Boyle abrió la puerta que daba al aparcamiento. Vio al poli que había revisado la parte trasera de la furgoneta mirando por la ventanilla del conductor.
«Sonríe y finge, no pasa nada.»
—¿Algún problema, agente?
—¿Desde cuándo cerráis con llave las furgonetas, chico? ¿No os fiáis de nosotros? —El poli sonreía, pero en su tono planeaba una leve amenaza.
—Es la costumbre —dijo Boyle, y le devolvió la sonrisa—. Mi ruta habitual es la de Dorchester. Cuando empezaba, unos chavales me robaron mientras hacía una entrega. ¿Adivina quién se la cargó?
—¿Te importa que eche un vistazo a la parte de atrás?
—Adelante.
Boyle buscó las llaves en el bolsillo de la cazadora. Notó el Cok Commander enfundado en la cartuchera.
Boyle abrió la puerta trasera. El poli se pasó la lengua por los dientes mientras miraba las cajas dispuestas en los estantes. Boyle se preguntó si el agente entraría en la furgoneta y empezaría a mover las cajas. Las bombas de fertilizante estaban guardadas en grandes cajas debajo de los estantes. Boyle no había dejado nada al azar.
El poli sacó la cabeza.
—Será mejor que revises esos amortiguadores.
—Ahora mismo voy al taller —dijo Boyle—. Conozco uno muy bueno.
Diez minutos más tarde Boyle se hallaba al volante en dirección a Storrow Drive. Se puso los auriculares y sintonizó el iPod en la frecuencia del pequeño aparato que había colocado en los pliegues de cinta del papel marrón que envolvía el paquete.
Ruidos sordos, gente que hablaba, voces lejanas y próximas. Una voz le llegó por los auriculares.
—Dios, ¡cómo pesa esto!
Luego se oyó un golpe, y la misma voz dijo:
—Eh, Stan, hazme un favor y pon el resto del correo en la cinta, ¿vale?
—Pensaba que querías que fuera a por algo de comer.
—En un minuto. Acaba de entrar un paquete para el laboratorio. Quiero llevarlo arriba.
Boyle cogió la BlackBerry y tecleó un mensaje a toda prisa: «Paquete entregado. A punto de pasar por rayos X. ¿Test de explosivos?».
Boyle envió el mensaje y esperó. Ojalá pudiera hablar con Richard. Sería mucho más rápido y más fácil que teclear mientras conducía.
La respuesta de Richard no tardó en llegar: «Verán el maniquí por rayos X y lo subirán enseguida al laboratorio».
Boyle deseó que Richard tuviera razón. Escribió: «Estoy a veinte minutos del hospital. ¿Y Darby?».
Cinco minutos después llegó la respuesta de Richard.
«Está en un coche, con los del SWAT. Conectaré los micrófonos dentro de treinta minutos. Avisa cuando estés listo.»
Boyle aceleró.
Stan Petarsky, uno de los técnicos de rayos X contratados por la comisaría de Boston, estaba sentado en un taburete detrás de los controles. Bebía café para despejarse. La noche anterior había mantenido la enésima discusión con su mujer, que le reprochaba su afición a la bebida, y en este momento no sabía qué era peor, si la insoportable resaca o el eco de la voz regañona de su mujer martilleándole la cabeza.
Un trago de Jim Beam los acallaría a los dos. Tendría que esperar hasta la hora de comer, a que abriera el bar que había en la acera de enfrente.
El paquete avanzaba por la cinta transportadora. Cuando llegó a la máquina de rayos X, Stan manipuló los controles hasta que el paquete apareció claramente en el monitor, situado a la altura de sus ojos.
Stan se levantó enseguida, con tanto ímpetu que derribó el taburete.
—Jimmy, ven aquí.
—¿Qué?
—Mira esto.
Stan dio un paso atrás para que Jimmy pudiera disfrutar de una vista completa de la pantalla.
En el interior del paquete había varios miembros y una cabeza. Stan podía distinguir brazos y piernas. Al lado de la cabeza había una mano que llevaba anillos y un reloj de pulsera.
Stan sintió un vuelco en el estómago, tan fuerte que creyó que iba a vomitar.
Jimmy se pasó una mano temblorosa por los labios secos.
—Saca el paquete de la máquina un momento. Quiero ver algo.
Stan obedeció. Jimmy se puso las lentes bifocales y examinó la escritura.
—Busca el nombre del remitente —dijo Jimmy. Estaba lívido.
—Carol Cranmore —dijo Stan—. ¿Y qué?
—Así se llama la chica desaparecida. ¿No has visto las noticias?
—¡Dios santo! ¿Crees que su cadáver está ahí dentro?
—Será mejor que llames arriba para decírselo.
—Hazlo tú. Antes tengo que someterlo al test de explosivos.
—¿Crees que lleva una bomba metida en el culo?
—Tranquilo, me limito a seguir el procedimiento.
—Tengo que hacer un par de llamadas. Mientras estoy al teléfono, ¿por qué no te haces un favor y buscas un chicle o un caramelo de menta? Me estoy mareando con tu aliento, ¿captas lo que te digo?
Darby se removió en su asiento. En la pantalla del ordenador aparecían dos pares de líneas estables que recordaban a un electrocardiograma.
Se moría por que sucediera algo, necesitaba actuar. Cruzó y descruzó las piernas.
Coop se inclinó hacia ella y le susurró al oído:
—¿Te pasa algo en el culo?
—Estos aparatos ya deberían estar conectados.
—Ten paciencia.
Pasó media hora más.
—Anoche hablé con mi hermana —dijo Coop—. Trish ingresará en el hospital mañana. Van a provocarle el parto.
—¿Cuánto tiempo lleva de retraso? —Darby seguía atenta al portátil.
—Casi dos semanas. Al final han escogido nombre para mi sobrino. Fabrice.
—¿Le van a poner el nombre de un ambientador?
—No, eso es Febreze. He dicho Fabrice. Es francés, como su marido.
—Pobre crío, será mejor que nazca con un par de cojones.
—Dímelo a mí —replicó Coop—. Brandy me dijo que el nombre sonaba moderno y con estilo.
—¿Brandy?
—La chica con la que salgo ahora. Está estudiando cosmética. Cuando se gradúe, quiere irse a Nueva York y dedicarse a poner nombre a los pintalabios.
—¿Qué significa eso? ¿Nombres de pintalabios?
—Las compañías cosméticas no pueden usar nombres como rosa y azul. Tienen que encontrar otros más sugerentes, que vendan, como rosa dulce o lavanda fresca. Esos nombres son suyos, por cierto.
—Vaya, no me cabe duda de que es la más lista de todas tus novias.
Las líneas de la pantalla del portátil empezaron a vibrar.
—Los dispositivos de escucha están en marcha —dijo el técnico del FBI.
Darby se agarró al borde del asiento. La furgoneta se puso en movimiento.