Temuge estaba sudando a pesar de que en el patio del palacio soplaba una brisa fría. Sentía la dureza de la larga hoja del cuchillo que había escondido bajo su túnica. Nadie había cacheado a los hombres que se habían congregado allí esa mañana, aunque se había asegurado de ocultar el arma, que le irritaba la ingle y le obligaba a cambiar de posición a cada tanto.
A lo lejos, Temuge podía oír los martillos golpeando, el sonido que llenaba sus días en los últimos tiempos. El proceso de fortificación de Karakorum continuaba día y noche y continuaría hasta que los estandartes de Chagatai aparecieran en el horizonte. Si Sorhatani y Torogene defendían la ciudad el tiempo suficiente hasta que regresara Guyuk, serían alabadas por encima de todas las mujeres. Los hombres hablarían de la forma en que habían blindado Karakorum durante generaciones. El nombre de Temuge, el encargado de las bibliotecas del khan, se olvidaría.
Miró con frialdad a Sorhatani, que hablaba con la pequeña muchedumbre. Alkhun estaba allí como minghaan jefe de los guardias del khan. Temuge tuvo la impresión de que el hombre le miraba de forma extraña y le ignoró. Aspiró una honda bocanada de aire frío pensando, planeando, decidiendo. Su hermano Gengis había entrado en una ocasión en la ger de un khan y le había degollado. Nadie habría pensado que Gengis sobreviviría al ataque, pero había calmado a la tribu de aquel hombre con palabras y amenazas. Se habían detenido y le habían escuchado. Una oleada de emoción atravesó a Temuge al imaginarse que los hombres y mujeres del patio se detendrían y le escucharían.
Manoseó la empuñadura del cuchillo que ocultaba bajo la ropa. Su vida no tenía destino, nada aparte de lo que un hombre pudiera coger y mantener por sí mismo. Temuge había presenciado el sangriento nacimiento de la nación. Lo entendieran o no, le debían a él su ciudad, sus vidas, todo. Si no hubiera sido por Gengis, los hombres y mujeres reunidos en ese frío patio seguirían siendo unos mugrientos cabreros en las estepas, con todas las tribus enfrentadas entre sí. Incluso vivían más años que los hombres y mujeres que había conocido de niño. Los curanderos Chin y musulmanes habían salvado a muchos de enfermedades que antes habían sido mortales.
Pese a la ira que sentía, parte de él seguía estando aterrorizado por lo que había planeado. Una y otra vez, Temuge dejaba caer sus manos abiertas, diciéndose que el momento había pasado: su momento en la historia. Luego, el recuerdo de su hermano afloraba y sentía que los demás se estaban burlando de su indecisión. Era solo una muerte, nada más, desde luego nada para estar tan acobardado. Notó una gota de sudor resbalando por su cuello y se la limpió, atrayendo la atención de Yao Shu. Sus miradas se encontraron y Temuge recordó que no estaba solo en la conspiración. El canciller se había mostrado más que abierto con él. Yao Shu escondía un feroz odio por Sorhatani que había llevado a Temuge a revelarle más de lo que había previsto en un principio sobre sus ideas y sus sueños.
Sorhatani se despidió de los funcionarios de Karakorum, cuya jornada comenzaba, y empezó a darse la vuelta para marcharse. Torogene la acompañaba, comentando ya algún detalle.
—Un momento, mi señora —dijo Temuge.
Su boca parecía haber actuado por voluntad propia, escupiendo las palabras. Sorhatani tenía prisa y, casi sin mirarle, le indicó con un gesto que la siguiera mientras bajaba y se dirigía hacia el corredor cubierto que llevaba a las habitaciones de palacio. Fue ese gesto informal lo que, llenándole de rabia, tranquilizó sus nervios.
Que una mujer como ella le tratara como un pedigüeño era suficiente para que le ardiera la cara. Apretó el paso para alcanzar a ambas mujeres, cobrando nuevas fuerzas al ver que Yao Shu se unía a ellos. Cuando entraron en la sombra, lanzó una mirada furtiva al patio y frunció el ceño al ver que Alkhun aún estaba allí y no despegaba sus ojos de él.
Sorhatani había cometido un error al permitirle que se acercara tanto a ella en las sombras. Temuge alargó la mano y le agarró el brazo. Ella se soltó con un movimiento brusco y exclamó:
—¿Qué quieres, Temuge? Tengo un millar de cosas que hacer esta mañana.
No era el momento de hablar, pero respondió para disimular mientras buscaba el cuchillo bajo su deel.
—Mi hermano Gengis no habría querido que una mujer gobernara sus tierras —dijo.
Sorhatani se puso rígida y Temuge sacó el puñal. Torogene soltó un grito ahogado y retrocedió un paso, presa del pánico. Sorhatani, asustada y sorprendida, abrió desmesuradamente los ojos. Temuge la sujetó con la mano izquierda y echó el brazo hacia atrás para hundir el cuchillo en su pecho.
Alguien le aferró la muñeca con tanta fuerza que tropezó y chilló. Era Yao Shu quien le sujetaba, clavando en él una mirada fría y desdeñosa. Temuge tiró de su brazo, pero no consiguió liberarse.
El pánico le inundó el pecho, haciendo que su corazón se acelerara.
—No —musitó. Tenía dos manchas blancas de saliva en las comisuras de los labios. No comprendía qué estaba sucediendo.
—Después de todo tenías razón, Yao Shu —dijo Sorhatani. No miró a Temuge, como si ya no importara en absoluto—. Siento haber dudado de ti. Es que nunca creí que realmente pudiera ser tan estúpido.
Yao Shu incrementó la fuerza de su mano y la daga cayó al suelo de piedra con un estrépito metálico.
—Siempre ha sido un hombre débil —respondió el canciller. De repente sacudió a Temuge, haciéndole gritar, atónito y lleno de miedo—. ¿Qué quieres que hagamos con él?
Sorhatani vaciló y Temuge se esforzó en encontrar un argumento inteligente en su defensa.
—Soy el último hermano de Gengis —dijo—. Y vosotros ¿qué sois? ¿Quiénes sois vosotros para juzgarme? Un monje Chin y dos mujeres. No tenéis ningún derecho a juzgarme.
—No supone ninguna amenaza —prosiguió Yao Shu, como si Temuge no hubiera hablado—. Podrías desterrarle del khanato, enviarle lejos como a cualquier vagabundo.
—Sí, envíale lejos —intervino Torogene. Temuge vio que estaba temblando.
Temuge notó la mirada de Sorhatani posarse sobre él y respiró hondo, sabiendo que su vida estaba en sus manos.
—No, Torogene —dijo por fin—. Algo así debe ser castigado. Él no habría mostrado ninguna piedad por nosotras.
Aguardó un momento mientras Temuge maldecía y se debatía, permitiendo que Torogene decidiera. Torogene meneó la cabeza y se alejó, con los ojos llenos de lágrimas.
—Entrégaselo a Alkhun —ordenó Sorhatani.
Temuge gritó pidiendo ayuda, súbitamente desesperado mientras se retorcía tratando de liberarse de la férrea mano que le convertía en un niño desvalido.
—¡Yo estaba allí cuando te encontramos en los bosques, monje! —escupió—. Fui yo quien te llevó ante Gengis. ¿Cómo puedes permitir que la puta de mi sobrino te dé órdenes?
—Dile a Alkhun que sea rápido —añadió Sorhatani—. Puedo concederle eso.
Yao Shu asintió y ella se alejó, dejándolos solos. Temuge se encogió al oír pasos que se aproximaban y vio a Alkhun abandonar la luz del sol para penetrar en la sombra del claustro.
—¿La has oído? —preguntó Yao Shu.
Los ojos del minghaan brillaban llenos de furia cuando agarró por los hombros a Temuge, sintiendo los delgados huesos del anciano bajo la ropa.
—La he oído —contestó. Llevaba un largo cuchillo en la mano.
—Malditos seáis los dos —dijo Temuge—. Iréis los dos al infierno por esto.
Mientras le arrastraban de vuelta hacia los rayos del sol, Temuge empezó a sollozar.
El segundo día después del ataque, los hombres del rey Bela concluyeron las reparaciones de los muros de sacos terreros, que habían reforzado con carros rotos y sillas de montar de caballos muertos. Sus arqueros permanecían en estado de alerta constante, aunque ya estaban sedientos y deshidratados. Apenas había suficiente agua para que cada hombre tomara un único trago por la mañana y otro por la noche. Los caballos estaban sufriendo y Bela se desesperaba por momentos. Apoyó la barbilla en el áspero lienzo de uno de los sacos y observó al ejército mongol, que había acampado en las inmediaciones. Por supuesto, ellos tenían acceso al río y disponían de tanta agua como fueran capaces de beber.
Mientras contemplaba la escena que se extendía en la pradera, Bela luchaba para controlar el profundo desaliento que le embargaba. Ya no pensaba que los informes del norte fueran exagerados. El general mongol contaba con muchos menos hombres que él, pero había aplastado a una fuerza superior en una exhibición de habilidad en la maniobra y las tácticas que le avergonzaba. Durante el resto de aquel espantoso primer día, Bela había esperado un asalto total sobre el campamento, pero no se había producido. Se sentía atrapado, encerrado en un recinto tan abarrotado de hombres y caballos que casi no podían ni moverse. No comprendía por qué no habían atacado, a menos que estuvieran disfrutando del perverso placer de ver cómo un rey moría de sed. Ni siquiera estaban amenazando el campamento y se habían retirado mucho más allá de la distancia de alcance de sus flechas. Todo cuanto Bela podía distinguir eran sus movimientos a lo lejos. Verlos a tanta distancia transmitía una falsa sensación de seguridad. Sabía por los informes y por su propia, amarga, experiencia que podían desplazarse a una velocidad increíble si querían.
Von Thuringen abandonó una conversación con sus caballeros para acercarse a él. Se había despojado de su peto y debajo llevaba un roñoso jubón acolchado, que dejaba al descubierto sus brazos plagados de cicatrices. Bela percibió el olor a sudor y sangre que exhalaba. El rostro del comandante era adusto y Bela tuvo que hacer un esfuerzo para mirarle a los ojos cuando Von Thuringen, con rigidez, se inclinó ante él.
—Uno de mis hombres cree que ha encontrado una salida para nuestra situación —dijo el comandante.
El rey Bela parpadeó. Había estado rezando pidiendo la salvación, pero parecía poco probable que la respuesta a las plegarias estuviera en el enorme barbudo que tenía ante sí, todavía manchado con la sangre de sus congéneres.
—¿De qué se trata? —preguntó Bela, levantándose y enderezándose bajo el escrutinio del caballero.
—Es más fácil que te lo muestre, majestad —respondió Von Thuringen.
Sin decir nada más, dio media vuelta y se abrió paso a empujones entre la masa de caballos y hombres. A Bela, cada vez más irritado, no le quedó más remedio que seguirle.
No fue un trayecto largo, pero al rey, zarandeado entre los soldados, le costó avanzar y estuvo a punto de ser derribado por un caballo que estaba reculando. Siguió a Von Thuringen hasta otra sección del muro y miró hacia donde el comandante le señaló.
—¿Ves allí a tres de mis hombres? —preguntó en tono neutro.
El rey Bela atisbó por encima de la muralla y vio a tres caballeros que se habían quitado la armadura, pero vestían aún los tabardos amarillos y negros que identificaban la orden a la que pertenecían. Desde los muros de sacos se les veía perfectamente, pero Bela notó que la tierra se hundía antes de volver a subir en la zona donde estaba el campamento mongol. Había una elevación del terreno que se extendía hacia el oeste. Mientras consideraba las posibilidades, la esperanza volvió a anidar en su corazón.
—No podríamos arriesgarnos a salir a caballo a plena luz del día, pero, en la oscuridad, cualquier hombre podría salir, resguardado de la vista por ese cerro. Con un poco de suerte y si mantienen la cabeza gacha, los mongoles se encontrarán un campamento vacío mañana por la mañana.
Bela se mordió el labio inferior: de pronto, la idea de abandonar la frágil seguridad del campamento le aterrorizó.
—¿No tenemos ninguna alternativa? —inquirió.
Von Thuringen arrugó la frente, uniendo sus pobladas cejas.
—No sin un suministro de agua. No sin un campamento mucho mayor y materiales para las murallas. Estamos tan amontonados aquí que si nos atacaran seríamos absolutamente inútiles. Hay que dar gracias de que aún no hayan notado todas nuestras debilidades, su majestad. Dios nos ha mostrado el camino, pero es el rey el que debe dar la orden.
—¿No podemos derrotarlos en batalla, Von Thuringen? En el campo de batalla hay espacio suficiente para formar, ¿no?
El mariscal de los Caballeros Teutones tomó aire para controlar su ira. No era él quien, supuestamente, conocía las tierras en torno al río Sajó. Sus hombres nunca podrían haber predicho la existencia de un vado unos pocos kilómetros más abajo. La culpa de las espantosas pérdidas correspondía al rey, no a sus caballeros. Von Thuringen hizo un esfuerzo sobrehumano para no perder los estribos.
—Su majestad, mis caballeros te seguirán hasta la muerte. El resto, en fin, son solo hombres asustados. Aprovecha esta oportunidad y déjanos salir de este maldito campamento. Encontraré otro lugar donde podamos vengarnos de esos cabreros. Olvida la batalla, majestad. Una campaña no está perdida por un único mal día.
El rey Bela se irguió y empezó a darle vueltas y más vueltas a uno de sus anillos. Von Thuringen aguardaba lleno de impaciencia, pero, por fin, el rey asintió.
—Muy bien. En cuanto haya oscurecido lo suficiente, saldremos.
Von Thuringen se giró y, al instante, estaba dando órdenes a los hombres que le rodeaban. Organizaría la retirada, confiando en que ningún explorador mongol deambulara demasiado cerca del cerro aquella noche.
Tan pronto se puso el sol, Von Thuringen dio la orden de abandonar el campamento. Habían pasado las últimas horas envolviendo con tela los cascos de los caballos para silenciarlos, aunque el terreno era bastante blando. Los Caballeros Teutones supervisaban a los primeros hombres que salieron con el máximo sigilo en la oscuridad y, ocultos por el cerro y llevando a sus monturas por las riendas, estos iniciaron la partida con el corazón en un puño, temiendo a cada instante oír un grito procedente del enemigo. El grito no llegó y fueron saliendo con rapidez. Los caballeros fueron los últimos en marcharse del campamento, dejándolo abandonado bajo la luz de la luna.
Von Thuringen vislumbró las fogatas del campamento mongol en la distancia y sonrió fatigado al imaginarlos encontrándose el campamento vacío por la mañana. Le había dicho la verdad al rey. Las pérdidas habían sido terribles, pero habría otros días. Aunque no lograra nada más que encontrar un buen campo de batalla, eso les daría opciones mejores que morirse de sed protegidos tras unos sacos de arena.
A medida que avanzaba la noche, Von Thuringen le fue perdiendo la pista a la masa de hombres que caminaba delante de él. Los primeros kilómetros fueron una agonía debido a la incertidumbre, pero una vez el campamento quedó lejos, las líneas se ampliaron y, a medida que los más veloces dejaban atrás a los heridos y a los lentos, fueron convirtiéndose en una larga estela de hombres que se extendía a lo largo de muchos kilómetros. Incluso sus caballeros lo sentían, el febril deseo de poner auténtica distancia entre ellos y el ejército mongol.
El mariscal de los Caballeros Teutones tenía todo el cuerpo dolorido por los numerosos golpes recibidos en batalla. Sabía que, bajo la armadura, su carne sería una colorida masa de moretones producidos por los impactos de las flechas. Ya había encontrado sangre en su orina. Mientras cabalgaba en la oscuridad, reflexionó sobre lo que había visto y no le gustaron sus conclusiones. Había una razón más para preservar el ejército magiar. Si los informes llegados del norte eran ciertos, eran el último ejército entre Hungría y Francia que tenía la oportunidad de detener la invasión mongola. La sola idea le resultaba espeluznante. Nunca había pensado que se encontraría con una amenaza así durante su vida. Se esperaba que los nobles de Rusia hicieran pedazos al enemigo, pero habían fracasado y sus ciudades habían ardido ante sus ojos.
El rey Luis IX de Francia tendría que ser puesto al corriente de la situación, se dijo Von Thuringen amargamente. Lo que era más importante, la lucha por el poder entre el papa y el emperador del Sacro Imperio Romano Germánico tendría que quedar a un lado. Von Thuringen meneó la cabeza mientras instaba a su corcel a reanudar el trote. En algún lugar delante de él, el rey de Hungría cabalgaba con su guardia personal. Von Thuringen habría deseado contar con mejor líder en un momento así, pero ese era el que le había otorgado la fortuna. No fracasaría tras una única batalla perdida. Había sufrido derrotas con anterioridad y siempre regresaba para devolver al infierno las almas aullantes de sus enemigos.
La primera luz del alba estaba apuntando y Von Thuringen solo podía hacer conjeturas sobre cuánto habría avanzado durante la noche. Estaba mortalmente cansado y tenía la garganta seca: las reservas de agua se habían agotado hacía mucho. Sabía que debería buscar un río en cuanto hubiera suficiente luz para que los caballos y los hombres recuperaran parte de sus fuerzas. Alargó la mano hacia abajo y palmeó el cuello de su caballo al pensarlo, murmurando unas palabras para reconfortarle. Si Dios estaba con ellos, los mongoles no se darían cuenta de que se habían ido hasta que hubiera transcurrido una mañana o más. Sonrió al imaginarlos aguardando pacientemente a que la sed arrojara a los magiares en sus brazos. Sería una larga espera.
Tan pronto la luz empezó a virar de gris plata a oro, las tareas que debía acometer empezaron a matraquear sin pausa en su cabeza. La prioridad era encontrar un río y beber hasta hartarse. Pensar en agua fresca le hizo mover los labios y los limpió con la lengua de una espesa capa de saliva.
El sol iba iluminando más y más el terreno y Von Thuringen descubrió una línea oscura a su derecha. Al principio pensó que se trataba de árboles, o de algún afloramiento de roca. Luego, en un instante, las borrosas formas se definieron y el comandante, estupefacto, tiró de las riendas, frenando en seco.
Una fila de guerreros mongoles a caballo flanqueaba el camino, con los arcos en ristre. Von Thuringen trató de tragar, pero su garganta estaba demasiado seca. Recorrió las líneas del rey arriba y abajo con la vista, escrutando la delgada hilera de hombres que le precedía. ¡Por Dios, no había siquiera un heraldo para dar la alerta con el cuerno! Solo unos pocos de sus caballeros estaban cerca y también ellos se detuvieron, volviendo hacia él una mirada en la que se leía su plena consciencia del horror.
El mundo se mantuvo inmóvil un largo instante y, rezando en silencio, Von Thuringen realizó su último acto de contrición y quedó en paz. Luego besó por última vez el anillo de su dedo, con su sagrada reliquia. Cuando espoleó a su corcel para que avanzara y alargó la mano hacia su espada, las primeras flechas ya estaban volando, sus silbidos semejantes al gemido de un niño que llora. Los mongoles cayeron sobre la delgada e informe hilera de soldados en fuga y dio comienzo la auténtica carnicería.
Cuando Baidar e Ilugei retornaron a Hungría, se encontraron a Tsubodai descansando con sus tumanes. El ánimo triunfal era visible en todos los rostros que veían y ellos mismos fueron recibidos con tambores y cuernos. Los tumanes que se hallaban con Tsubodai estaban al tanto del papel que había desempeñado Baidar en su victoria y, a su entrada en el campamento cerca del Danubio, le vitorearon.
Las ciudades de Buda y Pest habían sido atacadas durante días y luego cuidadosamente saqueadas hasta que los guerreros se hubieron apoderado de todo aquello que necesitaban o deseaban. Baidar atravesó al trote calles y casas semiquemadas, viendo piedras que habían alcanzado tal temperatura que habían estallado en mil pedazos, desperdigados ahora por el camino. Aunque el rey Bela había escapado, el ejército de Hungría, casi más de los que podían contar, había sido aniquilado. Aquellos a quienes Tsubodai había encargado hacer el recuento habían recopilado sacos enteros de orejas y algunos hablaban de sesenta mil muertos o más. Los exploradores ya habían partido, adentrándose aún más al oeste, pero, por una estación, los tumanes podían hacer una pausa en la gran marcha, mientras se fortalecían y engordaban con buena carne y vino robado.
Tsubodai envió unos mensajeros a Guyuk y a Mongke para decirles que se unieran a ellos. La protección de las incursiones de los flancos ya no era necesaria y decidió congregarlos a todos en un solo lugar y prepararse para seguir avanzando hacia el mar.
Batu había visto partir a los jinetes, por lo que se sorprendió cuando uno de sus hombres le trajo la noticia de que había unos tumanes llegando desde el sur. Era demasiado pronto para que las órdenes de Tsubodai hubieran alcanzado a Guyuk, pero llamó a Baidar y salieron a caballo del campamento.
Fueron de los primeros que reconocieron los estandartes del tumán de Guyuk. Batu se echó a reír al verlos e hincó los talones en su montura, poniendo a su poni al galope a través de la abierta pradera. Había muchas historias que contar y se imaginó con alegría las veladas de borrachera que harían falta para relatarlas todas. Mientras se aproximaban, ni Baidar ni él se percataron al principio de las sombrías expresiones de los rostros de los guerreros. No había júbilo en los tumanes de Guyuk y Mongke. Guyuk, en especial, tenía la cara más lúgubre que Batu le hubiera visto jamás.
—¿Qué pasa, primo? —preguntó Batu, perdiendo la sonrisa.
Guyuk volvió la cabeza y Batu vio que tenía los ojos enrojecidos e irritados.
—El khan ha muerto —dijo Guyuk.
Batu meneó la cabeza.
—¿Tu padre? ¿Cómo? Todavía era joven.
Guyuk le miró desde debajo de su ceño fruncido, haciendo un gran esfuerzo para pronunciar las palabras.
—Su corazón. Tengo que ver a Tsubodai.
Batu y Baidar se situaron a ambos lados del joven. Baidar había palidecido y cabalgaba sumido en sus pensamientos. Conocía a su padre mejor que nadie y, de repente, temió que los hombres que le rodeaban se hubieran convertido en sus enemigos.