Carol Cranmore estaba sentada en la cama, cubierta con una manta de lana áspera que le provocaba escozor en la piel. No sabía cuánto tiempo llevaba despierta. Sabía que ya no llevaba puesta la camiseta de Tony. La ropa que vestía —leotardos ajustados y una camiseta ancha— olía a suavizante.
No recordaba haber sido desnudada. El único recuerdo que volvía una y otra vez a su mente era el de un extraño tapándole la boca con un trapo maloliente.
Carol se mesó los cabellos. «Esto no debería estar pasándome. Hoy debía estar en el colegio, había planeado comer con Tony y luego ir con Kari al centro comercial porque Abercrombie & Fitch está de rebajas y he ahorrado mucho dinero de los canguros porque soy buena persona no debería estar aquí oh Dios por qué me está pasando esto…»
El pánico parecía una ola monstruosa que se cernía sobre ella. Carol tomó aire, y el miedo y el terror entraron en ella, le subieron por la garganta, y salieron en forma de gritos que llenaron la oscura habitación: gritó hasta que la garganta se le quedó seca, gritó hasta que no le quedó nada.
La oscuridad no se desvaneció.
Carol cerró los ojos y le rezó a Dios; rezó con todas sus fuerzas. Abrió los ojos. La oscuridad seguía allí. Tenía que hacer pis. ¿Había algún retrete escondido en algún rincón de ese lóbrego cuartucho?
Carol bajó las piernas de la cama y su pie rozó algo que tenía un borde duro. Se agachó, recorrió la silueta del objeto con las manos. Era una bandeja que contenía un sándwich envuelto y una lata de soda. Quien la hubiera llevado hasta allí no sólo la había vestido antes de acostarla, sino que se había tomado la molestia de arroparla con una manta para asegurarse de que no pasaba frío, y le había dejado comida.
Carol se secó las lágrimas de la cara. Quitó el envoltorio y dio un mordisco al sándwich. Mantequilla de cacahuete y gelatina. Se lo tragó con ayuda de un trago de soda. Era Mountain Dew, su preferida.
Mientras comía, Carol se preguntó por un instante si el secuestrador podía ser su padre. No lo había visto nunca; ni siquiera sabía su nombre. Su madre se refería al hombre llamándolo «el donante», nada más.
Si su padre la había raptado —como sucedía tantas veces, según había visto en las noticias—, no la encerraría en una sala sin luz. No, no era su padre quien la había llevado allí. Era otra persona.
Carol apuró la Mountain Dew, preguntándose si habría algún interruptor en la pared.
A su espalda, la pared tenía la misma textura áspera del suelo, como si fuera papel de lija. Hormigón, seguramente. Pasó las manos por la pared situada junto a su cama y no consiguió encontrar un interruptor. Pero eso no significaba que no hubiera uno.
Carol recobró la calma. Bien, ahí estaba el final de la cama. Había dos opciones: derecha o izquierda. Decidió ir hacia la izquierda y empezó a mover las manos por la pared, contando los pasos mientras buscaba un interruptor. Al llegar a dieciocho se topó con el final de la pared. La única dirección posible era hacia la izquierda.
Nueve pasos; su barbilla dio con algo duro. Se agachó y notó una superficie fresca y lisa. Siguió pasando sus manos por la zona curvilínea, notó agua y supo de qué se trataba: un retrete. Bien. Quería hacer pis, pero eso podía esperar. Era mejor seguir explorando.
A los diez pasos se topó con un lavamanos.
Ocho pasos más y sus manos chocaron con los mandos de una ducha. Giró el grifo con cuidado, oyó cómo el agua recorría la tubería y notó cómo le mojaba la cabeza y la cara. Estaba encerrada en un cuarto pequeño y frío, provisto de una cama, un retrete, un lavamanos y una ducha.
Tenía que haber algún interruptor cerca. Su secuestrador no pretendería tenerla sumida en la oscuridad a todas horas, ¿no? «Por favor, Dios, por favor, que encuentre un interruptor.»
Dio seis pasos y llegó al final de la pared. Diez pasos más. La pared giraba a la izquierda y Carol la siguió con las manos, contando: uno, dos, tres, cuatro… Espera: allí había algo duro, áspero y frío. Metálico. Siguió moviendo las manos por el metal, arriba, abajo, de un lado a otro.
Era una puerta, pero no se parecía a ninguna que ella hubiera visto nunca. Aquélla era muy ancha y estaba hecha de acero. No tenía pomo ni palanca. Tony sabría lo que era si estuviera allí. Cuando su padre no estaba borracho, era contratista de obras, y muy bueno…
Tony. ¿Lo habrían llevado también allí?
—¿Tony? Tony, ¿dónde estás?
Carol permaneció inmóvil en la fría oscuridad, esforzándose por oír algo que no fuera el brutal latido de sus sienes.
Una voz gritó desde lejos; parecía amortiguada, como si viajara por debajo del agua.
Carol volvió a gritar el nombre de Tony, tan fuerte como pudo, y apoyó la oreja contra el metal frío. Alguien intentaba responderle. Había una persona allí, pero la voz estaba demasiado lejos.
Una idea fue abriéndose paso hacia la superficie de la mente de Carol, sorprendiéndola: era código Morse. Había leído al respecto en la clase de historia. No conocía el código Morse, pero sabía lo suficiente para comunicar algo con él.
Carol golpeó la puerta dos veces. Escuchó.
Nada.
«Vuelve a intentarlo.» Dos golpes más. «Escucha.»
Se oyeron dos golpes: la respuesta, débil pero clara.
Un panel interno de la puerta dejó entrever una luz tenue. Al otro lado, mirándola, había una cara cubierta de vendajes sucios. Los ojos estaban ocultos detrás de trozos de ropa negra.
Carol cayó de espaldas hacia la oscuridad y gritó al ver cómo la puerta se iba abriendo, lentamente.