XXX

Día tras día, los tumanes de Tsubodai guardaban la distancia que los mantenía justo fuera del alcance de los jinetes húngaros. Batu había perdido la cuenta de las veces que el rey húngaro había intentado forzarlos a entrar en batalla. Los soldados de infantería de ambos lados los retrasaban, pero el primer día que el Danubio había quedado atrás, el rey Bela había enviado a veinte mil jinetes a cargar contra ellos. Tsubodai había observado con frialdad cómo se acercaban a sus líneas de retaguardia hasta que, con lo que Batu consideraba una exasperante calma, ordenó que lanzaran descargas de flechas mientras los reclutas se agarraban a los pomos de las sillas y eran arrastrados a toda velocidad a lo largo de cinco kilómetros, volviendo a ampliar la distancia entre ellos. Cuando la presión de los jinetes magiares era excesiva, respondían con enjambres de flechas negras, disparadas con terrorífica precisión Los minghaans mongoles poseían una disciplina que sus adversarios nunca habían visto: eran capaces de tomar posición incluso durante una carga, lanzar dos lluvias de flechas y luego reincorporarse a los tumanes principales.

El primer día había sido el más duro, con repetidos ataques y embestidas que tuvieron que ser rechazados. Tsubodai había trabajado a un ritmo febril para mantener separados a ambos ejércitos mientras marchaban hasta que Buda y Pest desaparecieron de su vista. Cuando el sol se puso esa primera noche, sonrió al ver el enorme campamento vallado que construía el ejército del rey Bela, prácticamente una ciudad. Las huestes magiares colocaron sacos de arena alineados hasta la altura de un hombre, formando un vasto cuadrado en la pradera. Habían cargado con ese peso durante todo el camino desde el Danubio. A su manera, eso explicaba por qué no conseguían darles caza a los mongoles. La impresión que Tsubodai tenía sobre el rey se confirmó cuando comprobaron que solo él y sus oficiales de más rango permanecerían protegidos por los muros de sacos de arena. El resto de su ejército acamparía al raso, tan desatendidos como cualquiera de sus criados.

Posiblemente, el rey húngaro habría contado con comer y dormir bien en su tienda de mando, pero cada noche Tsubodai enviaba a hombres con cuernos y petardos Chin para mantener despierto al ejército húngaro. Quería que el rey estuviera exhausto y nervioso, mientras que el propio Tsubodai dormía y roncaba, haciendo que sus guardias personales sonrieran mientras vigilaban su ger.

Los siguientes días fueron menos frenéticos. El rey Bela parecía haber aceptado que no podía hacer que dieran media vuelta y se enfrentaran a sus huestes. Las cargas continuaron, pero era casi como si las hicieran para alardear y luego marcharse corriendo: los caballeros se acercaban insultándolos y blandiendo en alto sus espadas para luego regresar triunfantes a sus propias líneas.

Los tumanes continuaban avanzando, retirándose un kilómetro tras otro, lentamente. En el accidentado terreno, algunos de los caballos se quedaron cojos y fueron sacrificados de inmediato, aunque nunca había tiempo para descuartizarlos y utilizar su carne. Los soldados de infantería que corrían junto a las sillas de montar se habían endurecido, pero aun así algunos de ellos sufrieron diversas heridas. Tsubodai dio orden de que cualquiera que se quedara atrás fuera abandonado con solo una espada, pero sus tumanes habían trabajado y luchado codo con codo con los reclutas forzosos durante mucho tiempo. Hizo la vista gorda cuando los guerreros los subían a la grupa de sus caballos o los ataban a una silla en alguna de las monturas extra.

En el mediodía del quinto día habían recorrido más de trescientos veinte kilómetros y Tsubodai sabía todo cuanto necesitaba saber sobre el ejército al que se enfrentaba. El río Sajó estaba frente a él y pasó la mayor parte de la mañana dando órdenes para organizar el cruce del único puente. Sus tumanes no podían arriesgarse a quedar atrapados frente al río y nadie se sorprendió cuando los jinetes magiares empezaron a presionarlos más de cerca durante toda la mañana. Conocían a la perfección el terreno local.

Tsubodai convocó a Batu, a Jebe y a Chulgetei cuando el sol alcanzó su cénit.

—Jebe, quiero que tus tumanes atraviesen el río Sajó sin demora —dijo.

El general frunció el ceño.

—Si yo fuera el rey húngaro, atacaría ahora que el río nos impide maniobrar. Debe saber que hay un solo puente.

Tsubodai se giró en la silla de montar y observó el curso del río, que se encontraba a unos pocos kilómetros de distancia. Junto a la orilla, el tumán de Chulgetei ya estaba recibiendo la presión de los que seguían llegando. No podían quedarse allí, atrapados junto al hondo río.

—Este rey lleva cinco días expulsándonos de sus tierras, triunfante. Sus oficiales estarán felicitándose entre ellos y a él. Por lo que sabe, correremos hasta las montañas y desapareceremos de nuevo detrás de ellas. Creo que nos dejará ir, pero si no lo hace, todavía tengo a otros veinte mil para mostrarle cuánto se ha equivocado. Márchate, rápido.

—Como desees, orlok —contestó Jebe. Inclinó la cabeza y se alejó al trote para dar la orden a su tumán.

Batu carraspeó, sintiéndose repentinamente incómodo en presencia de Tsubodai.

—¿Ha llegado ya el momento de revelar tus planes a los generales humildes, orlok? —preguntó. Sonrió mientras hablaba, para suavizar sus palabras.

Tsubodai le miró.

—El río es la clave. Hemos corrido y corrido. No esperan que ataquemos, no ahora. Nos presionarán cuando vean que empezamos a cruzar, pero los detendremos con flechas. Cuando caiga la noche, quiero que ellos estén en este lado y nuestros tumanes en el otro. No es más que lo que este rey esperaría de unos enemigos a los que ha expulsado con tanta facilidad. —Tsubodai sonrió para sí—. Una vez estemos al otro lado del Sajó, necesitaré que el último minghaan defienda ese puente. Es el único punto débil de mis preparativos, Batu. Si ese millar de hombres es vencido con rapidez, caerán sobre nosotros y habremos desperdiciado el cuello de botella del puente.

Batu pensó en el puente, que había visto la primera vez que cruzaron, cuando los tumanes llegaron trotando en dirección a Buda y Pest. Era un buen camino de piedra, suficientemente amplio para cabalgar de doce en fondo. Podría defenderlo durante días contra los caballeros, pero los arqueros magiares simplemente utilizarían las orillas para lanzar decenas de miles de flechas. Incluso con escudos, cualquiera que estuviera sobre ese puente acabaría cayendo. Suspiró para sí.

—¿Esa es la tarea que me asignas, orlok? ¿Otra posición suicida de la que no saldré vivo? Solo quiero estar seguro de que entiendo tus órdenes.

Tsubodai soltó una risita, sorprendiéndole.

—No, no, tú no. Te necesito mañana antes del amanecer. Dejaré a tu elección a quién le encargas la tarea. Nuestros hombres no pueden retirarse al ser atacados, Batu. Asegúrate de entender eso. El rey húngaro debe creer que nuestra intención es huir, que no podemos enfrentarnos a sus huestes en el campo de batalla. Que defendamos ese puente le convencerá.

Batu intentó ocultar su alivio mientras asentía. A lo lejos, los hombres del tumán de Jebe ya estaban moviéndose, cabalgando tan veloces como podían a través de la estrecha estructura que atravesaba el río. Jebe era un oficial experimentado que no permitía ningún retraso y Batu vio cómo la mancha de hombres y caballos crecía en la otra orilla. Oyó el sonido de trompetas a sus espaldas y se mordió el labio al comprobar que los magiares continuaban acortando distancias.

—Será una operación sangrienta, Tsubodai —dijo en voz baja.

El orlok le miró, juzgando su valía con mirada fría.

—Los haremos pagar por nuestras pérdidas. Tienes mi palabra. Ahora ve y elige a tus hombres. Asegúrate de que tengan antorchas para iluminar el puente cuando se ponga el sol. No quiero ningún error, Batu. Nos espera una noche muy ajetreada.

Temuge recorría arriba y abajo el pasillo donde se encontraban las habitaciones del curandero. Empalideció al oír los gritos ahogados provenientes de la estancia, pero no podía volver a entrar allí. Del primer tajo en el hombro de Khasar había manado un líquido blanco tan hediondo que había tenido que hacer un esfuerzo ímprobo para no vomitar. En ese momento, Khasar no había emitido ningún sonido, pero se había estremecido cuando el cuchillo había penetrado más en su espalda, abriendo un boquete en la carne. Todavía tenía una gruesa mancha de pasta negra en la lengua y, cuando empezó a llamar a Gengis, Temuge pensó que su hermano estaba alucinando. En aquel momento Temuge se había marchado con la manga apretada contra la nariz y la boca.

Mientras caminaba por el pasillo, la luz del sol se había ido apagando, aunque ahora la ciudad no paraba nunca, ni siquiera en las habitaciones de palacio. Grupos de criados pasaban trotando, portando todo tipo de cosas, desde comida hasta suministros para la construcción. Temuge tuvo que echarse atrás cuando apareció un grupo transportando una enorme viga de roble cuyo destino desconocía. La esposa de su sobrino, Sorhatani, había iniciado los preparativos del asedio casi el mismo día en que Ogedai había fallecido. Temuge pensó en ello con desdén, deseando por un momento que Gengis pudiera regresar para espabilarla de un bofetón. Era imposible defender la ciudad, hasta un tonto lo vería. Lo mejor que podían hacer era enviar un emisario a Chagatai para empezar a negociar. El único hijo con vida de Gengis no era tan poderoso como para hacer inútiles las palabras, se dijo Temuge. Se había ofrecido voluntario para iniciar las negociaciones, pero Sorhatani simplemente había sonreído y le había agradecido su sugerencia antes de despedirle. Temuge volvió a encolerizarse al recordarlo. En el momento en que la nación más necesitaba su experiencia, tenía que enfrentarse a una mujer incapaz de entender nada. Reanudó su inquieto paseo, haciendo una mueca al oír otro grito de Khasar, peor que los anteriores.

La ciudad necesitaba un regente fuerte, no a la viuda de Ogedai, que seguía estando tan paralizada por la pena que buscaba orientación en Sorhatani. Temuge volvió a plantearse forzar la situación. ¿Cuántas veces había estado cerca de convertirse en el gobernador de la nación? Los espíritus habían estado contra él en el pasado, pero ahora tenía la impresión de que las tabas habían sido lanzadas al aire. La ciudad estaba aterrorizada, podía sentirlo. Era el momento justo para que un hombre fuerte, un hermano del propio Gengis, se hiciera con las riendas, ¿no? Maldijo entre dientes el recuerdo del oficial superior, Alkhun. Temuge había intentado sondearle, calibrar sus sentimientos respecto a las dos mujeres que gobernaban Karakorum. Había adivinado su propósito, Temuge estaba casi seguro. Alkhun había meneado la cabeza. Temuge no había hecho más que mencionar el tema con delicadeza, cuando el oficial se había despedido con extraordinaria brusquedad, casi con rudeza. Temuge se había quedado solo en un pasillo, mirando fijamente una figura que desaparecía.

Sus pensamientos fueron interrumpidos por el sanador, que salió limpiándose la sangre y el asqueroso líquido blanco de las manos. Temuge alzó la vista, pero el Chin negó con la cabeza.

—Lo siento. Los tumores eran demasiado profundos y había demasiados. El general no habría vivido mucho más. Ha perdido mucha sangre. No he podido mantenerlo con nosotros.

Temuge apretó los puños, súbitamente furioso.

—¿Qué? ¿Qué estás diciendo? —preguntó en tono autoritario—. ¿Está muerto?

El curandero le miró con expresión triste.

—El general sabía que había muchos riesgos, mi señor. Lo siento.

Temuge lo apartó de un empujón y entró en la habitación. El hedor a putrefacción estuvo a punto de hacerle vomitar. Volvió a ponerse la manga contra la boca y observó a Khasar, que miraba hacia el techo con los ojos vidriosos. El pecho desnudo era un amasijo de cicatrices, gruesas líneas blancas fruto de mil batallas que llegaban hasta sus brazos, tan plagados de ellas que casi no parecían de carne. De nuevo comprobó lo delgado que se había quedado Khasar: los huesos le sobresalían claramente bajo la estirada piel. Era un alivio que el curandero lo hubiera colocado boca arriba. Temuge no tenía ningún deseo de volver a ver esas heridas púrpura, no mientras su fetidez le llenara los pulmones. Al aproximarse al cadáver de su hermano le dieron arcadas, pero logró alargar la mano y cerrarle los ojos, apretando con fuerza para que permanecieran cerrados.

—¿Quién cuidará de mí ahora? —murmuró Temuge—. Soy el último de nosotros, hermano. ¿Qué he hecho para merecer algo así? —Para su estupefacción, se echó a llorar y notó la calidez de las lágrimas rodando por sus mejillas—. Levántate, idiota —le dijo al cadáver—. Vamos, levántate y dime que soy débil y patético por llorar. Levántate, por favor. —Percibió la presencia del curandero a sus espaldas y dio media vuelta.

—Mi señor, ¿deseas…? —empezó a decir el hombre.

—¡Márchate! —rugió Temuge—. ¡Esto no es asunto tuyo!

El curandero desapareció de la puerta, cerrándola con suavidad al salir.

Temuge se volvió hacia la figura que yacía sobre la cama. De algún modo, el olor había dejado de molestarle.

—Soy el último de nosotros, Khasar. Bekter y Temujin y Kachiun, Temulun y ahora tú. Todos os habéis ido. No me queda nadie. —Al escuchar sus propias palabras, nuevas lágrimas brotaron de sus ojos y se dejó caer en un sillón—. Estoy solo en una ciudad que aguarda a ser destruida —susurró.

Por un momento, una rabia amarga centelleó en su mirada. Él sí que tenía derecho a ser el sucesor de su hermano, no un hijo que no había causado más que dolor a su padre. Temuge sabía que, si él mismo hubiera comandado un tumán leal, Chagatai no viviría para tomar Karakorum. Chagatai quemaría todos los libros de la biblioteca de Karakorum, sin entender ni por un instante los tesoros que albergaba. Temuge se tragó su pena y empezó a pensar y a considerar sus opciones. Sorhatani no comprendía todo lo que había en juego. Tal vez pudieran defender la ciudad si contara con un hombre que comprendiera su valía, en vez de una mujer que había heredado el poder que detentaba, sin obtenerlo por méritos propios. Tsubodai sabría pronto lo que había sucedido, y él despreciaba a Chagatai. Todo el ejército llegaría al este como un huracán para defender la capital. Temuge se concentró aún más, sopesando sus decisiones y sus elecciones. Si la ciudad sobrevivía, Guyuk se sentiría agradecido.

Tenía la impresión de que la vida le había estado preparando para ese momento, para esa decisión. Su familia ya no existía y sin ellos experimentaba una extraña sensación de libertad. Con la marcha del último de los testigos, sus antiguos fracasos no eran más que cenizas, quedaban olvidados.

Habría algunos que se sentirían molestos bajo el mandato de Sorhatani. Sin duda Yao Shu era uno de ellos y Temuge pensó que el canciller conocería a otros. Podía hacerse antes de que llegara Chagatai. En ocasiones, el poder podía cambiar de manos tan deprisa como se clavaba un cuchillo. Temuge se puso en pie y miró el cadáver de Khasar por última vez.

—Quemará los libros, hermano. ¿Por qué debería permitirlo? He estado aquí desde el principio, cuando la muerte estaba a la vuelta de cada esquina. Te prometo que ahora, con tu espíritu velando por mí, no tendré miedo. Nací para obtener el poder, hermano. Así es como debería ser el mundo, y no este desvarío en que se ha convertido. Soy el último de nosotros, Khasar. Este es mi momento.

El rey Bela contemplaba cómo el campamento iba tomando forma a su alrededor, empezando por su propia tienda. Era una construcción magnífica de puntales aceitados y resistente lienzo, preparada para soportar fuertes vientos. Ya podía oler la comida que estaban cocinando sus criados. De pie en el centro de todo aquello, se sintió lleno de orgullo. Su ejército no había necesitado a los nómadas cumanos para hacer retroceder a los mongoles, día tras día. Todo cuanto habían necesitado había sido el buen acero y el coraje magiar. Le divertía pensar que había arreado a los pastores mongoles como si fueran uno de sus rebaños. Se arrepentía de no haberlos presionado más contra las orillas del río Sajó, pero no se habían parado ni un momento en su precipitada retirada, ni siquiera al llegar al puente, donde apenas se habían detenido antes de empezar a cruzarlo en grandes grupos. Se protegió los ojos del sol poniente y observó las tiendas del enemigo, extraños artefactos circulares que salpicaban el paisaje de la otra orilla del río. Carecían del orden y de la calmada eficiencia que veía a su alrededor y se deleitó pensando en la persecución que todavía tenían por delante. Sangre de reyes corría por sus venas y sentía que sus antepasados le gritaban pidiendo que expulsara al invasor, enviándole roto y ensangrentado al otro lado de las montañas por donde había venido.

Se volvió hacia uno de los caballeros de Von Thuringen, que llegaba a caballo junto a él. El inglés era una rareza entre los suyos, aunque Henry de Braybrooke era un guerrero afamado y merecía su posición.

Sir Henry —le saludó el rey Bela.

El caballero desmontó con morosidad e inclinó la cabeza ante él. Habló en francés, lengua que ambos hablaban con fluidez.

—Mi señor, están intentando defender el puente frente a nuestras huestes. Ochocientos, quizá mil mongoles han desmontado y han enviado a sus caballos a unirse a los demás.

—Preferirían que no cruzáramos, ¿eh, Sir Henry? —El rey Bela se rio efusivamente—. Llevan notando nuestro aliento en la nuca durante días y preferirían que les dejáramos retirarse sin más.

—Es como dices, mi señor. Pero es el único puente que hay a lo largo de ciento cincuenta kilómetros o más. Tenemos que desalojarlos esta noche o mañana por la mañana.

Bela se quedó pensando un momento. Estaba de excelente humor.

—Cuando era pequeño, Sir Henry, solía recoger lapas de las rocas cerca del lago Balatón. Se agarraban con todas sus fuerzas, pero yo, con un cuchillito, ¡las iba arrancando para echarlas al puchero! ¿Me sigues, Sir Henry?

Bela se rio de su propio ingenio, mientras que el caballero simplemente frunció un poco el ceño, esperando órdenes. El rey suspiró al verse ante un compañero de armas tan flemático. Había muy poco humor en las filas de los caballeros, con su austera versión del cristianismo. Una ráfaga cargada del aroma a cerdo asado llegó hasta ellos y el rey Bela aplaudió imaginándose el festín. Tomó una decisión.

—Envía arqueros, Sir Henry. Que hagan un poco de ejercicio, que jueguen un poco al tiro al blanco antes de la puesta del sol. Golpeadles con contundencia y haced que se desplacen al otro lado del río. ¿Te ha quedado suficientemente claro?

El caballero volvió a inclinar la cabeza. Sir Henry de Braybrooke tenía un forúnculo en la pierna que necesitaba ser sajado y un pie herido que parecía estar pudriéndose dentro del vendaje. Su comida consistiría en una sopa aguada y pan duro, tal vez regada con un poco de vino ácido para ayudar a tragar a su seca garganta. Montó con cuidado, con el cuerpo rígido debido a sus dolencias. Perpetrar una masacre no le reportaba placer, aunque los impíos mongoles merecieran ser barridos de la faz de la tierra. Con todo, seguiría las órdenes del rey, honrando su voto de obediencia a los caballeros.

Henry de Braybrooke pasó la orden del rey a un regimiento de arqueros, cuatro mil soldados bajo el mando de un príncipe húngaro que ni le gustaba ni le inspiraba respeto. Se quedó solo el tiempo suficiente para observar cómo iniciaban la marcha hacia el puente y luego, oyendo cómo le sonaban las tripas, fue a unirse a las líneas donde se repartía la sopa y el pan.

Chagatai miró hacia el radiante sol. En su mano derecha sostenía un pergamino amarillento que había viajado más de mil quinientos kilómetros a lo largo de las estaciones del yan. Estaba manchado y pegajoso por el viaje, pero las breves líneas que contenía hacían que el corazón le palpitara con fuerza. El jinete que lo había entregado todavía mantenía la posición, rodilla en tierra: Chagatai se había olvidado de su presencia desde el mismo instante en que había empezado a leer. En caracteres Chin garabateados con prisa, el mensaje informaba de algo que había deseado y casi temido durante años. Finalmente, Ogedai había muerto.

Su muerte lo cambiaba todo. Chagatai pasaba a ser el único hijo vivo de Gengis Khan, el último en el linaje directo del creador de la nación, el khan de khanes. Chagatai casi podía oír la voz de su padre mientras reflexionaba sobre lo que sucedería a continuación. Era el momento de ser despiadado, de hacerse con el poder que una vez le habían prometido, que era suyo por derecho propio. Las lágrimas asomaron a sus ojos, en parte en memoria de su juventud. Por fin podría ser el hombre que su padre había querido que fuera. Sin darse cuenta, arrugó el amarilleado papel.

Tsubodai se enfrentaría a él, o al menos se posicionaría a favor de Guyuk. El orlok nunca había estado en el campamento de Chagatai. Tendría que ser eliminado de forma sigilosa, no había otra salida. Chagatai asintió para sí: esa sencilla decisión abriría otros caminos en los próximos días. Chagatai había estado en el palacio de Karakorum con Ogedai y Tsubodai. Había oído a su hermano hablar de la lealtad de Tsubodai, pero sabía que él nunca podría confiar en el orlok. Sencillamente, había demasiada historia entre ellos y había visto la promesa de muerte en la dura mirada de Tsubodai.

Karakorum era la clave de todo, estaba seguro. Nunca antes se había producido la herencia directa del poder, no en las tribus de la nación mongola. El khan siempre había sido elegido entre aquellos que estaban más preparados para liderar. No importaba que Guyuk fuera el hijo mayor de Ogedai, o que fuera el favorito de Ogedai, del mismo modo que no había importado que Ogedai no fuera el mayor de sus hermanos. La nación no tenía favoritos. Aceptarían a cualquiera que tuviera el mando sobre la ciudad. Seguirían a cualquiera que tuviera la fuerza y la voluntad de tomar Karakorum. Chagatai sonrió para sí. Tenía muchos hijos para llenar esas estancias, hijos que harían que el linaje de Gengis se prolongara hasta el fin de la historia. De su imaginación brotó una visión de esplendor: un imperio que se extendería desde Koryo al este hasta las naciones occidentales, bajo una única y poderosa mano. Ni los Chin habían soñado con poseer tanto, pero la tierra era vasta y le tentaba el reto de tratar de dominarla entera.

Oyó pasos a sus espaldas y se volvió hacia su sirviente Suntai, que entró en la habitación. Por una vez, Chagatai había recibido las noticias antes que el jefe de sus espías. Sonrió al ver su feo rostro sofocado, como si hubiera venido corriendo.

—Es la hora, Suntai —dijo Chagatai, con los ojos humedecidos por las lágrimas—. El khan ha caído y debo reunir mis tumanes.

Su sirviente lanzó una breve mirada al jinete de los yans y, tras un instante de reflexión, imitó su posición con la cabeza inclinada.

—Como desees, mi señor khan.