El conducto de la calefacción era estrecho y olía a óxido y podredumbre. Darby avanzaba boca abajo, reptando sobre su estómago. Asió la linterna y la hizo rodar hacia delante, sintiéndose como el personaje de John McClane en la primera parte de la película de La jungla de cristal.
Cuando llegó a la figura de la Virgen, la introdujo dentro de una bolsa de pruebas y se la metió en el bolsillo del abrigo. Recogió la linterna.
El conducto torcía hacia la izquierda. La segunda parte sólo tenía tres metros de longitud y llevaba a una superficie cubierta de polvo y escombros.
Colocándose de costado, Darby avanzó por la esquina, golpeó el metal con las botas y el pie se le quedó atascado. Un súbito ataque de pánico se apoderó de ella al imaginarse atrapada allí para siempre. «¿Se puede saber por qué diablos estoy haciendo esto?», se preguntó.
Darby respiró hondo varias veces y se obligó a tranquilizarse. Logró mover los pies, se dio impulso para avanzar hasta el segundo tramo del conducto, y entonces oyó cómo se le desgarraba el abrigo. Se volvió sobre su estómago, avanzó a gatas y se deslizó hasta una superficie cubierta de escombros.
Había un agujero en el techo y, al otro lado, unas paredes que se adentraban en la oscuridad. Fragmentos enteros de los suelos que se acumulaban por encima de su cabeza habían desaparecido, y se preguntó qué suceso habría podido causar un desastre de semejante magnitud.
La puerta de la habitación estaba cerrada. Al desplazar el foco de luz por los estantes de madera, la mayor parte de los cuales seguían intactos, descubrió unos botes de plástico llenos de agua y cajas de cartón repletas de cuentas de rosario y pilas de libros. Darby limpió el polvo de los lomos y vio que eran Biblias e himnarios.
Agarró el tirador de la puerta y se sorprendió al comprobar que se abría sin esfuerzo.
No sabía qué era lo que esperaba encontrar al otro lado, pero desde luego, no aquello: se trataba de una vieja capilla que contenía una docena de bancos de madera repletos de polvo y escombros. Algunos de los bancos estaban rotos en las partes sobre las que el techo se había desplomado, y vio una viga de acero encima de lo que seguramente era un confesionario.
A su izquierda, una serie de huellas conducía al extremo de un pasillo. Al final, en el interior de una hornacina, había una estatua a tamaño natural de la Virgen María sentada en un banco, con su hijo, Jesús, tendido en su regazo. La Santa Madre de Dios iba vestida con vaporosas túnicas blancas y azules, el semblante perpetuamente congelado en una expresión de tristeza eterna mientras miraba los orificios sanguinolentos de los pies y las manos de su hijo muerto, allí donde los clavos lo habían sujetado al crucifijo.
La Virgen María estaba completamente limpia, sin polvo ni señales de suciedad.
Al explorar la figura con el haz de su linterna, Darby descubrió unos trapos y un cubo de agua con una esponja.
Se dirigió con cuidado al pasillo central, tratando de no pisar las huellas, que parecían recientes. Eran marcas de botas o zapatillas de deporte.
Llegó al pasillo central y vio otra serie de pisadas claramente distintas, unas huellas que guardaban una enorme semejanza con la que había encontrado en el suelo del cuarto de invitados de Emma Hale.
Una mujer lanzó un grito pidiendo auxilio.
Con el corazón desbocado, que le latía con fuerza en el pecho, Darby se volvió y en el haz de luz vio un altar cubierto de escombros. El púlpito de madera estaba destrozado, y una enorme estatua de Jesús colgado en la cruz descansaba en el suelo, hecha pedazos.
Allí no había nadie. Pero no se había imaginado aquel grito, estaba segura.
Darby se dirigió hacia el pasillo de la derecha. No había huellas. Avanzó por el corredor y oyó otro grito de mujer, un grito débil que provenía del altar.
Darby se agachó bajo la viga. La cabeza de Jesús, coronada de espinas ensangrentadas, yacía en el suelo y la miraba con ojos afligidos mientras Darby ascendía por los escalones del altar. Los dolorosos gritos de la mujer aumentaron de volumen.
Detrás del altar había una puerta rota. Darby se deslizó en el interior mientras un hombre gemía, el sonido mezclado con las súplicas de la mujer que imploraba que cesase el dolor.
La sala contigua no era mucho mayor que el cuarto de mantenimiento y contenía estantes cubiertos de polvo repletos de las mismas Biblias e himnarios. El techo estaba intacto.
En el suelo había una caja de cartón llena de pequeñas figuras de plástico de la Virgen María: las mismas que había encontrado cosidas en el interior de los bolsillos de Emma Hale y Judith Chen. La misma que Malcolm Fletcher había dejado en el interior del conducto de la calefacción y en el alféizar de la ventana de la habitación.
Las huellas de las pisadas se detenían delante de un muro de ladrillo, al pie del cual había un amplio agujero de grandes dimensiones. La capa de polvo y de suciedad del suelo era más fina, como si alguien hubiese estado recientemente allí.
Se oyó la risa de un hombre. Darby se arrodilló en el suelo, apartándose de las pisadas, y enfocó con el haz de su linterna hacia el interior de la otra habitación: junto a los escombros descubrió los restos de un esqueleto.