Su madre la esperaba en comisaría. Después de que Darby hubiera terminado de declarar, Sheila mantuvo una charla en privado con el detective Riggers durante una media hora y luego llevó a Darby a casa en su coche.
Sheila no decía nada, pero Darby no la veía enojada. Sabía que cuando su madre se quedaba así de callada era porque estaba sumida en sus pensamientos. O quizá sólo estuviera cansada; desde la muerte de Big Red tenía que trabajar doble turno en el hospital.
—El detective Riggers me ha contado lo sucedido —dijo Sheila, con voz seca y áspera—. Llamar al nueve, uno, uno fue lo correcto.
—Siento que tuvieran que llamarte al trabajo —dijo Darby—. Y también lo de la cerveza.
Sheila apoyó la mano en la pierna de Darby y la apretó: la señal que indicaba a su hija que todo iba bien entre ellas.
—¿Puedo darte un consejo sobre Stacey?
—Claro —dijo Darby, aunque presentía lo que iba a decir su madre.
—La gente como Stacey no es buena amiga. Y si sales con ellos el tiempo suficiente acaban arrastrándote en su caída.
Su madre tenía razón. Stacey no era una amiga: era un peso muerto. Darby había aprendido la lección por las malas, pero la había aprendido. Por lo que se refería a Stacey, buen viaje.
—Mamá, la mujer que vi… ¿Crees que se levantó y pudo escapar?
—Es lo que piensa el detective Riggers.
«Por favor, Dios, que tenga razón», se dijo Darby.
—Me alegro de que estés bien.
Sheila apretó la pierna de su hija de nuevo, pero esta vez lo hizo con más fuerza, como cuando sujetas a alguien para evitar que se caiga.
Dos días después, el lunes por la tarde, Darby llegó a casa del colegio y se encontró un sedán negro de cristales ahumados estacionado frente a su puerta.
Se abrió la portezuela y de ella salió un individuo alto, vestido con un traje negro y una elegante corbata roja. Darby distinguió el bulto de un arma de fuego debajo de la chaqueta.
—Tú debes de ser Darby. Me llamo Evan Manning. Soy agente especial del FBI. —Le mostró su placa. Era guapo y de piel bronceada, como los polis de las series de televisión—. El detective Riggers me ha contado lo que tú y tus amigas visteis en el bosque.
Darby apenas podía articular palabra.
—¿Han encontrado a la mujer?
—Aún no. Seguimos sin saber quién es. Ésa es parte de la razón de mi visita. Esperaba que pudieras ayudarme a identificarla. ¿Te importaría echar un vistazo a unas fotos?
Ella cogió la carpeta y, sobreponiéndose a una sensación de vértigo, la abrió por la primera página.
La palabra DESAPARECIDAS encabezaba la página. Darby vio la foto impresa de una mujer que llevaba un bonito collar de perlas sobre un suéter de lana de color rosa. Su nombre era Tara Hardy. Vivía en Peabody. Según la información que aparecía debajo de la foto, había sido vista por última vez cuando salía de una discoteca de Boston la noche del 25 de febrero.
La mujer de la segunda foto, Samantha Kent, era de Chelsea. No se había presentado al trabajo en el IHOP de la carretera 1 el día 15 de marzo. Samantha Kent esbozaba una sonrisa triste, que dejaba los dientes al descubierto, y era de la misma edad que Tara Hardy. Pero Samantha era una gran aficionada a los tatuajes. Se había hecho seis, y aunque Darby no vio ninguno en la foto, la descripción de todos ellos aparecía en forma de lista.
Darby pensó que ambas mujeres poseían el mismo aire desesperado que Stacey. Podías ver en sus ojos esa necesidad insondable de atención y cariño. Las dos eran rubias, como la mujer del bosque.
—Podría ser Samantha Kent —dijo Darby—. No, espere, no puede ser ella.
—¿Por qué no?
—Porque aquí dice que lleva más de un mes desaparecida.
—Mírale la cara.
Darby dedicó unos instantes a examinar la fotografía.
—La mujer que vi tenía la cara delgada y llevaba el pelo muy largo —dijo ella—. La cara de Samantha Kent es redonda y tiene el pelo corto.
—Pero se parecen.
—Un poco. —Darby le devolvió la carpeta y se frotó las manos sobre los tejanos—. ¿Qué ha sido de ella?
—No lo sabemos. —Manning le dio una tarjeta—. Si recuerdas algo más, un detalle, por nimio que parezca, llámame a este número —le dijo—. Ha sido un placer conocerte, Darby.
Las pesadillas no desaparecieron hasta casi un mes más tarde. Durante el día, Darby apenas pensaba en lo sucedido en el bosque a menos que se cruzara con Stacey. Evitarla le estaba resultando bastante fácil: demasiado, a decir verdad, lo que venía a confirmar que nunca habían sido auténticas amigas.
—Stacey me ha dicho que lo siente —dijo Mel—. ¿Por qué no podemos volver a ser amigas?
Darby cerró su taquilla.
—Si quieres ser su amiga, allá tú. Pero yo he terminado con ella para siempre.
Una de las cosas que Darby tenía en común con su madre era el amor a la lectura. A veces, los sábados por la mañana, acompañaba a Sheila en sus incursiones a los mercadillos, y mientras su madre se entretenía regateando por el precio de alguna fruslería, Darby se dedicaba a buscar libros de bolsillo de segunda mano.
Su último hallazgo era una novela llamada Carrie. Le llamó la atención la portada: la cabeza de una chica flotando sobre una ciudad en llamas. Parecía de lo más guay. Darby estaba tumbada en la cama, enfrascada en la lectura del capítulo en que Carrie se prepara para ir al baile (la ocasión elegida por los alumnos más populares del instituto para gastarle una broma cruel), cuando el aparato de música del salón se puso en marcha y la penetrante voz de Frank Sinatra entonó Come Fly with Me. Sheila había llegado.
Darby miró el reloj de su mesita de noche. Eran casi las ocho y media. No esperaba a su madre hasta al menos las once. Sheila debía de haber salido antes del trabajo.
«¿Y si no es mamá? —pensó Darby—. ¿Y si el hombre del bosque está aquí abajo?»
No. Esto era culpa de aquel maldito Stephen King, que le estaba jugando una mala pasada. Era su madre quien estaba abajo, no el individuo del bosque; Darby podía comprobarlo con sólo recorrer el pasillo que conducía al dormitorio de su madre y mirar por la ventana, desde donde vería el coche de Sheila aparcado enfrente de casa.
Darby dobló la página y salió al pasillo. Apoyó la mano en la barandilla y se asomó.
Había una luz tenue encendida, procedente del salón: tenía que ser la lamparita que había junto al aparato de música. Las luces de la cocina estaban apagadas. ¿Las había apagado ella al subir? No se acordaba. Sheila siempre se estaba quejando de que su hija dejara las luces encendidas sin necesidad, repetía que no se mataba a hacer horas extra para costear los estudios de los hijos del director de la compañía eléctrica…
Una mano enguantada agarró la barandilla al final de la escalera.