Capítulo 40

Una ligera llovizna caía sobre Boston, congestionando las autopistas.

Daniel Boyle, al volante de la furgoneta Federal Express, puso el intermitente y giró a la izquierda; descendió despacio por la rampa mientras los amortiguadores gemían por el peso de la parte trasera.

Dos policías vigilaban el área de carga y descarga. Boyle se detuvo delante de un largo tramo de placas de acero. Sabía de qué se trataba. Con sólo apretar un interruptor, las placas descendían, dejando al descubierto una serie de clavos que agujerearían las ruedas de cualquier vehículo que intentara huir.

Un poli obeso de mejillas caídas se dirigió a él bajo la lluvia. Boyle bajó la ventanilla, y adoptó su mejor sonrisa y su tono más amable.

—Buenos días, agente. Ésta no es mi ruta habitual, estoy haciendo una sustitución. Traigo un paquete para el laboratorio. ¿Podría indicarme adónde debo dirigirme?

—Primero firma aquí.

Boyle cogió la carpeta. Llevaba guantes de piel en las manos. Escribió «John Smith» en la lista de entradas. El nombre encajaba con la foto plastificada que llevaba prendida del bolsillo de la camisa. Boyle disponía de otras credenciales en caso de necesidad.

Devolvió la lista al agente por la ventanilla. El compañero del gordo estaba ocupado echando un vistazo a la furgoneta.

—Baja esta rampa hasta el final y aparca. No tiene pérdida, está muy bien señalizado —dijo el poli obeso—. Las entregas se realizan por esa puerta gris de ahí. Sigue el pasillo que lleva al mostrador central. Alguien te firmará el acuse de recibo. No hace falta que subas el paquete.

Boyle iba a soltar el freno cuando el segundo poli dijo:

—Llevas la parte de atrás de la furgoneta bastante hundida, compañero.

—Los amortiguadores están fatal —dijo Boyle—. Hago tres repartos más y me voy directo al taller. Al paso que voy, tendré que trabajar hasta las seis de la tarde. Menuda forma de empezar el día, ¿eh?

El poli gordo, harto de soportar la lluvia, le indicó que pasara.

Se oyó un ruido cuando la furgoneta pasó por las placas de metal. Enfiló la rampa y fue hacia el aparcamiento. Las cámaras de seguridad dispuestas en los muros recorrían la zona. Boyle se bajó la gorra para que le ocultara la cara.

Había muchos espacios vacíos en la zona de carga y descarga. Boyle escogió el que quedaba más cerca de las escaleras. Boyle se apeó de la furgoneta, abrió la parte trasera, agarró el pesado paquete y fue hacia el interior.

La furgoneta blanca de vigilancia, provista de periscopio y de transmisores y receptores de microondas, estaba diseñada para parecer un vehículo de reparaciones de la compañía telefónica. El conductor iba vestido a conjunto.

Darby estaba sentada junto a Coop en un banco forrado de tela, cerca de las puertas traseras. Frente a ella, en el banco contrario, había dos miembros del SWAT de Boston. Los dos sudaban bajo el grueso atuendo militar. Uno mascaba chicle y hacía globos, mientras el otro revisaba la impresionante ametralladora Heckler & Koch MP7 que llevaba cruzada sobre el pecho.

Ella no tenía ni idea de dónde estaban. No había ventanas. El reducido habitáculo olía a café y a desodorante masculino.

Banville ocupaba una silla giratoria dispuesta frente a una mesa pequeña pero útil. Mantenía una conversación privada con uno de los técnicos del FBI. Darby se preguntaba qué estaría pasando.

Otro federal, con los auriculares colocados sobre su enorme calva, escuchaba la charla de Evan dentro de la casa; a veces hacía una pausa para hablar con su compañero, que estaba ocupado en observar la pantalla de un ordenador portátil conectado a un equipamiento de aspecto futurista que se usaba para controlar la frecuencia de los micrófonos. En ese momento, estaban desconectados.

En algún momento se produciría la llamada. Los técnicos del FBI captarían la señal y el SWAT de Boston recibiría la orden de entrar en acción. El SWAT de Boston actuaba con eficacia, rapidez y contundencia.

Sonó el teléfono. Darby se tensó y clavó los dedos en el borde del banco.

Banville contestó. Escuchó durante un minuto entero antes de colgar. Negó con la cabeza.

—Los micrófonos siguen apagados —dijo por fin.

Darby se secó las palmas húmedas en los pantalones. «Vamos, maldita sea. Conéctalos.»

El vestíbulo de mármol de la comisaría de Boston era impresionante. Boyle estaba seguro de que las cámaras de seguridad le enfocaban en ese preciso instante, grabando todos sus movimientos. Había polis por todas partes. Avanzó cabizbajo hacia el mostrador.

El tipo uniformado que había al otro lado del mostrador leía el Herald bajo una lámpara baja. Boyle dejó el paquete sobre el mostrador de madera.

—¿Quiere que lo suba? —preguntó Boyle—. Pesa bastante.

—No, lo haremos nosotros. ¿Tienes que firmar algo?

—No hace falta —dijo Boyle—. Que tenga un buen día.

Billy Lankin no conseguía quitarse de la cabeza la furgoneta de FedEx. No era un gran experto en coches, pero tenía casi la certeza de que el problema de aquel vehículo no eran los amortiguadores.

El compañero de Billy, Dan Simmons, bebía café. El eco de la lluvia sobre el techo llenaba la caseta.

—Es la octava vez que bajas al aparcamiento, Billy.

—Es por la furgoneta de FedEx. No me convence.

—¿A qué te refieres?

—El modo en que se hundía la parte de atrás —dijo Billy—. No creo que los amortiguadores estén gastados.

—Si tanto te preocupa ve a echarle un vistazo.

—Creo que eso voy a hacer.