Tsubodai contempló al ejército del rey Bela empezar a atravesar el río como un enorme enjambre, tiñendo de negro los puentes con hombres y caballos. Batu y Jebe, sobre sus monturas, los observaban junto a él, juzgando la calidad de los hombres a los que se enfrentarían. Sus caballos, distraídos, emitían suaves relinchos mientras mordisqueaban la hierba. La primavera había llegado temprano a las llanuras y el verde dominaba entre los últimos retazos de nieve. El aire seguía estando frío, pero el cielo brillaba con un color azul pálido y el mundo estaba rebosante de nueva vida.
—Son bastante buenos jinetes —aseguró Jebe.
Batu se encogió de hombros, pero Tsubodai eligió responder.
—Demasiados —dijo con suavidad—. Y ese río tiene demasiados puentes. Motivo por el cual vamos a hacer que se esfuercen.
Batu levantó la mirada, consciente como siempre de que los dos hombres compartían una complicidad de la que estaba excluido. Era exasperante y claramente intencionado. Miró hacia otro lado, sabiendo que ambos eran capaces de captar la ira en su rostro sin ningún esfuerzo.
Toda su vida se había visto obligado a luchar para conseguir cuanto poseía. Después, el khan había tirado de él, ascendiéndole hasta ponerle al frente de un tumán en nombre de su padre. Batu había sido honrado públicamente y, en vez de proseguir con su habitual odio hacia el mundo, se había visto forzado a emprender una nueva lucha, casi tan dolorosa como la anterior. Tenía que demostrar que era capaz de liderar, que poseía las habilidades y la disciplina que hombres como Tsubodai daban por descontadas. En su deseo de probar su valía, nadie había trabajado más duro ni había hecho más que él. Era joven: su energía era casi infinita en comparación con la de los hombres mayores.
Al mirar al orlok, Batu sentía emociones contrapuestas. Una pequeña y débil parte de él habría dado cualquier cosa para que Tsubodai le diera una palmada en el hombro y le mostrara su aprobación, su aprobación simplemente como hombre y como líder. El resto de él odiaba esa debilidad con tanta pasión que no podía mantenerla dentro y rebosaba, convirtiéndole en un compañero siempre irritado para almas más calmadas. Sin duda su padre le había mostrado su respeto a Tsubodai en el pasado, sin duda había confiado en él.
Batu sabía muy bien que reprimir esa especie de necesidad formaba parte del proceso de crecer. Nunca obtendría la confianza de Tsubodai. Nunca obtendría su aprobación. Ahora bien, Batu ascendería en la nación, así que, cuando Tsubodai estuviera viejo y sin dientes, miraría hacia atrás y se daría cuenta de cómo se había equivocado con el joven general que había tenido a su cargo. Entonces sabría que había dejado pasar al único que podía tomar el legado de Gengis y convertirlo en oro.
Batu suspiró para sí. No era ningún tonto. Incluso la fantasía de un Tsubodai anciano comprendiendo su gran error era un sueño de niño. Si había aprendido algo en la edad adulta, era que no importaba lo que los demás pensaban de él, ni siquiera aquellos que respetaba. Al final, construiría una vida de retazos y remiendos, con sus lamentables errores y sus triunfos, igual que ellos lo habían hecho. Intentó hacer caso omiso de la necesidad que sentía en su interior de que aquellos hombres escucharan atentamente cada una de sus palabras. Era demasiado joven para eso, aunque ellos y él hubieran sido personas diferentes.
—Esperemos a que la mitad de su ejército haya cruzado el Danubio —estaba diciéndole Tsubodai a Jebe—. Tienen… ¿Cuántos hombres? ¿Ochenta mil?
—Más, yo creo. Si se detuvieran, podría decírtelo con seguridad.
—El doble de jinetes que tenemos nosotros —añadió Tsubodai agriamente.
—¿Y qué pasa con los que se marcharon? —preguntó Batu.
Tsubodai meneó la cabeza, con expresión irritada. Él también se había preguntado por qué decenas de miles de jinetes se habrían separado del ejército del rey Bela justo antes de iniciar la marcha. Aquello olía a estratagema y Tsubodai no era de los que les gustaba que le tomaran el pelo.
—No lo sé. Puede que fueran una reserva, o parte de algún otro plan. No me gusta la idea de que vaya a haber tantos soldados ocultos a nuestra vista cuando nos retiremos. Enviaré a un par de hombres a buscarlos, les diré que atraviesen el río en un punto más bajo del curso y que exploren la zona.
—¿Crees que son una especie de reserva? —preguntó Batu, complacido de formar parte de la conversación.
Tsubodai se encogió de hombros con gesto desdeñoso.
—Si no cruzan el río, no me importa lo que sean.
Frente a ellos, el ejército del rey Bela trotaba y marchaba a través de los amplios puentes de piedra del Danubio. Avanzaban en unidades claramente diferenciadas y sus movimientos revelaban en gran parte su estructura y capacidad ofensiva, de ahí que Tsubodai los hubiera estado observando con tanto interés. Los distintos grupos se unieron inmediatamente al otro lado y aseguraron la cabeza del puente como previsión ante un posible ataque. Tsubodai meneó ligeramente la cabeza al ver las formaciones. El rey Bela poseía casi tres veces más soldados entrenados que él, sin contar el irregular contingente de reclutas forzosos que el general mongol había traído consigo. Para que tres tumanes consiguieran vencer a una hueste así haría falta mucha suerte, habilidad y años de experiencia. El orlok sonrió para sí. Tenía esas tres cosas en abundancia. Y, lo que era más importante, había pasado casi un mes explorando el terreno en torno a Buda y Pest para encontrar la mejor localización posible para hacerles entrar en batalla. Desde luego, no sería en las orillas del Danubio, una línea de batalla tan amplia y diversa que sería imposible controlarla. Había una única respuesta a una cantidad tan abrumadora de efectivos: eliminar su capacidad de maniobra. El ejército más grande del mundo se convertía de un plumazo en un grupillo si conseguías hacerlos pasar por un estrecho paso o a través de un puente.
Los tres generales observaron con adusta concentración cómo formaba el ejército de Hungría a su lado del río. Tardaron siglos en completar la formación y Tsubodai tomó nota de todos los detalles, comprobando con placer que no eran más disciplinados que los demás ejércitos que había conocido. Los informes de Baidar e Ilugei eran positivos. No habría ningún segundo ejército llegando desde el norte. Al sur, Guyuk y Mongke habían recorrido una franja de terreno tan ancha como la propia Hungría, aplastando todo lo que parecía que podía suponer una amenaza. Sus flancos estaban seguros, como había planeado y deseado. Estaba listo para atravesar las llanuras centrales y luchar contra su rey. Tsubodai se frotó los ojos un instante. En el futuro, su pueblo cabalgaría por las verdes tierras de Hungría y no sabría que una vez él había estado allí, con su futuro pendiendo de un hilo. Confiaba en que arrojarían unas gotas de airag al aire por él cuando bebieran. Era todo lo que un hombre podía pedir, ser recordado de vez en cuando, junto con todos los demás espíritus que habían sangrado sobre la tierra.
Podían ver al rey Bela cabalgando a lo largo de las líneas, exhortando a sus hombres. Tsubodai oyó el sonido de cientos de trompetas brotar desde las apretadas filas y, tras ellas, una estela de estandartes que ondeaban sobre las cabezas sujetos a mástiles de lanzas. Era una visión impresionante, incluso para hombres que habían visto los ejércitos del emperador Chin.
Batu los observaba lleno de frustración. Suponía que Tsubodai compartiría sus planes con él en un momento dado, quizá cuando se le pidiera que arriesgara su vida para machacar aquella vasta hueste de hombres y caballos. Su orgullo le impedía preguntar, pero los días de cuidadosas maniobras e informes de los exploradores habían ido pasando uno a uno sin que Tsubodai le revelara nada. Los tumanes y los reclutas aguardaban pacientemente con Chulgetei, a solo tres kilómetros del río.
Los exploradores magiares ya habían avistado a los generales apoyados sobre los pomos de sus sillas de montar, estudiándolos. Batu distinguió sus brazos señalando hacia su posición y a varios hombres que empezaban a cabalgar hacia ellos.
—Muy bien, he visto bastante —dijo Tsubodai. Se volvió hacia Batu—. Los tumanes se retirarán. Muy lentamente. Mantén… algo más de tres kilómetros entre ellos y nosotros. Nuestra infantería tendrá que correr al lado de los caballos. Pasa la orden de que pueden colgarse de los estribos o subirse a las monturas libres si empiezan a quedarse atrás y creen que pueden mantenerse sobre la silla. El rey tiene soldados de infantería. No serán capaces de forzar la batalla.
—¿Retirarnos? —preguntó Batu. Mantuvo la expresión calmada—. ¿Vas a decirme cuáles son tus planes, Orlok Bahadur?
—¡Por supuesto! —dijo Tsubodai con una ancha sonrisa—. Pero no hoy. Hoy nos retiramos ante una fuerza superior. A los hombres les hará bien aprender un poco de humildad.
Estaba amaneciendo mientras Sorhatani, desde lo alto de los muros, observaba las obras en las murallas de Karakorum. A todo lo que alcanzaba su vista, varios equipos de peones Chin y de guerreros trabajaban para incrementar su altura, añadiendo hiladas de losas de caliza y revoque antes de recubrirlo todo con nuevas capas de cal para darle solidez. Muchos se habían mostrado dispuestos a emprender las obras y comenzaban a trabajar temprano y no lo dejaban hasta que estaba tan oscuro que no se podía ver. Todo aquel a quien le interesaba la ciudad por uno u otro motivo sabía que la llegada de Chagatai Khan era solo cuestión de tiempo. No se le permitiría la entrada y, entonces, no había duda alguna de qué sucedería. Sus tumanes emprenderían el asalto de las murallas de la capital de su propia nación.
Sorhatani suspiró para sí en la brisa matutina. Las murallas no le detendrían. Desde que Gengis se había enfrentado a su primera ciudad, los tumanes habían perfeccionado las catapultas y ahora poseían ese arenoso polvo negro capaz de provocar un nivel extraordinario de destrucción. No sabía si los artesanos de Chagatai habían seguido los mismos caminos que los de allí, pero, probablemente, conocían hasta el último detalle de los más modernos cañones y máquinas lanzadoras de barriles. A su izquierda, estaban construyendo una plataforma para un cañón de campaña, una torre achaparrada capaz de soportar el peso y la fuerza del retroceso de esa poderosa arma.
Sorhatani se había asegurado de que Chagatai se encontrara unos cuantos obstáculos cuando llegara. La ciudad escupiría fuego y tal vez una lengua de llamas justicieras acabara con la amenaza antes de que derribara los muros y entrara en la ciudad.
Casi por pura costumbre, Sorhatani contó los días transcurridos desde la muerte del khan. Doce. Había ordenado cerrar la estación de los yans en la ciudad en cuanto su propio mensaje había partido hacia Guyuk, pero el sistema tenía fallos. Otra cadena de estaciones de posta se extendía hacia el oeste desde Karakorum hasta el khanato de Chagatai, a dos mil quinientos kilómetros o más. Un jinete de la ciudad solo tenía que llegar a uno de los eslabones de la cadena y los recursos del valioso sistema de yans podían ser utilizados para informar a Chagatai de la muerte del khan. Volvió a calcular las distancias mentalmente. A máxima velocidad, la noticia todavía tardaría en llegarle seis días. Había revisado las cifras con Yao Shu cuando iniciaron la fortificación de la ciudad. Aun cuando Chagatai se pusiera en marcha de inmediato, si corría hacia su caballo y con él se dirigía a sus tumanes y declaraba el estado de alerta, no podría presentarse con ellos al menos antes de un mes, más probablemente dos. Tendría que seguir la ruta de los yans que bordeaba los límites del desierto de Takla Makan.
Según sus cálculos, Chagatai Khan aparecería a mediados de verano. Sorhatani se cubrió los ojos con la mano para observar el progreso de los peones que, con los rostros y manos teñidos de gris por la cal húmeda, trabajaban sobre el muro. Cuando llegara el verano, Karakorum estaría erizada de cañones, situados sobre unas murallas lo suficientemente amplias para alojarlos.
Sorhatani se agachó y deshizo entre sus dedos un trozo de piedra terrosa, convirtiéndola en polvo. Luego se sacudió las manos una contra la otra. Quedaba mucho por hacer hasta entonces. Torogene y ella estaban manteniendo el imperio unido con poco más que saliva y confianza. Hasta que Guyuk trajera los tumanes a casa y asumiera los títulos de su padre, hasta que la nación se reuniera para prestar juramento ante él como khan, Karakorum sería vulnerable. Tendrían que defender las murallas durante dos meses, incluso tres. A Sorhatani le horrorizaba la idea de tener que ver una tienda roja o negra levantada delante de la ciudad.
De un modo extraño, el hecho de que la ciudad hubiera adquirido tanta importancia era un triunfo de Ogedai. Gengis tal vez hubiera convocado a la nación para que se uniera a él, en algún lugar lejos de las blancas murallas. Sorhatani se detuvo un instante mientras lo consideraba. No, Chagatai no tenía la imaginación de su padre y realmente Karakorum se había convertido en el símbolo de la preponderancia de la nación. El khan, fuera quien fuera, tendría que controlar la ciudad. Asintió para sí, poniendo en orden sus pensamientos. Chagatai vendría. Tenía que hacerlo.
Descendió con paso ágil los escalones que habían sido tallados en el propio muro, apreciando el amplio espacio que permitiría a los arqueros reunirse y disparar a cualquier ejército atacante. A intervalos, se habían construido tejadillos de madera para proteger los huecos abiertos en el muro para guardar los carcajes, el agua para los hombres o incluso ollas de fuego de hierro y barro llenas de polvo negro. Los guardias de la ciudad estaban almacenando alimentos tan rápido como podían, saliendo a cientos de kilómetros en todas direcciones para requisar la producción de las granjas. Se habían llevado los animales de los mercados y los corrales de ganado, dejando en las manos de los propietarios solo los vales de Temuge, liquidables en una fecha futura. El terror ya se respiraba en la ciudad y ninguno de ellos había osado protestar. Sorhatani sabía que había refugiados en los caminos al este, lentas caravanas de familias que confiaban en poder escapar de la destrucción que se cernía sobre ellos. En sus momentos más sombríos, compartía sus conclusiones. Yenking había resistido al gran khan durante un año, pero sus murallas eran gigantescas y enormemente sólidas, el fruto del trabajo de varias generaciones. Karakorum nunca había sido concebida con el fin de resistir un ataque. Esa no había sido la visión de Ogedai de una ciudad blanca en medio de la nada, con un río fluyendo a su vera.
Vio a Torogene junto a Yao Shu y Alkhun, todos ellos mirándola expectantes. Nada sucedía en la ciudad sin pasar antes por sus manos. Se le encogió el corazón al pensar en otra avalancha de problemas y dificultades, pero había una parte de ella que disfrutaba de su nueva autoridad. ¡Así que esa era la sensación! Eso era lo que su marido había experimentado, tener a otros que esperan que los guíes, tú y solo tú. Se rio para sus adentros ante la súbita imagen de Gengis enterándose de que su joven nación estaba siendo gobernada por dos mujeres. Recordaba sus palabras, que en el futuro su pueblo vestiría ropas finas y comería carne especiada y se olvidaría de lo que le debían. Adoptó una expresión seria al llegar junto a Yao Shu y Torogene. Todavía no había olvidado a ese feroz viejo de ojos amarillos, pero había otras preocupaciones que atender y Karakorum estaba en peligro. Se dijo que su derecho sobre las tierras ancestrales no duraría una vez que Chagatai fuera elegido khan de khanes. El nuevo gobernante efectuaría un amplio barrido y sus hijos serían eliminados y sustituidos por su propia gente al frente de los ejércitos de la nación.
El futuro dependía de que fueran capaces de entretener a Chagatai el tiempo suficiente como para que Guyuk pudiera llegar a casa. No había ninguna otra esperanza, ningún otro plan. Sorhatani sonrió a los que la esperaban, viendo sus propias inquietudes grabadas en sus rostros. La brisa de la mañana le revolvió el cabello y se lo volvió a alisar con una mano.
—Bueno, a trabajar —dijo alegremente—. ¿Qué tenemos que hacer esta mañana?
Kisruth maldijo al padre cielo mientras galopaba, utilizando una mano para palpar el rasguño que tenía en el cuello. Nunca había visto asaltadores de caminos con tanto atrevimiento. Seguía sudando por la impresión que le había causado ver a aquel hombre aparecer de pronto desde detrás de un árbol y agarrar la bolsa que colgaba de sus hombros. Kisruth movió la cabeza adelante y atrás, comprobando la rigidez de su cuello. Habían estado a punto de atraparle. ¡Bueno, se lo contaría al viejo Gurban y tendrían que sufrir las consecuencias! Nadie amenazaba a los jinetes de los yans.
Ya veía la tienda que marcaba los cuarenta kilómetros del recorrido y, como siempre hacía, trató de imaginarse una de las grandiosas estaciones de posta de Karakorum. Había oído historias contadas por algunos jinetes que las habían atravesado, aunque a veces pensaba que exageraban, sabiendo que él absorbía fascinado cada una de sus palabras. Tenían su propia cocina, solo para los jinetes. Lámparas encendidas a todas horas y establos de roble pulido, con filas y filas de caballos listos para salir corriendo a través de las llanuras. Se dijo que un día él también lo vería y sería honrado como ellos. Era una fantasía que solía tener mientras hacía el recorrido de ida y vuelta entre dos estaciones tan pequeñas y pobres que eran poco más que unas cuantas gers y un corral. Los jinetes de ciudad parecían traer consigo el esplendor de la propia Karakorum.
No había nada similar en el puesto de su hogar. Gurban y un par de guerreros lisiados lo gestionaban con sus esposas y parecían contentarse con tan poco. Kisruth había soñado con llevar mensajes importantes y su corazón seguía palpitando al pensar en la orden que le había pasado un jinete agotado. «Mata caballos y hombres si es necesario, pero entrégaselo a Guyuk, el heredero. A ningún otro excepto a él». Kisruth no sabía qué era lo que transportaba, pero solo podía ser algo importante. Estaba deseando entregar el mensaje formalmente a su hermano y repetir esas palabras ante él.
Cuando recorrió a toda velocidad el último trecho, descubrió irritado que no había nadie esperándole. Seguro que Gurban estaba durmiendo la mona después de haberse bebido la tanda de odres de airag que su mujer habría destilado la semana pasada. Muy típico de ese viejo borrachín que el mensaje más importante de sus vidas le encontrara durmiendo. Kisruth agitó una última vez los cascabeles con la mano mientras desmontaba, pero no se veía actividad alguna en las tiendas, excepto la columna de humo de una de ellas. Notando la rigidez de su cuerpo, atravesó el patio a grandes zancadas, llamando a gritos a su hermano o a cualquiera de ellos. No se habrían ido a pasar el día pescando, ¿verdad? Se había marchado de allí hacía solo tres días para llevar un fajo de mensajes de escasa importancia al otro lado de la línea.
Le dio una patada a la puerta de la ger y permaneció en el patio en vez de entrar. La carta que llevaba le daba confianza en sí mismo.
—¿Qué pasa? —dijo su hermano con malas maneras desde el interior—. ¿Kisruth? ¿Eres tú?
—¿Soy yo el que lleva un rato gritando tu nombre? ¡Sí! —soltó Kisruth—. Tengo una carta de Karakorum que debe salir de inmediato. ¿Y dónde te encuentro?
La puerta se abrió y su hermano salió frotándose los ojos. Tenía la cara surcada de rayas del que acaba de despertar y Kisruth hizo un esfuerzo para no montar en cólera.
—¿Y bien? Estoy aquí, ¿no? —dijo su hermano.
Kisruth meneó la cabeza.
—¿Sabes qué? La llevaré yo mismo. Dile a Gurban que hay una familia de ladrones en el camino del este. Casi me tiran del caballo.
Al oír las noticias, la mirada de su hermano se aclaró, como correspondía. Nadie atacaba a los jinetes de los yans.
—Se lo diré, no te preocupes. ¿Quieres que te releve yo con esa bolsa? —preguntó—. Saldré ahora mismo si es importante.
Kisruth ya había tomado una determinación y, en realidad, le costaba dar por terminada su parte de la emocionante tarea. No había sido difícil decidir que continuaría él mismo.
—Vuelve a dormirte. La llevaré yo al siguiente puesto. —Cuando su hermano alargó la mano hacia las riendas, se echó atrás con brusquedad, dando media vuelta con el poni en el patio antes de que el mal genio de su hermano los despertara a todos. De repente, todo cuanto Kisruth quería era marcharse de allí—. Cuéntale a Gurban lo de los ladrones —repitió por encima del hombro y espoleó a su montura para que se pusiera en marcha. Sería casi de noche cuando llegara a la siguiente sección, pero en aquella estación había buenos hombres y estarían listos cuando oyeran el tintineo de sus cascabeles.
Su hermano gritaba incoherentemente a sus espaldas, pero Kisruth ya estaba galopando de nuevo, lejos de él.