Darby retrocedió de un salto; el corazón le bombeaba con tanta fuerza y a tal velocidad que creyó que se mareaba.
El instinto se apoderó de ella, y con él le sobrevino una idea. Puso en marcha la radio que tenía sobre la cómoda de su cuarto, justo al lado de la puerta. Cerró ésta de inmediato y entró en la habitación de invitados, situada al otro lado del pasillo, mientras la sombra que subía la escalera se agigantaba.
El individuo del bosque iba hacia ella.
Darby se escondió debajo de la cama, entre cajas de zapatos y montones de viejas revistas de decoración. A través de la ranura de debajo de la puerta vio unas botas de trabajo que se detenían en la puerta de su dormitorio.
«Dios, por favor, haz que piense que estoy escuchando música.» Si él entraba allí, ella podría salir corriendo hacia la escalera… No, hacia la escalera no; hacia la habitación de su madre. El teléfono más cercano estaba en el cuarto de su madre. Podría atrancar la puerta y llamar a la policía.
Aquel desconocido seguía en el pasillo, decidiendo qué hacer.
«Vamos, entra en mi habitación.»
Sin embargo, el individuo entró en el cuarto de invitados. Darby contempló horrorizada cómo las botas se acercaban más… y más… Oh, Dios, no, estaba a sólo unos centímetros de su cara, las botas estaban tan cerca que podía ver y oler las manchas de grasa.
Darby empezó a temblar. «Lo sabe. Sabe que estoy escondida debajo de la cama…»
En ese instante, una máscara hecha de vistosos vendajes cosidos a mano cayó al suelo.
El individuo recogió la máscara. Un momento después salía del cuarto y cruzaba el pasillo. La puerta del dormitorio se abrió y el espacio quedó invadido por la luz y la música que salían de él.
Darby se arrastró por el suelo y corrió hacia el pasillo. El hombre del bosque estaba en su habitación, buscándola. Entró en el dormitorio de su madre y cerró la puerta; antes de hacerlo tuvo tiempo de ver al hombre que la seguía, un Michael Myers[1] de carne y hueso vestido con un grasiento mono azul y con la cara cubierta por la máscara hecha de vendas: sus ojos y su boca quedaban ocultos bajo retazos de tela negra.
Cerró la puerta y agarró el teléfono de la mesita. El intruso dio una patada a la puerta y casi la desencajó del marco. La mano de Darby temblaba mientras marcaba el 911.
No había línea.
Bum, otro golpe contra la puerta. Darby volvió a intentarlo. Nada.
Bum. El teléfono tenía que funcionar, ¿por qué no iba a hacerlo? Bum. Dio la vuelta al teléfono, y a la fría luz blanca procedente de las farolas de la calle Darby vio el enchufe, bonito y protegido, en la parte trasera del aparato. Bum.
Darby volvió a marcar, una y otra vez, pero el teléfono seguía mudo. Un crujido le indicó que uno de los paneles de la puerta había cedido a los golpes.
Una ráfaga de luz penetró por el panel, a unos treinta centímetros del picaporte. Bum. El agujero en la madera se hizo más grande y una mano enguantada se metió por él.
La caja de herramientas de Sheila, la que usaba para las pequeñas reparaciones de la casa, estaba en el borde de la cómoda. Dentro de la caja, llena de viejos tarros de medicinas que contenían tacos y clavos, Darby encontró el martillo de su padre, el gran Stanley de siempre.
La mano estaba en el pomo. Darby alzó el martillo y golpeó el brazo con todas sus fuerzas.
El hombre del bosque profirió un grito, un tremendo aullido de dolor que Darby no había oído nunca en ningún otro ser humano. Fue a golpearlo de nuevo y falló. Él retiró la mano del agujero.
Entonces sonó el timbre de la puerta.
Ella soltó el martillo y abrió la ventana. La contraventana seguía cerrada. Mientras se esforzaba en abrirla, recordó el aviso de su madre sobre qué hacer en caso de problemas. Nunca grites pidiendo ayuda. Nadie acude a una llamada de ayuda, pero todo el mundo responde si alguien grita fuego.
Los gritos procedían del interior de la casa. Terminó la canción y Darby oyó el llanto histérico de una chica.
—¡Darby!
Era la voz de Melanie, procedente del salón.
Darby contempló el agujero de la puerta; el sudor le empañaba los ojos mientras Frank Sinatra cantaba Luck Be a Lady Tonight.
—Sólo quiere hablar —dijo Melanie—. Ha prometido que si bajas me soltará.
Darby no se movió.
—Quiero irme a casa —dijo Melanie—. Quiero ver a mi madre.
Darby no podía girar el pomo. Mel sollozaba.
—Por favor. Tiene un cuchillo.
Darby abrió muy despacio la puerta y, de cuclillas, miró entre la barandilla en dirección al salón.
Alguien apoyaba un cuchillo en la mejilla de Melanie. Darby no distinguió al intruso; debía de estar escondido en el rincón, contra la pared. Vio el rostro aterrado de Mel y cómo temblaba su cuerpo y sollozaba, esforzándose por respirar bajo el brazo que le atenazaba la garganta.
El hombre del bosque acercó a Mel a los escalones inferiores. Le susurró algo al oído.
—Sólo quiere hablar. —Lágrimas negras de maquillaje surcaban las mejillas de Mel—. Si bajas y hablas con él, no me hará daño.
Darby no se movió; no podía.
El hombre del bosque le hizo un corte en la mejilla. Melanie gritó. Darby avanzó hacia la escalera.
Gotas de sangre, roja y brillante, corrían por la pared que daba a la cocina. Darby se quedó helada.
—¡Me ha cortado! —gritó Melanie.
Darby dio un paso más sin apartar la mirada de la pared, y vio a Stacey Stephens tendida en el suelo de la cocina; entre sus dedos, que rodeaban su garganta, manaba un chorro de sangre.
Darby subió corriendo la escalera. Melanie volvió a gritar cuando el intruso la cortó otra vez con el cuchillo.
Darby cerró la puerta de su cuarto y abrió la ventana que daba a la calle. Las ramas de los árboles le hirieron las piernas y las plantas de los pies. Cojeó hasta la casa de su vecina.
Cuando la señora Oberman abrió la puerta, sólo tuvo que ver el estado de Darby para llamar de inmediato a la policía desde el teléfono de la cocina.
Darby había entreoído dos cosas: la línea del teléfono había sido cortada, y la llave que su madre guardaba debajo de una piedra del jardín había desaparecido. La llave estaba en su sitio hacía unas dos semanas; ella misma la había usado después de dejarse las suyas dentro de casa, y se acordaba perfectamente de haberla devuelto a su lugar.
Para saber lo del escondite de la llave el hombre del bosque por fuerza había tenido que estar vigilando la casa durante cierto tiempo. Nadie lo manifestaba abiertamente, pero Darby sabía que era así.
Sentada en la parte trasera de la ambulancia estacionada frente a la casa de la señora Oberman, con las puertas abiertas, Darby podía ver las caras de sorpresa y curiosidad de los vecinos, perdidos entre la nube de luces blancas y azules de los coches patrulla de la policía. Agentes armados con linternas registraban el patio trasero y la zona vallada que separaba Richardson Road de las lujosas casas de Boynton Avenue.
Todas las luces de la casa estaban encendidas. A través de la ventana de la planta de abajo Darby distinguía parte de la sala, la sangre en las paredes de color amarillo pálido. La sangre de Stacey. Stacey seguía tendida en el suelo de la cocina porque estaba muerta. La policía estaba tomándole fotos al cadáver. Stacey Stephens estaba muerta y Melanie había desaparecido.
—No te preocupes, Darbs, tu madre llegará enseguida. —La voz profunda y tranquilizadora pertenecía al agente que se hallaba junto a la puerta de la ambulancia.
Este hombre, enorme e intimidatorio como un oso, había sido un íntimo amigo de su padre; se llamaba George Dazkevich, pero todo el mundo le apodaba Buster. Buster había sido una gran ayuda en casa después de la muerte de su padre: la había llevado al cine y de compras. Su presencia contribuyó a calmarla.
—¿Habéis encontrado a Mel?
—Estamos en ello, preciosa. Ahora intenta relajarte, ¿vale? ¿Quieres que te traiga algo de beber? ¿Agua? ¿Coca-Cola?
Darby negó con la cabeza y posó la mirada en el coche estacionado en la curva, un desvencijado Plymouth Valiant. El coche de Mel.
«Melanie está a salvo. El hombre del bosque debía de sufrir mucho dolor. Estoy casi segura de haberle roto la mano. Melanie tuvo que darse cuenta: había podido aprovecharse de ello para zafarse de él y escapar. Seguro que ahora está escondida en el bosque. La encontrarán.»
Sheila llegó en el preciso instante en que los del servicio de urgencias acababan de suturar una herida particularmente fea que Darby tenía en la parte interna del muslo. Su madre palideció al ver los puntos que surcaban las piernas y los pies de Darby, y que hacían pensar en el monstruo de Frankenstein.
—Dime qué ha sucedido.
Darby contuvo las ganas de llorar. Necesitaba mantenerse fuerte. Valiente. Respiró hondo y estalló en llanto, odiándose por ello, por ser pequeña, asustadiza y débil.