Batu permaneció junto a Guyuk, Mongke y Baidar mientras entraban en la ciudad fluvial de Buda y atravesaban sus calles en dirección al palacio que Tsubodai estaba utilizando como campamento base. Sus oficiales minghaan de mayor rango se pusieron a buscar alojamiento y comida para los hombres en la ciudad saqueada. Los cuatro príncipes cabalgaron hasta el palacio real y desmontaron en la puerta exterior. Pasaron frente a los guardias sin ser detenidos. Tras echarles una mirada, los oficiales del orlok, en vez de seguir al pie de la letra sus órdenes, optaron por la discreción.
Por una vez, era Guyuk quien lideraba el pequeño grupo, con Batu avanzando a grandes zancadas junto a su hombro. Encontraron a Tsubodai en un salón de baile vacío, ante una enorme mesa de comedor cubierta de mapas y papeles que había sido arrastrada hasta el medio de la estancia. El orlok estaba enfrascado en una conversación con Jebe, Chulgetei e Ilugei. Los tres hombres asentían mientras Tsubodai movía unas monedas que señalaban la posición de los tumanes en el terreno. Batu captó la escena de un vistazo y esbozó una sonrisa tensa para sí. Era una reunión entre los jóvenes y los mayores y, por primera vez, Batu estaba seguro de saber cuál sería el resultado.
Cuando los cuatro príncipes cruzaron la sala acompañados por el eco de sus pasos, Tsubodai alzó la vista. Frunció el ceño al notar sus expresiones graves y se enderezó, separándose de la mesa.
—No os he llamado —dijo. Tenía los ojos clavados en Batu, pero su mirada saltó a Guyuk con sorpresa cuando fue este el que respondió.
—Mi padre ha muerto, orlok.
Tsubodai cerró los ojos durante un instante, con el rostro rígido. Asintió para sí.
—Por favor, sentaos —dijo. Su autoridad estaba tan arraigada en ellos que los cuatro se dirigieron hacia las sillas que rodeaban la mesa, aunque Batu se quedó atrás, deseoso de mantener el impulso que les había llevado hasta allí. Tsubodai volvió a hablar antes que los demás—: ¿Ha sido su corazón? —preguntó.
Guyuk tomó aire.
—Entonces, ¿lo sabías? Sí, ha sido su corazón.
—Me lo contó, cuando se lo contó a su hermano Chagatai —respondió Tsubodai. Sus ojos se posaron en Baidar mientras Guyuk se volvía hacia él en la silla.
—No sabía nada —aseguró Baidar con frialdad.
Guyuk recuperó la posición normal, pero los ojos de Tsubodai permanecieron clavados en Baidar hasta que el joven empezó a removerse, incómodo.
Había cientos de cosas que Tsubodai deseaba decir, pero se controló haciendo un esfuerzo de voluntad.
—¿Qué planes tienes? —le preguntó a Guyuk. Su parte más fría estaba interesada en saber cómo reaccionaría Guyuk. Cualquier resto de juventud que le quedara había sido súbitamente pisoteado.
Tsubodai miró al joven príncipe, comprendiendo la calmada reserva que había percibido en él. Había un peso nuevo sobre sus hombros, lo quisiera o no.
—Soy el heredero de mi padre —dijo Guyuk—. Debo regresar a Karakorum.
Una vez más, Tsubodai miró a Baidar. El orlok hizo una mueca, pero las palabras tenían que ser pronunciadas.
—¿Eres consciente de la amenaza que supone tu tío? Reclamará sus derechos sobre el khanato.
Ninguno de ellos miró directamente a Baidar, que se sonrojó.
Guyuk ladeó la cabeza, meditando, y Tsubodai se complació al ver que sopesaba su respuesta. No había lugar para el necio jovencito que Guyuk había sido, ya no.
—El jinete de los yans llegó hasta mí hace un mes. He tenido tiempo para considerarlo —dijo el joven—. Requeriré un juramento de alianza de los tumanes que hay reunidos aquí.
—Eso tendrá que esperar —respondió Tsubodai—. Cuando acabemos, convocarás a la nación como hizo tu padre.
Baidar volvió a removerse, inquieto, pero nadie le prestó atención. Su posición era imposible, pero sus urgentes deseos de hablar crecían por momentos.
—Puedo dejar que te lleves cuatro tumanes, dejándome a mí solo tres —prosiguió Tsubodai—. Debes regresar con tantas fuerzas como sea posible para asegurar el khanato. Chagatai no puede llevar más de dos, quizá tres, al campo de batalla. —Posó una mirada fría en Baidar—. Te recomiendo que dejes que Baidar permanezca a mi lado, en vez de obligarle a elegir entre su primo y su padre. —Inclinó la cabeza ante Baidar—. Mis disculpas, general.
Baidar abrió la boca, pero fue incapaz de encontrar las palabras apropiadas. Fue Batu el que intervino ahora, por primera vez. En cuanto oyó su voz, Tsubodai parpadeó y apretó la mandíbula, revelando una tensión interna.
—Conoces a Chagatai Khan mejor que cualquiera de nosotros, exceptuando a Baidar. ¿Cómo crees que reaccionará al recibir la noticia?
Tsubodai no miró a Batu mientras contestaba, sino que mantuvo la vista clavada en Guyuk.
—Si peca de precipitación, llevará sus tumanes a Karakorum —dijo con esfuerzo, como si le estuvieran arrancando cada palabra que pronunciaba.
—Si peca de precipitación… Ya veo —contestó Batu, disfrutando de la incomodidad que percibía en el orlok—. Y ¿qué pasará cuando Guyuk Khan vuelva a casa?
—Chagatai o bien negociará, o bien luchará. Nadie puede conocer su mente. —Tsubodai entrelazó las manos encima de la mesa y se inclinó hacia Guyuk—. Créeme: Chagatai Khan no es la amenaza que crees que es.
Parecía que iba a continuar, pero entonces apretó la mandíbula y esperó. No se trataba solo de una decisión militar. Batu apenas podía controlar la mueca burlona de sus labios al ver a Tsubodai tan confuso.
Guyuk dejó que los hombres sentados a la mesa sudaran durante un tiempo y, después, negó con la cabeza.
—Si no puedes ofrecerme nada más que eso como garantía, orlok, debo llevarme los tumanes a casa. Todos ellos. —Miró fugazmente a Jebe y Chulgetei, pero ninguno de los dos tomaría parte en la decisión. Tsubodai tenía la autoridad definitiva sobre el ejército, pero aquella no era una cuestión militar.
Tsubodai soltó un largo suspiro.
—General, tengo mapas nuevos que muestran tierras que ni siquiera están en nuestras leyendas. La ciudad de Viena está a menos de ciento cincuenta kilómetros al oeste. La patria de los Caballeros Templarios está al otro lado de ella. Italia se encuentra al sur. Ya tengo exploradores en las montañas del país, planeando la siguiente fase. Este es el logro más importante de mi vida. —Se contuvo para no empezar a suplicar, mientras Guyuk le miraba con expresión glacial.
—Necesitaré todos los tumanes, Orlok Tsubodai. Todos.
—No necesitas a los reclutas. Déjame solo a esos y dos tumanes y continuaré.
Lentamente, Guyuk alargó la mano y la apoyó en el hombro de Tsubodai. Era un gesto que no habría soñado hacer un mes antes.
—¿Cómo podría dejarte atrás, Tsubodai? ¿Al general de Gengis Khan en el momento en el que más le necesito? Ven a casa conmigo. Sabes que no puedo permitir que te quedes. Regresarás otro año, cuando reine la paz.
Tsubodai clavó la mirada en Baidar y todos pudieron percibir su dolor. Baidar retiró la vista para no verlo. Cuando la mirada del orlok se posó en Batu, sus ojos centelleaban.
—Soy un hombre mayor —dijo Tsubodai—. Y he visto el principio de todo, cuando Gengis era joven. No regresaré aquí. He hablado con los prisioneros. No hay nada entre nosotros y el océano, nada. Ya hemos visto a sus caballeros, Guyuk, ¿lo entiendes? No pueden detenernos. Si seguimos adelante, podremos conquistar sus tierras, de mar a mar, para siempre. De mar a mar, general. Serán nuestras durante diez mil años. ¿Puedes imaginar algo así?
—No es importante —respondió Guyuk con suavidad—. Nuestra patria es donde empezamos. No puedo perderlo todo por estas tierras. —Retiró la mano y prosiguió con voz firme—: Seré el nuevo khan, Orlok Tsubodai. Te necesito a mi lado.
Tsubodai se hundió lentamente en la silla y la energía de su rostro fue apagándose poco a poco. Incluso Batu pareció sentirse incómodo al notar el efecto que aquella conversación había producido en él.
—Muy bien. Haré que se preparen para el regreso a casa.
De pie, Chagatai observó el río mientras amanecía. La estancia no estaba amueblada, el propio palacio estaba vacío, más allá de unos cuantos criados que se ocupaban de limpiar las habitaciones. No sabía si volvería allí alguna vez y, al pensarlo, sintió una punzada de nostalgia. Oyó unos pasos que se aproximaban y se volvió. Era su criado Suntai, que entró en la habitación. Su rostro desfigurado era bienvenido mientras el corazón de Chagatai se encendía imaginando visiones fabulosas.
—Es la hora, mi señor khan —anunció Suntai. Su mirada recayó en el arrugado pergamino que sostenía Chagatai en la mano, leído y releído un millar de veces desde que llegó días atrás.
—Es la hora —repitió Chagatai. Echó una última mirada al sol naciente: su luz iluminó las plumas de una bandada de gansos que alzaba el vuelo desde las tranquilas aguas del río. Enardecido por la atmósfera de la escena, miró fijamente la bola de oro que aparecía por el horizonte, desafiándola a que le quemara—. Puedo estar en Karakorum meses antes que él —dijo Chagatai—. Haré que nuestro pueblo me jure como khan, pero la guerra estallará cuando regrese. A menos que siga el ejemplo de mi amado hermano, Ogedai. ¿Qué opinas, Suntai? ¿Aceptaría Guyuk mi khanato a cambio de su vida? Vamos, aconséjame.
—Tal vez, mi señor. Después de todo, tú lo hiciste.
Chagatai sonrió, en paz con el mundo por primera vez en años.
—Puede que si lo hiciera, no estuviera más que creando problemas para el futuro, o para mi hijo, Baidar. Debo pensar en su vida ahora. ¡Por todos los espíritus, ojalá Guyuk muriera mientras duerme y me dejara el camino libre! En vez de eso, he convertido a mi hijo en un rehén de mi buena voluntad.
Suntai conocía bien a su amo y sonrió al aproximarse a su espalda.
—Puede que eso sea lo que crea Guyuk, mi señor, incluso Orlok Tsubodai, pero ¿detendría ese rehén realmente tu mano?
Chagatai se encogió de hombros.
—Tengo otros hijos. El precio es demasiado alto para apartarme sólo por uno. Baidar tendrá que conseguir librarse por sí solo. Después de todo, Suntai, le di mis mejores guerreros para su tumán. No tienen equivalente en la nación. Si cae, lloraré por él, pero su destino está en sus propias manos, como siempre.
Chagatai no había oído las suaves botas que Suntai llevaba ese día en vez de sus habituales sandalias. No oyó su último paso. Sintió un picotazo en el cuello y se atragantó, sorprendido, llevándose la mano a la garganta. Estupefacto, comprobó que algo iba terriblemente mal. Al retirar la mano, vio que estaba cubierta de sangre. Intentó hablar, pero había perdido la voz y solo alcanzó a emitir un sonido chirriante a través de la raya roja dibujada en su piel.
—Se dice que la daga kirpan está tan afilada que produce una muerte casi indolora —dijo Suntai—. Nunca he tenido la oportunidad de preguntar si era cierto. Su nombre significa «la mano piadosa», por esa razón.
El criado se inclinó sobre Chagatai al ver que movía los labios, aunque el único sonido que podía hacer era una especie de sordas gárgaras. Cuando su amo, aferrándose aún la garganta, cayó sobre una de sus rodillas, Suntai se retiró unos pasos.
—La herida es mortal, mi señor. Intenta mantener la calma. La muerte llegará enseguida.
La cabeza de Chagatai se apoyó lentamente sobre su pecho. Alargó la mano derecha, ensangrentada, y buscó la espada que pendía de su cadera, pero no tuvo fuerza para desenfundarla más allá de la primera línea de acero reluciente.
—Me dijeron que te diera un mensaje, mi señor, si tenía oportunidad. He memorizado las palabras. ¿Puedes oírme todavía?
Suntai observó cómo Chagatai se desplomaba hacia delante con un estruendo metálico. Alguien gritó en las inmediaciones y Suntai frunció el ceño al pensar en lo que estaba por suceder.
—El mensaje es de Ogedai Khan, mi señor, y debe ser entregado en el momento de tu muerte: «No se trata de venganza, Chagatai. Lo hago por mi hijo. Ya no soy el hombre que te dejó vivir. Por mi mano que te golpeará desde lejos, tú no serás khan». —Suntai suspiró—. Nunca he sido verdaderamente tu criado, mi señor, pero has sido un excelente amo. Ve con Dios.
Las manos de Chagatai cayeron exánimes y sus guardias irrumpieron en la estancia, desenvainando sus armas al ver a Suntai arrodillado y susurrando algo al oído de su amo. Se puso en pie cuando se precipitaron sobre él, mirando con expresión tranquila las espadas que se alzaron en el aire.
Una fría y límpida mañana, Tsubodai montó su caballo y miró hacia atrás. No había nubes y el cielo estaba perfectamente azul. Siete tumanes aguardaban en formación, los mejores guerreros de la nación. Detrás de ellos, el bagaje y los carros se extendían a lo largo de kilómetros. Había traído consigo a generales, algunos de ellos casi unos niños, y les había revelado su propia fuerza y virtudes. A pesar de sus defectos, Guyuk sería mejor khan por lo que había aprendido durante la gran marcha. Baidar sería mejor hombre que su padre. Mongke haría que el espíritu de su padre se enorgulleciera.
Tsubodai suspiró. Sabía que nunca volvería a ver un ejército como ese. La vejez, con su progreso sigiloso, se le había echado encima y se sentía cansado. Durante un tiempo, había creído que podría cabalgar eternamente junto a los jóvenes, atraído por el seductor imán del mar, que le había llevado más lejos de su hogar de lo que nunca había soñado. Cuando Guyuk había ordenado un alto, había sido como el susurro de la muerte en su oído, el fin. Clavó la mirada a lo lejos, imaginando ciudades con chapiteles de oro. Conocía sus nombres, pero nunca llegaría a verlas: Viena, París, Roma. Estaba hecho. Sabía que tomaría las armas si Chagatai reivindicaba su derecho al khanato de Ogedai. Quizá viera una batalla una última vez. Junto a los príncipes, saldría rodeado de gloria al campo de batalla y le demostraría a Chagatai por qué Tsubodai Bahadur había sido el general de Gengis Khan.
La idea le reanimó por un instante, lo suficiente para hacer que alzara una mano y luego la dejara caer. A su espalda, los tumanes mongoles iniciaron el viaje de ocho mil kilómetros que los llevaría a casa por fin.