Los servicios del hospital olían a lejía. Boyle estaba solo. Entró en el último retrete del extremo izquierdo. Ya se había despojado de la cazadora y la gorra de FedEx. La mochila vacía, que llevaba colgada a la espalda, estaba ahora en el suelo.
Boyle llevaba un atuendo verde de cirujano debajo de la ropa. Se cambió las botas por unas zapatillas deportivas. Después de atarse una badana a la cabeza, guardó las botas y la ropa de FedEx en la mochila y abrió la puerta del retrete.
Se miró al espejo. Bien. Llevaba unas gafas de montura negra en el bolsillo del pecho. Se las puso.
Boyle arrojó la mochila en el cubo de basura. Sacó la BlackBerry y escribió: «Preparado. En posición».
Boyle abrió la puerta y salió al brillante y bullicioso pasillo de la octava planta. Avanzó por él y se detuvo junto a las grandes ventanas que daban a la entrada del Mass General.
Los únicos vehículos que no tenían acceso restringido a la puerta principal eran los taxis y las ambulancias. Vio seis de estas últimas aparcadas delante. Dos más se acercaban. La policía estaba ocupada dirigiendo el tráfico. Había más agentes de lo acostumbrado para tratar a la inquieta turba de periodistas, que estaban agrupados cerca del viejo edificio de ladrillos que hacía las veces de almacén del hospital.
El mensaje de Richard llegó cinco minutos más tarde: «Adelante». Boyle se palpó el interior del bolsillo. Notó el tacto frío del detonador.
Se alejó de las ventanas y se dirigió a la UCI. Nada más llegar a la sala de espera, presionó el botón.
Se oyó una detonación lejana, seguida del ruido de cristales al hacerse añicos. Luego empezaron los gritos.
Stan Petarsky se esforzaba en no pensar en el cadáver que había dentro de la caja que tenía a sus pies. Intentaba distraerse con alguna idea agradable —como un Jim Beam con hielo— cuando se abrió la puerta del ascensor.
Erin Walsh, la guapa rubia con la que en ocasiones coincidía en la cafetería, salía por la puerta con el móvil en la mano y le indicó por señas que la acompañara hacia la escalera. Stan cogió la caja y la llevó al Laboratorio de Serología.
Erin empezó a sacarle fotos. Stan no quería permanecer cerca de un cadáver mutilado. Se encaminaba a la puerta, pensando en cómo agenciarse un trago de Jim Beam, cuando el paquete hizo explosión.