Capítulo 23

Boyle estaba a punto de entrar en la celda de Carol, pistola en mano, cuando su madre le habló por primera vez en años.

«No tienes por qué matarla, Daniel. Puedo ayudarte.»

Boyle notaba su propio aliento, caliente y rancio, por debajo de la máscara. Carol estaba acurrucada debajo de la cama y le suplicaba que no le hiciera daño. Él no quería perder a Carol: nunca quería desprenderse de ninguna; no después de tanto esfuerzo, de tantos planes trazados.

«Puedes quedarte con ella, Daniel. Puedes quedarte con todas.»

«¿Cómo?»

«¿Por qué iba a decírtelo? ¿Después de lo que me hicisteis Richard y tú cuando volviste a casa? Te guardé el secreto durante muchos años y ¿cómo me lo pagaste? Enterrándome viva en el bosque. Entonces te advertí que nunca te librarías de mí, y tenía razón. Has matado a todas esas mujeres que te recordaban a mí, pero sigo contigo. Siempre estaré a tu lado, Daniel. Quizá deje que venga la policía y se te lleve.»

«No me encontrarán. Todas las pistas conducen a Earl Slavick. Ya he grabado las fotos en su disco duro. He imprimido los mapas desde su ordenador para que el FBI pueda conectarlos con él. Una sola llamada es suficiente para llevarles hasta la puerta de su casa.»

«Pero eso no resuelve el problema de Rachel, ¿no crees?»

«Rachel no sabe nada. No…»

«Ella consiguió entrar en tu despacho, ¿no te acuerdas? Registró el archivador. ¿Quién sabe lo que encontró allí?»

«Nunca me vio la cara. Y tengo la sangre de Slavick. Entré en su casa con la ayuda de una copia de sus llaves, lo dejé inconsciente con el trapo empapado en cloroformo mientras estaba en la cama y le saqué sangre, y arranqué las fibras de color tostado de la alfombra de su dormitorio…»

«Eres muy listo, Daniel, pero cometiste un error con Rachel. Ella fue más lista que tú, y cuando despierte, y sabes que lo hará, le contará a la policía todo lo que sabe, y ellos vendrán y te encerrarán para siempre. Pasarás el resto de tus días encerrado en una celda pequeña y oscura.»

«No permitiré que eso suceda. Antes prefiero suicidarme.»

«No tienes que matar a Carol, pero sí a Rachel. Hay que acabar con ella antes de que despierte. Sé cómo resolver el problema de Rachel. ¿Quieres que te lo diga?»

«Sí.»

«¿Sí, qué?»

«Sí, por favor. Por favor, ayúdame.»

«¿Harás lo que te diga?»

«Sí.»

«Cierra la puerta.»

Boyle obedeció.

«Vuelve al despacho.»

Boyle lo hizo.

«Siéntate. Buen chico. Voy a decirte lo que tienes que hacer…»

Boyle escuchó las instrucciones de su madre. No formuló ninguna pregunta porque sabía que ella tenía razón. Su madre siempre tenía razón.

Cuando ella hubo terminado, Boyle se puso de pie y recorrió la estancia, deteniéndose varias veces para mirar el teléfono. Quería llamar a Richard, pero éste le había dado órdenes estrictas de no llamarlo nunca al móvil. Aunque Boyle sabía que debía esperar a que llegara Richard para ponerlo en antecedentes del plan, la impaciencia lo consumía. Estaba demasiado nervioso. Tenía que hablar con Richard ya.

Boyle descolgó el teléfono y marcó el número del móvil de Richard. Éste no contestó. Boyle colgó y volvió a marcar de nuevo. Richard contestó al cuarto timbrazo. Estaba enfadado.

—Te he dicho mil veces que no llames a este número…

—Necesito hablar contigo —dijo Boyle—. Es importante.

—Luego te llamo.

La espera fue insoportable. Boyle esperó a que sonara el teléfono, sentado en la mecedora, sin dejar de moverse. La llamada se produjo veinte minutos más tarde.

—Podemos relacionar a Rachel con Slavick —dijo Boyle.

—¿Cómo?

—Slavick es miembro de la Hermandad Aria. Cuando vivía en Arkansas, en la finca de la Mano del Señor, intentó secuestrar a una chica de dieciocho años pero fracasó. Si ella hubiera podido señalarlo en la rueda de reconocimiento habría ido a dar con sus huesos en la cárcel. También se entrenó en sus campos de tiro, trabajó en su tienda de armas. Y puso bombas en iglesias de barrios negros y sinagogas.

—No me estás diciendo nada que yo no sepa.

—Slavick está organizando su propio movimiento aquí, en New Hampshire —dijo Boyle—. He estado en sus instalaciones. Tiene el cobertizo lleno de bombas, y en el sótano hay un montón de explosivos plásticos de fabricación casera. Podemos usarlos para distraer la atención y llegar hasta Rachel.

—¿Quieres hacer estallar una bomba en el hospital?

—La explosión de una bomba provoca un caos inmediato. La gente creerá que se trata de un ataque terrorista: revivirán el once de septiembre. Mientras todos huyen despavoridos, nadie nos prestará atención. Uno de nosotros puede entrar en la habitación de Rachel, introducirle aire en el catéter y provocarle un infarto instantáneo. Parecerá que ha muerto por causas naturales.

Richard no contestó. Bien, eso era señal de que se lo estaba pensando.

—La bomba en el hospital no sólo nos servirá para matar a Rachel, también atraerá antes al FBI —prosiguió Boyle—. Cuando se contraste el ADN de Slavick en el CODIS, el FBI se presentará allí con la velocidad del rayo para ocuparse del caso.

—En eso llevas razón. Si la identidad de Slavick salta a la prensa, los federales tendrán que enfrentarse a una pesadilla mediática. ¿Dónde está Slavick ahora? ¿En casa?

—Se ha ido a pasar el fin de semana a Vermont, para entrevistar a miembros potenciales del movimiento —respondió Boyle—. Lleva el GPS instalado en su Porsche. Puedo localizártelo en un instante si es lo que quieres.

—Si llevamos esto a cabo tienes que actuar con rapidez.

—Es hora de que me mueva de todos modos. He estado considerando la posibilidad de volver a California.

—No puedes volver a Los Ángeles. Aún te están buscando.

—Pensaba en La Jolla, en algún lugar del norte. Podríamos aprovechar la ocasión para librarnos de Darby McCormick. Hacer que parezca un accidente. Se me han ocurrido varias ideas.

—Hablaremos de ello cuando llegue.

—¿Y qué hago con Carol? ¿Puedo quedarme con ella?

—Por el momento, pero no la saques de la celda. Aún no.

—Te espero —dijo Boyle—. Podemos jugar con ella juntos.