—Me acercaré para que podamos hablar —dijo Darby—. ¿De acuerdo?
Darby se arrastró por el suelo enfangado, lleno de restos de basura, latas de refrescos y periódicos. Percibió el olor corporal más atroz que había sentido nunca. Tosió, incapaz de soportarlo.
—¿Estás bien, Terry? Dime que estás bien, por favor.
—Estoy bien.
Darby respiraba por la boca. Se inclinó contra el muro. Se sentó a medio metro, en el otro lado del cubo. La mujer no llevaba pantalones ni zapatos. Los huesos sobresalían de su piel.
—¿Has visto a Jimmy? —preguntó la mujer.
Darby tuvo una idea.
—Lo vi, pero al principio no le reconocí.
—Has estado ausente mucho tiempo. Apuesto a que ha cambiado mucho.
—Así es, pero… Tengo problemas a la hora de recordar cosas. Detalles, como mi apellido, por ejemplo.
—Es Mastrangelo. Terry Mastrangelo. ¿Me presentarás a Jimmy? Después de todo lo que me has contado, es como si le conociera tanto como tú.
—Estoy segura de que estará encantado. Pero antes tenemos que salir de aquí.
—No hay ninguna salida. Sólo sitios para esconderse.
—He encontrado una salida.
—Abandona de una vez esas locas ideas. Yo lo intenté, ¿recuerdas? Ambas lo hicimos.
—He vuelto a buscarte, ¿no? —Darby se despojó del anorak y se lo tendió a la mujer—. Póntelo. Te aliviará el frío.
La mujer hizo ademán de cogerlo; luego apartó la mano.
—¿Qué pasa?
—Tengo miedo de que desaparezcas otra vez —dijo la mujer—. No quiero que vuelvas a desaparecer de mi lado.
—Venga, cógelo. Te prometo que me quedaré contigo.
La mujer se lo pensó durante varios minutos, pero por fin tocó el anorak. El terror, el dolor, el miedo… todo pareció conjugarse. Abrazó la prenda contra su pecho, enterrando su cara en la tela y meciéndola de un lado a otro, de un lado a otro.
Había llegado la ambulancia. Estaba al fondo de la calzada sin sirenas ni luces rojas giratorias. «Gracias, Dios, por los pequeños favores.»
—¿De verdad has encontrado una salida? —preguntó la mujer.
—Sí. Y voy a llevarte conmigo.
Todo el cuerpo de Darby le pedía a gritos que no lo hiciera, pero hizo caso omiso a la advertencia y extendió una mano.
La mujer la agarró con fuerza. Tenía dos dedos rotos, que se curvaban formando un ángulo extraño. Sus brazos estaban cubiertos de astillas.
La mujer volvía a contemplar el techo.
—Ya no hay nada que temer —dijo Darby—. Coge mi mano y saldremos por esta puerta juntas. Estás a salvo.