Guyuk se echó hacia delante en la silla de montar, sujetando en equilibrio una lanza mientras galopaba a través de un sendero del bosque. Frente a él tenía la espalda de un jinete serbio, que se estaba jugando la vida cabalgando a toda velocidad por esos caminos entre árboles. El brazo derecho de Guyuk ardía por el peso de la lanza, que le estaba destrozando los músculos. Cambió de posición mientras cabalgaba, poniéndose de pie en los estribos para soportar el peso con los muslos. Hacía días que la batalla había concluido, pero Mongke y él seguían persiguiendo con sus tumanes a las fuerzas enemigas, que habían salido huyendo, sin bajar el ritmo ni un instante y asegurándose de que quedaran tan pocos con vida que nunca pudieran servir de apoyo al rey húngaro. Guyuk volvió a pensar en las elevadas cifras de magiares que había encontrado al otro lado de las fronteras. Tsubodai había dado en el clavo enviándolos hacia el sur, donde había tantos pueblos que podrían haber respondido al llamado de Bela. Ahora ya no podrían hacerlo; sus tumanes se habían asegurado de ello.
Guyuk soltó una maldición al oír el sonido de un cuerno a lo lejos. Estaba suficientemente cerca del serbio como para ver las miradas aterrorizadas que lanzaba por encima del hombro, pero el general se tomaba en serio sus responsabilidades. Recogió las riendas del pomo de madera de la silla donde las había dejado y tiró suavemente de ellas con la mano izquierda. Al detenerse, bajo la luz del claro, vio el vapor brotando del lomo de su poni y al jinete serbio perderse entre los árboles. Guyuk hizo un irónico saludo con la lanza y luego la arrojó al aire para recogerla y volverla a guardar en la funda junto a su pierna. El cuerno sonó de nuevo y después una tercera vez. Frunció el ceño, preguntándose qué podría haber encontrado Mongke que fuera tan urgente.
Mientras regresaba por el sendero, vislumbró a varios de sus hombres que volvían con él, saliendo de la penumbra verde y llamándose entre sí para presumir de sus respectivos triunfos. Guyuk vio que uno de ellos agitaba un puñado de cadenas de oro. La expresión de su cara le hizo sonreír, contagiado por la sencilla alegría de los guerreros.
Cuando Tsubodai le había dado sus órdenes, Guyuk se había preocupado pensando que fueran una especie de castigo. Era evidente que Tsubodai estaba separando a Batu de sus amigos más íntimos. La incursión por el sur no había parecido muy prometedora en términos de gloria. Sin embargo, si la llamada era la primera señal de que debían reunirse con Tsubodai, Guyuk sabía que recordaría aquellas semanas con intenso afecto. Mongke y él habían trabajado bien juntos, cada uno había ido aprendiendo a confiar en el otro y, sin duda, su respeto hacia Mongke había aumentado mucho en muy poco tiempo. Era un hombre incansable y competente, y aunque no poseía el brillante ingenio de Batu, siempre estaba donde se le necesitaba. Guyuk recordó su alivio solo unos pocos días antes, cuando Mongke había aplastado un contingente de serbios que le habían tendido una emboscada a dos de sus minghaans en las colinas.
Al final del bosque había dos farallones rocosos y Guyuk pasó con cuidado por el accidentado terreno hasta donde se fundía con la pradera. Vio el tumán de Mongke, que ya estaba formando, así como a sus propios hombres llegando de todas direcciones y tomando posiciones. Guyuk espoleó a su montura y atravesó la hierba a medio galope.
A pesar de la distancia, Guyuk oyó el cascabeleo que anunciaba la llegada de un jinete de los yans. Su pulso se aceleró por la excitación de recibir noticias del tipo que fuera. Era muy fácil sentirse aislado al estar separado del ejército principal, como si sus batallas y razias fueran el mundo entero. Guyuk se obligó a relajarse sobre su caballo. Sería Tsubodai, ordenándoles que regresaran para unirse a él en el empuje final hacia el oeste. Realmente el padre cielo había bendecido su empresa y ni una sola vez había lamentado haberse alejado tanto de las llanuras del hogar. Guyuk era joven, pero podía imaginarse lo que sentirían en años venideros, cuando todos los que hubieran participado en esa gran marcha estuvieran unidos por un vínculo especial. Ya lo sentía, era la sensación de haber corrido peligro juntos, un sentimiento incluso de fraternidad. Independientemente de cuáles fueran los demás objetivos de Tsubodai, la gran marcha había forjado vínculos entre los generales que habían cabalgado junto a él.
Mientras se dirigía hacia Mongke, Guyuk notó que su amigo tenía el rostro enrojecido y parecía furioso. Guyuk enarcó las cejas en un signo tácito de interrogación y Mongke se encogió de hombros.
—Dice que solo hablará contigo —explicó con rigidez.
Guyuk posó una mirada sorprendida en el joven jinete de los yans. Estaba sucio por el viaje, aunque eso era totalmente normal. Guyuk vio que no llevaba armadura y que la túnica de seda del jinete exhibía grandes manchas de sudor. Con esfuerzo, este se quitó la bolsa de cuero que llevaba a la espalda.
—Mis instrucciones son entregar este mensaje única y exclusivamente a Guyuk, mi señor, no pretendía ofender a nadie. —El último comentario estaba dirigido a Mongke, que le fulminó con la mirada.
—Sin duda el Orlok Tsubodai tenía sus razones —dijo Guyuk, aceptando la cartera y abriéndola.
El fatigado jinete parecía sentirse incómodo en presencia de hombres de tanto rango, pero negó con la cabeza.
—Mi señor, no he visto al Orlok Tsubodai. Este mensaje viene directamente de Karakorum.
Guyuk se quedó paralizado en el proceso de sacar el único pergamino doblado que contenía la cartera y todos vieron cómo empalidecía al examinar el sello. Con un gesto veloz, rompió el sello de cera y abrió el mensaje que había viajado durante casi ocho mil kilómetros.
Se mordió los labios mientras leía y sus ojos viajaron una y otra vez del principio al fin del mensaje mientras trataba de asimilarlo. Mongke no pudo soportar el tenso silencio.
—¿Qué pasa, Guyuk? —preguntó.
Guyuk meneó la cabeza.
—Mi padre ha muerto —contestó, aturdido—. El khan ha muerto.
Mongke se quedó un instante paralizado sobre su caballo, pero luego desmontó y se arrodilló en la hierba con la cabeza inclinada. Los hombres que lo rodeaban lo imitaron y la voz se fue corriendo entre los guerreros hasta que, poco después, los dos tumanes estaban arrodillados frente a él. Guyuk miró por encima de sus cabezas, confuso, todavía incapaz de asimilar lo sucedido.
—Levántate, general —dijo—. No olvidaré esto, pero ahora debo regresar a casa. Debo regresar a Karakorum.
Mongke se puso en pie sin mostrar ninguna emoción. Antes de que Guyuk pudiera detenerle, cuando Guyuk se subió al caballo, presionó su frente contra la bota que se apoyaba en el estribo.
—Déjame que te preste juramento de lealtad —pidió Mongke—. Permíteme ese honor.
Guyuk clavó la vista en el hombre que dirigía hacia él una mirada llena de intenso orgullo.
—De acuerdo, general —aceptó con suavidad.
—El khan ha muerto. Te ofrezco sal, leche, caballos, gers y sangre —dijo Mongke—. Te seguiré, mi señor khan. Te doy mi palabra y mi palabra es sagrada.
Guyuk se estremeció ligeramente cuando los hombres que se arrodillaban a su alrededor fueron repitiendo como un eco las mismas palabras, hasta que todos ellos las hubieron pronunciado. Se produjo un silencio y Guyuk alzó la vista por encima de ellos, mirando más allá del horizonte una ciudad que solo él podía ver.
—Está hecho, mi señor —dijo Mongke—. Estamos unidos a ti y sólo a ti por nuestro juramento. —Montó de un salto y empezó a repartir enérgicas órdenes a los oficiales minghaan más próximos.
Guyuk seguía sosteniendo el amarillento pergamino como si le quemara. Oyó a Mongke que ordenaba a los tumanes que se dirigieran al norte, para reunirse con Tsubodai.
—No, general, debo partir esta misma noche —respondió Guyuk. Tenía los ojos vidriosos y su piel tenía un aspecto cerúleo bajo la luz del sol. Apenas fue consciente de que Mongke se aproximaba a él con su caballo, ni notó la mano que Mongke apoyó en su hombro.
—Ahora necesitarás a los otros tumanes, amigo mío —dijo Mongke—. Los necesitarás a todos.
Acuclillado en la oscuridad, Tsubodai escuchaba el rumor del río cercano. En el aire flotaba el olor de hombres y caballos: ropa húmeda, cordero especiado y estiércol, todo mezclado en la brisa nocturna. Su estado de ánimo era lúgubre después de haber presenciado cómo un minghaan de guerreros era despedazado poco a poco mientras intentaban defender el puente, como él había ordenado. Habían cumplido su misión: la noche había caído y el principal ejército magiar no había cruzado el puente todavía. Todo cuanto el rey Bela había logrado era que un grupo de mil soldados de caballería pesada, formando una cabeza de puente, pasaran a la otra orilla y establecieran una posición para la mañana siguiente. No dormirían, con las fogatas mongolas rodeándolos por todas partes. El sacrificio había merecido la pena, se dijo Tsubodai. El rey Bela se había visto obligado a esperar la mañana antes de poder cruzar el río con todas sus huestes y continuar su contumaz persecución del ejército mongol.
Cansado, Tsubodai hizo crujir su cuello, aflojando las fatigadas articulaciones. No necesitaba motivar a sus hombres con una arenga o nuevas órdenes. Ellos también habían visto cómo el minghaan defendía valientemente la posición hasta el final. Habían oído los gritos de dolor y habían visto la espuma y las salpicaduras en el agua cuando los guerreros moribundos caían al río. El Sajó estaba muy crecido y discurría muy deprisa, por lo que los hombres, cargados con su armadura, se habían ahogado enseguida, incapaces de volver a la superficie.
La luna estaba en cuarto creciente y arrojaba su pálida luz sobre el paisaje. El río relucía como una cuerda de plata que los tumanes oscurecían con sus chapoteos mientras cruzaban por una zona de aguas poco profundas. Esa era la clave del plan de Tsubodai, el vado que había descubierto mientras exploraba el terreno la primera vez que salieron de las montañas. Todo lo que Bela había visto le inducía a creer que los mongoles estaban huyendo. La forma en que habían defendido el puente revelaba la importancia que tenía para ellos. Desde entonces, Tsubodai había utilizado las horas de oscuridad para mover a sus hombres mientras la luna ascendía por el cielo desde las praderas en torno al río. Era una apuesta, un riesgo, pero estaba tan cansado de huir como sus hombres.
Sólo sus reclutas defendían ahora las tierras que había al otro lado del río. Estaban reunidos en torno a miles de hogueras bajo la luz de la luna, moviéndose de una a otra para dar la impresión de que los mongoles habían levantado un vasto campamento mientras que, en realidad, Tsubodai había conducido a los tumanes a una posición situada unos cinco kilómetros más al norte. Llevando a sus caballos por las riendas, fueron cruzando a pie el vado, sin que el enemigo pudiera verlos u oírlos. No había dejado ni un solo tumán como reserva. Si el plan fracasaba, el rey húngaro atravesaría el río como un tornado al amanecer y su desigual ejército de reclutas sería aniquilado.
En susurros, Tsubodai ordenó que aceleraran el paso. Hacer cruzar a tantos hombres era una tarea de horas, sobre todo por el cuidado que tenían que poner para no hacer ruido. Una y otra vez, con un movimiento brusco, alzaba la vista hacia la luna, observando su avance y calculando el tiempo que le quedaba hasta que amaneciera. El ejército del rey Bela era inmenso. Tsubodai necesitaría todo el día para vengar íntegramente sus pérdidas.
Los tumanes se reunieron al otro lado del río. Los caballos resoplaban y relinchaban llamándose entre sí, mientras las sucias manos de los guerreros les tapaban los ollares para amortiguar los sonidos. Los hombres susurraban y se reían en grupos en la oscuridad, disfrutando del impacto que recorrería todo el ejército que los perseguía cuando descubrieran el engaño. Llevaban huyendo cinco días. Por fin, había llegado el momento de detenerse y contraatacar.
En la penumbra, Tsubodai vio a Batu sonriendo de oreja a oreja mientras trotaba hacia él para recibir sus órdenes. El orlok no cambió la adusta expresión de su propio rostro al hablarle.
—Tu tumán golpeará la vanguardia de su campamento, Batu, donde está el rey. Cae sobre ellos mientras duermen y acaba con todos. Si puedes llegar a los muros de sacos de arena, destrúyelos.
Acércate a ellos tan sigilosamente como sea posible, luego haz que tus flechas y tus espadas griten por ti.
—Como desees, orlok —respondió Batu. Por una vez, pronunció el título sin rastro de burla en la voz.
—Yo avanzaré junto con los tumanes de Jebe y Chulgetei y atacaré su retaguardia en ese mismo momento. Están convencidos de saber cuál es nuestra posición y no nos esperarán esta noche. Sus muros son peor que inútiles, porque se sienten seguros rodeados por ellos. Quiero que entren en pánico, Batu. Todo depende de que podamos aplastarlos con rapidez. No olvides que siguen superándonos en número. Si cuentan con buenos líderes, podrían reunirse y volver a formar. Tendremos que luchar hasta el último hombre y las pérdidas serán enormes. No desperdicies a los guerreros de mi ejército, Batu. ¿Lo entiendes?
—Los trataré como si fueran mis propios hijos —dijo Batu.
Tsubodai resopló.
—Entonces, sal ya. El alba está cerca y cuando salga el sol tienes que estar en posición.
Tsubodai observó cómo Batu desaparecía en silencio en la oscuridad. No habría señales con los cuernos ni los naccara, no con el enemigo tan próximo y confiado. El tumán de Batu formó sin ruido e iniciaron el trote hacia el campamento húngaro. Los carros y las tiendas y los heridos de los mongoles se habían quedado atrás, con los reclutas, abandonados a su suerte. Nada retrasaba a los tumanes, que podían cabalgar a toda velocidad y atacar con la máxima dureza, como más les gustaba.
Tsubodai asintió para sí con energía. Tenía que recorrer un trecho mayor que el tumán de Batu y no quedaba mucho tiempo. Subió con rapidez a su caballo, notando cómo se le aceleraba el corazón en el pecho. Sentir emoción era raro en él y mientras lideraba a los dos últimos tumanes hacia el oeste, ocultó toda excitación tras una expresión impasible.
El rey Bela se despertó sobresaltado al oír un estruendo. Mientras se ponía en pie, cubierto de sudor, se restregó los ojos para espabilarse por completo. Con la mente aún confusa, oyó los sonidos metálicos y los gritos de una batalla y parpadeó, dándose cuenta de que eran reales. Asustado, asomó la cabeza por la puerta de la tienda de mando y, aunque seguía siendo de noche, vio a Conrad Von Thuringen sobre su caballo, vestido ya con la armadura completa. El mariscal de los Caballeros Teutones no vio a Bela al pasar al trote por su lado, gritando órdenes que, en el tumulto, el rey fue incapaz de descifrar. Había hombres corriendo en todas direcciones y, al otro lado de los sacos de arena, se oían las largas notas de los cuernos de batalla a lo lejos. Bela tragó con dificultad al reconocer un fragor distante que iba creciendo y aclarándose más y más a cada instante.
Lanzó una maldición y volvió a meterse en la tienda, buscando sus ropas a tientas en la oscuridad. Sus criados parecían haberse evaporado y tropezó contra una silla, levantándose con un lamento ahogado. Tiró de un par de pantalones de tela gruesa enganchados en el respaldo de la silla caída y se los puso a toda prisa. Cada gesto le robaba un instante precioso. Agarró la chaqueta bordada que indicaba su rango y se la echó por encima de los hombros mientras salía corriendo hacia el aire nocturno. Alguien le había traído su caballo y montó para poder valorar la batalla.
Las primeras luces del alba se habían tendido sigilosamente sobre ellos en aquellos momentos. En el este, el cielo estaba palideciendo y, con un estremecimiento de horror, Bela pudo comprobar que sus filas se agitaban inmersas en un caos total. La arena de los sacos terreros, desgarrados, estaba desparramada por la hierba y estos habían quedado inservibles. Sus propios hombres habían entrado por el hueco abierto por los mongoles, huyendo de los salvajes jinetes y las flechas que los estaban diezmando en el exterior. Oyó a Von Thuringen bramando órdenes a sus caballeros, que se dirigían hacia allá con él para reforzar las defensas. Una esperanza desesperada se encendió en su pecho.
El tronar de los tambores se reanudó y el rey hizo que su corcel girara sobre sí mismo. Los mongoles estaban en algún lugar detrás de él. ¿Cómo habían cruzado el río? Era imposible y, sin embargo, los tambores retumbaban cada vez con más fuerza.
Estupefacto, Bela atravesó el campamento, prefiriendo estar en movimiento a permanecer quieto, aunque tenía la mente en blanco. Los magiares habían abierto dos brechas en los límites de su propio campamento, entrando en tropel en lo que les parecía un lugar seguro. No podía ni imaginarse las pérdidas que habrían sufrido para estar replegándose de esa manera.
Ante sus ojos, los huecos se agrandaron y más y más hombres se fueron amontonando tras los sacos de tierra. Al otro lado, los mongoles seguían atacando a sus perplejos hombres, derribándolos con flechas y con lanzas. Bajo la creciente luminosidad del día, parecían no tener fin y Bela se preguntó si, de algún modo, habían logrado esconder un ejército hasta ese momento.
Bela se esforzó en mantener la calma mientras el caos crecía a su alrededor. Sabía que necesitaba recuperar el perímetro, para restaurar el campamento y reordenar las posiciones de los hombres que estaban dentro de los muros. Desde allí, podría calcular el número de bajas e incluso, quizá, iniciar un contraataque. Ladró la orden a los mensajeros, que se perdieron entre los jinetes que revoloteaban por todas partes, repitiendo a gritos la orden a cualquiera que pudiera oírla: «Reconstruid los muros. Defended los muros». Si conseguían hacerlo, tal vez aún podrían obtener una victoria de aquel desastre. Sus oficiales impondrían el orden en el caos. Haría retroceder a los tumanes.
Los caballeros liderados por Josef Landau le oyeron. Formaron y cargaron a través del campamento como una masa compacta. Para entonces ya había mongoles en las murallas y una lluvia de flechas cruzaba silbante el campamento. En tal aglomeración, no les hacía falta apuntar. Al calcular las bajas, Bela no podía dar crédito al número de hombres caídos, pero los caballeros continuaban luchando como posesos, sabiendo como él mismo que los muros eran su única salvación. El gigantesco Von Thuringen, tan fácilmente identificable con su larga barba y su espadón, lideraba a un centenar de sus propios soldados.
Los caballeros le demostraron su valía: Landau y Von Thuringen machacaban a todo mongol que había osado entrar en el campamento y le expulsaban por los amplios agujeros de las murallas. Luchaban con una furia justa y, para empezar, no les dejaban espacio a los mongoles para golpear y pasar velozmente de largo. Bela contempló con el corazón en la boca cómo los Caballeros Teutones bloqueaban una de las brechas con sus caballos, sosteniendo escudos contra las saetas que seguían penetrando en oleadas. Landau resultó herido y Bela captó una fugaz visión de su cabeza colgando sin fuerza mientras su caballo se alejaba, desbocado. Por un momento, el caballero se debatió, agitando los brazos, pero luego se desplomó sobre el pegajoso fango casi a los pies de Bela. La sangre manaba de debajo del blindaje metálico de su cuello, aunque Bela no veía herida alguna. Atrapado y ahogándose en su armadura, Landau murió lentamente, mientras los hombres que corrían a su alrededor empujaban y pisoteaban su cuerpo.
Hombres a pie tiraban de los sacos con esfuerzo, reconstruyendo las murallas tan deprisa como podían. Los mongoles se acercaron de nuevo, empleando sus caballos para llegar hasta las mismas murallas y luego saltando por encima de ellas, de modo que aterrizaban dando vueltas por el suelo. Uno a uno, los intrusos fueron eliminados, derribados por el mismo regimiento de arqueros que había asaltado el puente la noche anterior. Bela empezó a respirar mejor al ver que la amenaza de la destrucción inminente remitía. Los muros estaban siendo reparados y sus enemigos aullaban al otro lado de ellos. Los mongoles habían sufrido importantes pérdidas, aunque nada comparable a las que habían sufrido sus propias huestes. Gracias a Dios, había construido un campamento suficientemente grande como para refugiar a sus hombres.
El rey Bela miró fijamente las pilas de soldados y caballos muertos amontonados en los confines del campamento. Los atravesaban multitud de flechas y algunos aún se retorcían. El sol estaba alto en el cielo; le resultó increíble que el tiempo hubiera pasado tan deprisa desde que sonaran las primeras voces de alarma.
Desde lo alto de su caballo, podía ver que los mongoles seguían presionando en las proximidades de las murallas. Solo había una puerta real y envió a unos arqueros a cubrirla frente a un posible ataque. Von Thuringen estaba allí, reuniendo a los caballeros en una columna, pero lo único que Bela podía hacer era observar cómo bajaban sus viseras y preparaban sus lanzas. A un bramido de Von Thuringen, sus hombres tiraron hacia arriba de la puerta, abriéndola. Casi seiscientos espolearon a sus corceles, que salieron al galope hacia la tormenta. Bela pensó que no volvería a verlos.
Tuvo la prudencia de mandar grupos de arqueros con carcajes repletos a todos los muros. A su alrededor, los arcos comenzaron a disparar y su respiración se aceleró cuando oyó varios aullidos guturales al otro lado de las murallas de sacos. Los Caballeros Teutones estaban en su elemento, repartiendo tajos entre los jinetes mongoles, utilizando su peso y su velocidad para derribarlos cuando pasaban por su lado rugiendo y gritando. A Bela le resultaba difícil controlar su miedo. Dentro del campamento, hombres y caballos se agolpaban en una terrible confusión, pero gran parte de su ejército había sido aniquilado mientras dormían. Bela oyó cómo se interrumpían de golpe los chillidos de alegría y de burla de los mongoles cada vez que Von Thuringen caía sobre ellos. Notó una creciente sensación de frío. No escaparía de aquel lugar. Le habían atrapado y moriría con el resto.
Le pareció que pasaba un siglo hasta que Von Thuringen volvió a entrar al campamento. La esplendorosa columna de caballeros había quedado reducida a menos de ochenta, tal vez cien hombres. Los que regresaban estaban maltrechos y ensangrentados, y muchos de ellos, con flechas sobresaliendo de sus armaduras, se tambaleaban sobre las sillas. Los jinetes magiares contemplaron con admiración a los caballeros y muchos de ellos desmontaron para ayudarles a descender del caballo. La larga barba de Von Thuringen estaba manchada de sangre seca y, cuando sus furiosos ojos azules se clavaron en el rey húngaro, parecía algún dios de la oscuridad.
Bela necesitaba orientación y la mirada que le devolvió fue la de un ciervo hipnotizado e impotente bajo los ojos de un león. Conrad Von Thuringen cabalgó a través de la palpitante masa de hombres con una expresión en el rostro tan sombría como la suya.
Batu y su montura llegaron jadeantes junto a Tsubodai. El orlok estaba de pie junto a su caballo sobre un cerro que se extendía a través del campo de batalla, observando la evolución de los combates que había ordenado iniciar. Batu había esperado encontrarse al orlok furioso por la manera en que se había desarrollado el ataque, pero, al verle, Tsubodai le sonrió. Batu se quitó un terrón de barro que se le había quedado pegado al cuello y le devolvió la sonrisa, vacilante.
—Esos caballeros son impresionantes —dijo Batu.
Tsubodai asintió. Había visto cómo el gigante barbudo había hecho retroceder a sus hombres. Los guerreros mongoles estaban demasiado cerca y no habían podido maniobrar cuando los caballeros salieron y cargaron contra ellos. Con todo, el repentino ataque había conseguido inquietarle por su disciplina y su ferocidad. Los caballeros se habían abierto paso entre sus hombres despedazándolos como unos incansables carniceros, cerrando filas cada vez que las flechas alcanzaban y derribaban a uno de ellos. Cada caballero que caía se llevaba consigo a dos o tres guerreros, sin dejar de gruñir y dar patadas hasta que lo sujetaban y lo mataban.
—Ya no quedan tantos —contestó Tsubodai, aunque el ataque le había hecho cuestionarse algunas de sus certezas. No es que no se hubiera tomado en serio la amenaza de los caballeros, pero quizá había subestimado su fuerza cuando la aplicaban en el momento y lugar adecuados. Ese loco de la barba había encontrado el momento, sorprendiendo a su tumán justo cuando estaban celebrando a gritos la victoria. Aun así, solo unos cuantos caballeros habían logrado regresar con vida al campamento. Cuando las lluvias de flechas empezaron a surgir de los muros, Tsubodai había dado la orden de retirarse fuera del alcance de los proyectiles. Sus propios guerreros habían comenzado a responder con sus flechas, pero, dado que los arqueros de Bela disparaban desde detrás de un firme muro de sacos de arena, las cifras de muertes eran desiguales. Por un instante, Tsubodai había considerado lanzar otra carga para destruir los muros, pero el coste habría sido demasiado alto. Ahora los tenía atrapados dentro de sus propios muros, más débiles que los de cualquier fortaleza Chin. Dudaba de que tuvieran suficiente agua para todos los que se hacinaban en el campamento.
El orlok recorrió las llanuras con la vista, observando los montones de cuerpos destrozados, algunos todavía arrastrándose. Los ataques habían arrollado el ejército húngaro, quebrando por fin su confianza. Se sentía complacido, pero se mordió el labio mientras meditaba sobre cómo concluir el trabajo.
—¿Cuánto más pueden aguantar? —preguntó Batu de pronto, un eco tan exacto de sus propios pensamientos que Tsubodai le miró sorprendido.
—Unos cuantos días antes de que se les acabe el agua, más no —respondió—. Pero no esperarán a que eso pase. La cuestión es cuántos hombres y caballos, cuántas flechas y lanzas les quedan. Y cuántos de esos malditos caballeros.
Era difícil hacer un cálculo acertado. Las praderas estaban cubiertas de cadáveres, pero no podía saber cuántos habían sobrevivido y se habían reunido con su rey. Cerró los ojos un momento, evocando la imagen del terreno en su mente como si lo sobrevolara. Su desigual ejército de reclutas seguía estando al otro lado del río, seguramente observando con mirada torva el pequeño contingente que había logrado atravesar el puente y defendía la otra orilla. El campamento del rey se encontraba entre Tsubodai y el río, sus hombres atrapados y retenidos en un solo lugar.
Una vez más, los pensamientos de Batu fueron un reflejo de los suyos.
—Déjame enviar a un mensajero para traer a la infantería del otro lado del río —dijo Batu.
Tsubodai le ignoró. Todavía no sabía cuántos de sus guerreros mongoles habían resultado muertos o heridos esa mañana. Si el rey había salvado aunque fuera solo la mitad de su ejército, contaría con suficientes hombres para entablar batalla en igualdad de condiciones, una batalla que Tsubodai solo podía ganar si ordenaba a sus tumanes que lucharan hasta el último hombre. El precioso ejército que le había acompañado en la gran marcha quedaría reducido, gravemente deteriorado por un enemigo de igual fuerza y voluntad. No, no podía permitirlo. Abriendo los ojos y observando con furia la tierra que rodeaba el campamento, obligó a su mente a pensar a toda velocidad. Entonces esbozó una lenta sonrisa y esa vez Batu no se le adelantó.
—¿Qué opinas, orlok? ¿Debo enviar un mensajero a través del vado?
—Sí. Diles que acaben con los hombres del rey que aguardan al otro lado del río. Tenemos que retomar ese puente, Batu. No quiero que el rey envíe a sus hombres a buscar agua al río.
Tsubodai taconeó un par de veces con su bota en el terreno rocoso.
—Cuando eso esté hecho, retiraré todavía más a mis tumanes, otro kilómetro y medio desde este punto. La sed tomará la decisión por ellos.
Batu se le quedó mirando, confuso, mientras Tsubodai enseñaba los dientes en lo que podría ser una ancha sonrisa.