Capítulo 20

Boyle contempló la pared atestada de fotos de las mujeres a las que había dado caza a lo largo de los años. A veces se pasaba horas allí sentado, mirando sus caras y recordando lo que les había hecho a cada una de ellas. Era una buena forma de pasar el rato.

En la esquina inferior había una vieja foto de Alicia Cross. Vivía dos calles más arriba, al otro lado del bosque de detrás de su casa. Iba en bicicleta por un tramo largo de una carretera desierta cuando él se le acercó. Boyle contó a la niña de doce años que su madre le había enviado a buscarla para llevarla al hospital porque el padre de Alicia había sufrido un grave accidente de coche. Alicia estaba tan disgustada que dejó la bici en la carretera y montó en su coche.

Estaba demasiado aterrada para luchar; era demasiado pequeña para luchar. Boyle tenía dieciséis años y era fuerte.

Durante toda una semana —la segunda del mes de vacaciones que su madre pasó en París— la policía y equipos de voluntarios peinaron los bosques y los barrios colindantes. Boyle los observaba desde la ventana del dormitorio. Durante tres días, los grupos de búsqueda registraron los bosques que rodeaban su casa. Recordaba las largas tardes de verano que pasó junto a la ventana, masturbándose mientras escuchaba los gritos de la madre de Alicia llamando a su hija una y otra vez.

Por la noche bajaba a la bodega y liberaba a Alicia de sus ataduras. A veces la perseguía por todo el sótano. Había muchos lugares donde esconderse.

Aunque todo eso fue divertido, no podía compararse con la cegadora y caliente excitación que sintió al estrangularla.

La noche del asesinato no pudo conciliar el sueño. Estrangular a Alicia había sido magnífico, pero no había resultado tan emocionante como ver el miedo en sus ojos, la mirada puesta en el rosario que estaba en el suelo mientras intentaba zafarse de la cuerda que le rodeaba la garganta.

Boyle experimentó una intensa sensación de poder: no era el poder de matar, no, eso era demasiado fácil. Lo que tenía en sus manos era el poder de alterar los destinos ajenos. Podía cambiar la forma del mundo a su antojo. En sus manos poseía el poder de Dios.

A primera hora de la mañana, cuando aún no había amanecido, Boyle se dirigió al bosque con una pala. Cuando volvió a buscar el cuerpo se encontró con su madre en la cocina. Había vuelto de su viaje a París antes de lo previsto. No le dijo los motivos de su regreso, ni preguntó por qué estaba tan sucio ni por qué sudaba. Le hizo subir las maletas y las bolsas al dormitorio y dedicó el resto del día a dormir.

Aquella noche arrojó el cadáver de Alicia a la tumba. De pie junto al hoyo, Boyle se vio asaltado por una extraña sensación de tristeza. No debería haberla asesinado. Debería haberse limitado a estrangularla hasta que perdiera el conocimiento. Así, cuando despertara, podría haber repetido la acción una y otra vez, tantas como le hubiera apetecido.

Boyle oyó el ruido de una rama quebrarse a su espalda. Se volvió y vio a su madre; la luna iluminaba claramente su rostro. No parecía enojada, ni triste, ni decepcionada. Su cara no mostraba expresión alguna.

—Entiérrala enseguida —fue lo único que dijo.

Durante el largo camino a casa ella no le dirigió la palabra. Él no dejó de preguntarse qué pasaría. Dos años antes, cuando lo pilló estrangulando a un gato, lo envió a su cuarto. Esperó a que se durmiera y luego entró y le azotó con un cinturón. Aún tenía las marcas de la hebilla para probarlo.

Su madre cerró la puerta principal.

—¿La has tenido en casa?

Él asintió.

—Enséñamelo.

Lo hizo. El rosario de Alicia estaba en el suelo. Debía de habérsele caído del bolsillo.

—Recógelo —ordenó su madre.

Él obedeció. Cuando se incorporó, su madre lo había encerrado en el sótano.

Durante las dos semanas de confinamiento tuvo que usar el mismo cubo que había utilizado Alicia para hacer sus necesidades fisiológicas. Durmió sobre el frío suelo de cemento. Su madre no bajó a verlo. No le llevó comida.

Atrapado en la fría oscuridad que nunca se mitigaba, Boyle no lloró ni pidió ayuda a su madre. Usó el tiempo de forma constructiva, pensando en lo que haría a continuación.

Tenía algunos planes maravillosos para su madre.

Un día unas voces lo despertaron. En el cuarto contiguo había un respiradero por donde pudo oír a su madre hablando con alguien en el piso de arriba: la policía. Su madre había llamado a la policía. Lo invadió el pánico, pero fue sólo un instante: se calmó al oír la voz de su abuela.

—No puedes dejarlo allí para siempre —decía Ophelia Boyle.

—Bien —dijo su madre—. Pues llévatelo a casa contigo. He pensado que le iría bien pasar una temporada con su padre. ¿Quieres que lleve a Daniel al club o que pasemos por su despacho?

A Boyle le habían dicho que su padre había muerto en un accidente de coche antes de que él naciera.

—No es la primera vez que Daniel hace algo así —dijo su madre—. Ya te conté lo de los animales que desaparecieron por aquí el verano pasado… Y no olvidemos aquella vez en que Marsha Erickson lo pilló atisbando por la ventana del cuarto de su hija en plena noche.

Boyle pensó en su primo, Richard Fowler. Richard era amigo de Marsha. Había estado en casa de ésta varias veces, le había robado dinero y ropa interior de encaje. Había sido Richard quien había echado los somníferos en la cerveza de Marsha. Cuando ella se durmió, Richard llamó a Boyle y ambos pasaron un buen rato jugando con Marsha en su dormitorio. Sus padres estaban de viaje aquel fin de semana.

Después de aquel fin de semana, Boyle se despertó muchas veces a medianoche, sumido en los recuerdos del rato pasado con Marsha. En varias ocasiones se aventuró a salir: se apostaba frente a la ventana de su cuarto y la veía dormir, mientras imaginaba todas las cosas maravillosas que podría hacerle, sólo que esta vez ella estaría consciente. Era más emocionante cuando oponían resistencia. Pensó en la prostituta que Richard había asfixiado en el asiento trasero del coche. Aquélla no se había encomendado a Dios, ni había rogado por su vida; luchó con todas sus fuerzas y habría podido herir gravemente a Richard si Boyle no hubiera intervenido con aquella roca.

La voz de su abuela sacó a Boyle de su ensimismamiento.

—Daniel es problema tuyo, Cassandra. Eres tú quien tiene que decidir…

—Quiero que se vaya.

—Tuviste tu oportunidad —dijo la abuela—. Te hablé del médico suizo que nos habría librado de ese bastardo con una sencilla operación, pero tú te negaste en redondo porque querías chantajear…

—Lo que quería, madre, es que me protegieras. Papá se metió en mi cama, me puso las manos entre las…

—Ya me has castigado bastante, Cassandra, y no me negarás que le has sacado provecho a la situación. He atendido todas tus demandas. Te construí esta casa nueva, la llené con todo lo que pediste. Te he comprado coches caros… Te he concedido todos los caprichos, sin contar con la generosa suma de dinero que me exigiste. Ahora has dilapidado el dinero. Bien, pues no pienso darte más.

—Y tú pareces empeñada en olvidar que fue papá quien me dejó embarazada —dijo su madre—. Ésa… cosa de ahí abajo es tu hijo, no el mío.

—Cassandra…

—Líbrate de él —dijo su madre—. O lo haré yo.

Días más tarde, su abuela abrió la puerta. Le dijo que se duchara y que se pusiera su mejor traje. Él lo hizo. Le dijo que subiera al coche. Lo hizo. Cuatro horas después, cuando ella aparcó delante de una academia militar especializada en tratar lo que llamaban «chicos problemáticos», le dijo que no llamara a casa con ningún pretexto. Su abuela correría con todos los gastos. Le dio un número privado para que llamara.

Boyle nunca lo usó. La única persona con la que habló fue la única con quien quería hablar: su primo Richard.

Durante los dos años en la Academia Mount Silver de Vermont, Boyle aprendió disciplina. Cuando se graduó, se alistó en el ejército. Fue allí donde aprendió a anteponer los planes y la organización al ansia secreta que ardía en su mente como una supernova. Tenía que aplicar aquella disciplina a la nueva situación.

A sus cuarenta y ocho años, Daniel Boyle entró en el cuarto contiguo y contempló el resplandor verde que emanaba de las seis pantallas del estante. La celda de Rachel Swanson estaba a oscuras. Las otras cinco estaban ocupadas. Carol Cranmore parecía estar despertando.