La sirena de evacuación resonaba por los altavoces del hospital. Daniel Boyle se abrió paso entre un gentío de civiles, médicos y enfermeras que corrían en todas direcciones, personas que chocaban unas contra otras, que caían, en esa búsqueda desesperada de encontrar una salida que los alejara del polvo y del humo que invadían los pasillos.
La sala de espera de la UCI estaba vacía; las puertas, abiertas. Nadie vigilaba la habitación de Rachel. Los dos policías encargados de la guardia habían sido requeridos o bien habían decidido marcharse.
Boyle corrió pasillo abajo. Las enfermeras de la UCI habían abandonado sus puestos. Estaba solo. Miró por la ventana de la habitación de Rachel Swanson. Estaba dormida.
Boyle empujó la puerta con el brazo, con cuidado para no dejar huellas.
Del bolsillo de la chaqueta sacó una aguja hipodérmica. Partió el envoltorio de plástico con los dientes, dejando la aguja al aire, y presionó el pulgar contra el extremo opuesto mientras avanzaba hacia la cama.
Boyle habría deseado despertarla, habría deseado oírla gritar una última vez antes de que empezaran las convulsiones.
La aguja penetró en el catéter. Daniel Boyle inyectó el aire en el tubo.
Pasó el puño de la chaqueta por el tubo con gesto enérgico y en unos segundos se dirigía hacia la puerta. Misión cumplida.
Cubrió la jeringuilla con la cápsula de plástico y se la guardó en el bolsillo.
Cruzó el umbral y caminó rápidamente por el pasillo. Nadie se fijaba en él…
Un guardia de seguridad del hospital estaba al lado de la unidad de enfermería. El hombre iba vestido con un impermeable oscuro y llevaba un auricular y un micrófono en la solapa. Miraba a su alrededor, en busca de heridos, cuando vio a Boyle.
Boyle corrió hacia él.
—Aquí no hay nadie —le dijo—. Todo despejado.
Una alarma sonó detrás del mostrador central.
El guardia de seguridad se giró para mirar los monitores.
—¿Qué pasa?
Boyle fingió estudiar los números del monitor.
—Uno de los pacientes ha sufrido un paro cardíaco —manifestó Boyle—. Ya me ocupo yo. Asegúrese de que todo el mundo llega hasta la escalera.
—¿Está seguro de que no necesita ayuda?
—No, puede irse. Ya me encargo yo.
El guardia de seguridad no se movió.
Con mucha calma, como si buscara un bolígrafo, Boyle deslizó la mano en el interior de la bata blanca y desprendió el cierre de la cartuchera. Abatiría a aquel poli de alquiler si no le quedaba otro remedio; primero lo abatiría y luego iría corriendo hacia la escalera.
No hizo falta. El guardia se había ido. Boyle le vio marchar, luego dobló la esquina y entró en los servicios. Recogió la mochila de la papelera y avanzó hacia un policía que orientaba a la gente hacia la escalera. Boyle se fundió entre la multitud formada por pacientes, visitas y personal del hospital.
La mañana era una mezcla de lluvia y de sirenas. Corrió por Cambridge Street y bajó las escaleras del metro.
El día anterior, cuando volvía a casa desde Belham, había comprado una tarjeta multiviaje en South Station. La introdujo en el lector magnético, sin dejar huellas, y permaneció junto al resto de los pasajeros observando el caos. Nubes de humo salían de las ruinas del aparcamiento de carga y descarga. Camiones de bomberos, ambulancias y coches patrulla venían por todas partes. Cambridge Street estaba cubierta de cascotes, trozos de cristal y fragmentos de ladrillo. Boyle vio que la explosión había destruido varias ventanas del almacén.
Cuando llegó el tren, Boyle ocupó un asiento junto a la ventanilla, sacó la BlackBerry y escribió un mensaje para Richard: «Misión cumplida».
Boyle se distrajo pensando en lo que le haría a Carol Cranmore en cuanto ella saliera de su celda. Más pronto o más tarde saldría a buscar comida. Todas lo hacían.
Pero no disponía de todo el tiempo del mundo. Ahora no. Los preparativos para la partida ya estaban hechos. Tendría que matarlas a todas pronto. Esa misma noche, tal vez.