sonidos aterradores que se intensificaban, se hacían más cercanos.
Carol había realizado otra búsqueda desesperada, intentando encontrar algo que le sirviera de arma, algo que pudiera haberle pasado por alto. Todo estaba clavado con firmeza al suelo, incluso el retrete. No había nada a su alcance. Lo único que tenía era la manta y la almohada.
Habían transcurrido horas desde aquel momento. La puerta no se abrió, pero eso no significaba que el hombre de la máscara no fuera a volver a por ella.
De pie en la oscura estancia, Carol no había malgastado el tiempo alimentando su pánico. Lo había aprovechado para trazar un plan.
Sabía que los hombres tenían un punto especialmente vulnerable: los cojones. En una ocasión Mario Densen había apoyado su gorda mano en el culo de Carol y lo había apretado con fuerza. Aunque Mario era el doble de alto y pesaba casi el triple que ella, se había desplomado como un castillo de naipes tras propinarle un buen puntapié en los testículos.
Carol se había quitado la sudadera y, con la ayuda de la almohada, había colocado el bulto debajo de la manta. Había concebido un plan.
Cuando se abriera la puerta, el hombre de la máscara creería que ella estaba acostada en la cama, pero en su lugar estaría de pie contra la pared. En cuanto él entrara, ella saldría por su espalda y le patearía con fuerza los huevos. Le propinaría una buena patada y, cuando él cayera al suelo —siempre se caían—, ella seguiría pateándole la cara y la cabeza.
Carol, vestida únicamente con la ropa interior, temblaba en la fría celda. Para mantenerse despierta y entrar en calor fue recorriendo la pequeña zona que la separaba de la puerta, a sabiendas de que eran sólo seis pasos los que la separaban de la pared. Cuando se cansaba, cuando el miedo empezaba a asediarla, golpeaba la pared con las manos para que la ira volviera a estar a flor de piel.
Pensó en la bandeja de comida y se preguntó si seguiría en el pasillo. El mero hecho de pensar en comer le produjo un hormigueo en el estómago. Se recordó que no le hacía falta alimentarse: podía sobrevivir a base de agua, y de ésta no carecía. Había bebido un poco antes: quería mantenerse hidratada y eliminar las drogas administradas de su organismo…
Un momento. La bandeja. La comida iba en una bandeja de plástico. Si la rompía podía utilizar algún fragmento afilado para defenderse. Podía clavárselo en la cara. Podía clavárselo en los ojos.
La puerta empezó a abrirse. Crac, crac, crac.
Carol apoyó la espalda en la pared, tensa, con los ojos fijos en el tenue cuadrado de luz que rasgaba la oscuridad. Tenía que concentrarse, tenía que estar lista. Sólo dispondría de una oportunidad y no podía desaprovecharla.
El hombre de la máscara no entró en la celda; ni siquiera estaba junto a la puerta. Su sombra no se reflejaba en el suelo.
Una música empezó a sonar, una melodía parecida a jazz anticuado que recordó a Carol la época en que los hombres llevaban fedoras e iban a salas de baile. Los golpes y los gritos habían cesado.
La puerta seguía abierta. La última vez se había cerrado después de un par de minutos.
¿Acaso esperaba que ella saliera?
Para alcanzar la bandeja tenía que arriesgarse a cruzar ese umbral. Tenía que correr el riesgo de que él la viera. Y si la veía, su plan de fingir que estaba acostada se iría al garete.
Pero no podía defenderse sólo con las manos. El hombre de la máscara era demasiado fuerte. Y tenía un cuchillo. Ella necesitaba la bandeja. Carol se acercó más aún a la puerta abierta, atenta a cualquier ruido, a cualquier movimiento, a cualquier sombra.
Carol se situó en el rincón. Con mucho cuidado, se volvió a mirar.
La bandeja de plástico había sido desplazada hasta el final del largo pasillo. Debajo de la bandeja, ennegrecido por la débil luz, había un charco de sangre. Procedía de la mujer que yacía boca abajo en el suelo.
«No grites, que no se te ocurra gritar o él te oirá.»
Carol se mordió el labio inferior y concentró todos sus esfuerzos en apaciguar el pánico que la invadía.
«Ve a por la bandeja.»
Carol no se movió. Pensaba en la mujer muerta que yacía en el suelo. No se movía.
«Tienes que hacerte con esa bandeja. Si él vuelve con el cuchillo…»
Carol corrió.
La puerta empezó a cerrarse.
Carol siguió corriendo. Concentrada en la bandeja, la meta.
«Sigue corriendo.»
El final del pasillo parecía no llegar nunca. Levantó la bandeja, notando el tacto pegajoso de la sangre bajo los pies. Carol dio media vuelta, a punto de regresar a su cuarto, cuando sintió la mano de la mujer agarrándola del tobillo.
Carol gritó.
—Ayúdame —dijo la mujer con voz somnolienta—. Por favor.
Bam. Una puerta se cerró.
«Vuelve a tu cuarto.»
No puedo abandonarla…
«Está muerta, Carol. Vuelve a tu cuarto ya.»
Carol corrió bandeja en mano. Corrió tanto como pudo, forzando las piernas, susurrando: «Ayúdame, Dios mío, por favor, haz que la puerta esté…».
La puerta de su cuarto estaba cerrada.
No había manija. Carol clavó los dedos en el resquicio de la puerta, dedos manchados de sangre sobre el frío acero, intentando encontrar el modo de abrirla. Era imposible. La puerta estaba cerrada y ella se había quedado fuera, atrapada con la mujer muerta…
BAM. Otra puerta se cerraba. Y una segunda… Y otra.
El hombre de la máscara venía a por ella.