Darby se encargó de todo el papeleo para Mary Beth. Cuando salieron de la UCI, Darby conectó el móvil y comprobó si tenía algún mensaje. Había uno de Sheila, pidiéndole que llamara. Pudo notar en el tono de voz de su madre que estaba preocupada. El segundo mensaje era de Banville.
La batería del móvil estaba prácticamente agotada. Darby encontró una cabina junto a un par de máquinas expendedoras. Al otro lado del pasillo estaba la sala de espera de la UCI, una zona de dimensiones reducidas provista de rígidas sillas de plástico y de revistas arrugadas del sudor. Un hombre con un rosario en las manos observaba el suelo mientras una mujer sollozaba en un rincón, bajo un televisor que emitía un reportaje sobre la guerra de Iraq.
Cuando Banville atendió la llamada, Darby lo puso al día de los últimos acontecimientos.
—Convengo contigo en que las letras suenan a indicaciones —dijo Banville cuando ella hubo terminado de hablar—. Me pregunto cómo encajan los números.
—Podría tratarse de alguna clase de código.
—Y la única persona capaz de descifrarlo sigue sedada.
—Le he pedido a la doctora que me llame en cuanto despierte. Quiero estar presente cuando la interrogues.
—Me parece buena idea. Podría ayudar a que mantenga la calma. Esperemos que despierte pronto.
—Me han dicho que he salido en las noticias.
—Un reportero te filmó cuando te metiste debajo del porche con Jane Doe —dijo Banville—. Apuesto a que nuestro hombre se está poniendo muy nervioso.
—¿Cómo lo lleva la madre?
—Pues más o menos igual que cualquier otra madre en su misma situación —dijo Banville—. La policía de Lynn fue a la última dirección que se le conoce a Little Baby Cool. Ya no vive allí y, atenta al dato, se le olvidó comunicárselo a su agente de la condicional. Les hablaré de la huella que encontramos.
—Precisamente de eso quería hablarte —dijo Darby, y emprendió la tarea de argumentar los motivos por los que era aconsejable contratar los servicios de un consultor externo.
—Lo tendré en cuenta —dijo Banville.
—La última recogida de FedEx es a las siete. Emmerich dijo que se pondría a trabajar a primera hora de la mañana.
—Es mucho dinero para algo que no sabemos si tendrá resultados.
—¿Qué querría Carol que hicieras?
—No me había percatado de que trataras con tanta familiaridad a la víctima —dijo Banville—. Seguiremos en contacto.
Darby oyó el zumbido de la línea. Colgó el teléfono con las mejillas enrojecidas. Su atención volvió a posarse en el hombre del rosario.
En un fogonazo se vio a sí misma, con catorce años y un rosario en la mano, mientras recorría la gastada moqueta esperando a que su madre saliera de la UCI donde estaba hablando con el cirujano. Su padre se pondría bien. Big Red había salido de muchas antes; también saldría de ésta. Dios siempre protege a los buenos.
Ahora, a los treinta y siete años, ya no se lo creía.
Darby pensó en su madre, marchitándose en casa, y sintió una desazón fría y vacía agujereándole el pecho mientras se dirigía a los ascensores.