Mientras caminaba por el largo claustro, Xuan iba mirando por las ventanas. Cada una de ellas revelaba una vista de Hangzhou, con el río llegando hasta la bahía. Le habían trasladado a menudo desde que llegó a las tierras Sung, como si no supieran qué hacer con él. En raras ocasiones, se le permitía incluso navegar por el río y veía a sus esposas e hijos dos veces al año, en reuniones llenas de tensión, con funcionarios Sung vigilando desde todos los ángulos.
El claustro se extendía a lo largo de la estructura central de otro edificio oficial. Xuan se divertía controlando sus pasos, de modo que su pie izquierdo pisara la piedra en el centro de cada círculo de luz creado por los rayos de sol. No esperaba grandes novedades de la cita a la que había sido convocado. A lo largo de los años, se había dado cuenta de que los funcionarios Sung disfrutaban haciendo ostentación del poder que ejercían sobre él. En incontables ocasiones, su presencia había sido exigida en algún despacho privado solo para encontrarse con que el burócrata no tenía ninguna relación con el tribunal. Dos veces, los hombres en cuestión habían llevado a sus amantes o hijos para que observaran mientras desplegaban una inútil y exagerada actividad para otorgarle sus permisos o asignarle su reducida renta. La reunión en sí era irrelevante. Todo cuanto deseaban era exhibir al emperador Chin, al Hijo del Sol en persona, ante los desorbitados ojos de sus allegados.
Xuan se sorprendió al ver que el pequeño grupo de funcionarios no se detenía en los pasillos habituales. Los apartamentos de los hombres más importantes se hallaban más adelante y Xuan controló la primera cosquilla de excitación mientras continuaban avanzando más y más. Había varias oficinas abiertas, desde las que dedicados eruditos y burócratas se asomaron al oír pasos en el corredor. Xuan refrenó sus esperanzas. Habían sido defraudadas demasiadas veces para esperar que sus cartas hubieran sido respondidas por fin, aunque seguía escribiéndolas a diario.
Pese su forzada calma, sintió que el corazón se le aceleraba cuando, entre reverencias, los sirvientes le llevaron ante la puerta del hombre que supervisaba los exámenes para casi todos los puestos en Hangzhou. Sung Kim había adoptado como suyo el nombre de la casa real, aunque Xuan sospechaba que había nacido plebeyo. En su calidad de administrador de los fondos que se le entregaban a Xuan para mantener su pequeño hogar, Sung Kim había recibido muchas de sus cartas a lo largo de los años. Ni una sola de ellas había obtenido respuesta.
Los criados le anunciaron y, a continuación, se retiraron con la cabeza gacha. Xuan entró en la habitación, agradablemente sorprendido al ver que se había abierto para él. El administrador vivía rodeado de lujo, entre esculturas y otras obras de arte de un gusto superior a la media. Xuan sonrió para sí al pensar en que le haría un cumplido al respecto a Sung Kim. De ese modo, podría obligar al odioso hombrecillo a regalarle algo que admirara, pero fue solo un pensamiento fruto del despecho. Su educación no le permitiría ser descortés, a pesar de las circunstancias.
Mientras otros sirvientes se alejaban al trote para avisar de su llegada, Xuan deambuló de un cuadro a otro, cuidando de demorarse lo suficiente en cada uno. El tiempo era algo que poseía en abundancia y sabía que Sung Kim le haría esperar.
Para su asombro, Sung Kim salió de las habitaciones interiores casi de inmediato. Xuan inclinó la cabeza y aceptó una reverencia igualmente breve del otro hombre. Cumplió con las normas de educación con su habitual contención, no dejando traslucir en ningún momento su creciente impaciencia.
Por fin, el administrador le guio hacia las dependencias interiores y le sirvieron té. Xuan se arrellanó cómodamente, aguardando.
—Tengo noticias extraordinarias, Hijo del Cielo —empezó a decir Sung Kim. Era un hombre muy anciano, de pelo blanco y piel arrugada, pero su propia excitación era bien visible. Xuan enarcó una ceja como si su corazón no estuviera latiendo con más y más violencia con cada instante que pasaba. Hizo un enorme esfuerzo para permanecer en silencio.
—El khan mongol ha muerto, Hijo del Cielo —continuó Sung Kim.
Xuan sonrió, luego, soltó una risita, provocando la confusión del anciano.
—¿Eso es todo? —preguntó con amargura.
—Pensé… Debo presentarte mis disculpas, Hijo del Cielo. Pensé que las noticias te llenarían de alegría. ¿No significa su muerte el final de tu exilio? —Sung Kim meneó la cabeza, perdido, y volvió a intentarlo—. Tu enemigo ha muerto, su majestad. El khan ha caído.
—No he querido ofenderte, Sung Kim. He sobrevivido a dos khanes mongoles y, desde luego, son buenas noticias.
—Entonces… No entiendo. ¿No te llena de gozo el corazón?
Xuan le dio un sorbo al té, que era excelente.
—No los conoces como yo —dijo—. No llorarán la pérdida del khan, sino que elevarán a uno de sus hijos y buscarán nuevos enemigos. Un día, Sung Kim, vendrán aquí, a esta ciudad. Quizá todavía esté aquí prisionero cuando llegue ese momento. Quizá contemple desde las ventanas de estos mismos pasillos cómo sitúan sus ejércitos ante los muros de la ciudad.
—Por favor, Hijo del Cielo. Eres un invitado del emperador, jamás has sido un prisionero. No debes decir esas cosas.
Xuan hizo una mueca y depositó su cuenco con delicadeza.
—Un invitado puede marcharse cuando lo desea. Un invitado puede salir a cabalgar sin guardias. Seamos honestos el uno con el otro, Sung Kim.
—Lo siento, su majestad. Confiaba en darte un motivo de alegría, no de tristeza.
—Tranquilízate, has hecho ambas cosas. Ahora, a menos que desees hablar sobre las cartas con mis peticiones, volveré a mis habitaciones.
El administrador inclinó la cabeza.
—No puedo concederte el deseo de ver a tus soldados, Hijo del Cielo. Ese tipo de cosas sobrepasan en mucho mi pequeño poder.
—Muy bien, pero cuando venga el nuevo khan, los necesitaréis, fuertes y en forma. Creo que necesitaréis a todos los hombres.
Ahora le llegó a Sung Kim el turno de sonreír. La ciudad de Hangzhou era antigua y poderosa. Estaba situada a mucha distancia de la frontera con las tierras que fueran de los Chin. La idea de que un ejército se aproximara siquiera lo suficiente para ser motivo de preocupación le resultó enormemente divertida.