XXVIII

La pira funeraria del khan era una estructura inmensa, la mitad de alta que la torre del palacio de la ciudad que se extendía a sus espaldas. Había sido construida deprisa, utilizando las inmensas reservas de madera de cedro que se guardaban en los sótanos del palacio. La encontraron allí después de leer las instrucciones de Ogedai. El khan se había preparado para la muerte y hasta el último detalle de la ceremonia había sido diseñado con anticipación. Había otras cartas en el paquete sellado que Yao Shu le había entregado a Torogene. La carta personal que el khan le había dejado a su esposa la había conmovido hasta las lágrimas. Había sido escrita antes de que Ogedai saliera hacia la campaña Chin y a Torogene le rompió el corazón el desenvuelto entusiasmo que transmitían sus palabras. Se había preparado para la muerte, pero ningún hombre puede entender realmente lo que significa que el mundo continúe sin él, cómo se sienten los que deben vivir sin su voz, sin su olor, sin su tacto. Todo cuanto le quedaba ahora eran las cartas y sus recuerdos. La propia Karakorum sería su panteón: sus cenizas serían depositadas en una cripta excavada bajo el palacio y descansarían allí durante toda la eternidad.

Desde la verde hierba, Temuge, vestido con una túnica de seda dorada con incrustaciones azules, vigilaba la pira. La espalda le dolía continuamente y tenía que hacer un esfuerzo para elevar la vista hasta lo alto de la hoguera. No lloró por el hijo de su hermano, sino que se agarró las manos a la espalda y se puso a reflexionar seriamente sobre el futuro mientras las primeras llamas se propagaban, quemando la madera y liberando el olor dulce del cedro, que viajaría en el humo a lo largo de muchos kilómetros.

Mientras cumplía con su deber y era observado por los miles de espectadores, su mente empezó a repasar el pasado. Su pueblo no era propenso a hacer grandes demostraciones de dolor, pero había muchos ojos enrojecidos entre la masa de trabajadores que habían salido de Karakorum. La propia ciudad se había quedado vacía, como si nunca hubieran llegado a darle vida.

Uno de los hijos de Gengis yacía entre aquellas llamas, un hijo del hermano al que había amado y temido, odiado y adorado. Temuge apenas se acordaba de los primeros días, cuando los perseguían, cuando todos ellos no eran más que unos niños. Hacía tantísimo tiempo de aquello… aunque había veces en las que seguía soñando con ese frío y esa punzante hambre. Los pensamientos de un anciano a menudo regresaban hacia su adolescencia, pero allí había poco consuelo. Sus cuatro hermanos habían estado vivos entonces. Temujin, que elegiría el jactancioso nombre de Gengis, Kachiun, Khasar y Bekter. Temuge se esforzó en recordar el rostro de Bekter y no fue capaz de hacerlo. Su hermana Temulun había estado allí, y también a ella le habían arrebatado la vida con violencia.

Temuge pensó en la carta de los yans que Yao Shu le había mostrado esa misma mañana. Su hermano Kachiun había muerto y buscó en su interior una sensación de pena, de pérdida, como la que mostraba Torogene con sus lágrimas. No, no había nada. Se habían distanciado hacía muchos años, perdidos por las dificultades y las irritaciones de la vida, que habían enturbiado su limpia relación. De los siete que se habían escondido en una grieta en las montañas, solo quedaban Khasar y él, únicos testigos de su historia. Solo ellos podían decir que habían estado allí desde el principio de todo. Ambos eran ya ancianos y a Temuge le dolían los huesos todos los días.

Pasó la mirada por encima del creciente resplandor de la torre de leña y vio a Khasar, con la cabeza gacha. Habían cruzado juntos la nación Chin cuando eran jóvenes, y se habían encontrado con Yao Shu cuando no era más que un monje que vagaba sin rumbo, esperando a que su futuro se topara con él. Era difícil recordar haber tenido tanta fuerza y tanta vitalidad. Temuge se dio cuenta de que Khasar estaba extrañamente delgado. La carne de su rostro y cuello había desaparecido, haciendo que su cabeza pareciera desproporcionadamente grande. No tenía buen aspecto, no, en absoluto. En un impulso, Temuge se acercó a él y se saludaron con una inclinación de cabeza, dos viejos bajo la luz del sol.

—Nunca pensé que moriría antes que yo —murmuró Khasar.

Temuge le miró con intensidad y Khasar lo percibió. Se encogió de hombros.

—Soy un hombre mayor y los bultos de mi hombro son cada vez más grandes. No esperaba que el chico muriera antes de que llegara mi hora, eso es todo.

—Deberías dejar que te los quitaran, hermano —dijo Temuge.

Khasar hizo una mueca. Ya no podía llevar armadura, porque hacía presión en los dolorosos bultos. Los tumores parecían crecer cada noche, como uvas bajo la piel. No mencionó que había encontrado nuevos bultos en sus axilas. Solo con rozarlas, el dolor era suficiente para hacer que se mareara. La idea de soportar que un cuchillo las cortara era más de lo que podía aguantar. No era cobardía, se dijo a sí mismo con firmeza. Esas cosas, una de dos: o bien desaparecerían cuando tuvieran que hacerlo, o bien le matarían.

—Una noticia triste lo de Kachiun —dijo Temuge.

Khasar cerró los ojos, su cuerpo rígido por el dolor.

—Era demasiado viejo para estar en campaña, se lo había dicho —contestó—. Pero tener razón no me reporta ningún placer. Dios, le echo de menos.

Temuge lanzó una mirada burlona a su hermano.

—No te irás a convertir en uno de esos cristianos ahora, ¿verdad?

Khasar sonrió, con una cierta tristeza.

—Es demasiado tarde para mí. Solo los escucho hablar a veces. Me he dado cuenta de que maldicen continuamente. Su cielo suena un poco aburrido, por lo que he oído. Le pregunté a uno de los monjes si habría caballos y me dijo que una vez allí no los desearíamos, ¿te lo puedes creer? No voy a montarme en uno de sus ángeles, eso te lo aseguro.

Temuge notó que su hermano estaba hablando para ocultar la pena que sentía por la muerte de Kachiun. De nuevo, volvió a buscar esa pena en su propio corazón y solo encontró el vacío. Era perturbador.

—Me he estado acordando de la grieta de las colinas, donde todos nos escondimos —dijo Temuge.

Khasar sonrió y meneó la cabeza.

—Fueron tiempos duros —contestó—. Pero sobrevivimos a ellos, como a todo lo demás. —Recorrió con la vista la ciudad que se extendía tras las llamas que ocultaban el cadáver del khan—. Este lugar no existiría si no fuera por nuestra familia. —Suspiró para sí—. Es extraño acordarse de cuando no existía la nación. Quizá eso sea suficiente para la vida de un hombre. Hemos vivido años buenos juntos, hermano, pese a nuestras diferencias.

Temuge retiró la vista para no recordar sus escarceos con las artes oscuras. Durante unos años, en su juventud, había sido el aprendiz elegido de alguien que había causado un inmenso dolor a su familia, alguien cuyo nombre ya nunca se pronunciaba en la nación. Khasar había llegado a convertirse casi en un enemigo durante aquellos años, pero todo aquello había quedado muy lejos, estaba medio olvidado.

—Deberías escribir sobre esto —dijo Khasar de repente. Señaló la pira funeraria con un brusco movimiento de cabeza—. Como hiciste por Gengis. Deberías dejar constancia de esto.

—Lo haré, hermano —respondió Temuge. Volvió a mirar a Khasar y notó con claridad cuánto se había deteriorado—. Tienes mal aspecto, Khasar. Voy a decirles que te quiten esos bultos.

—Sí, pero ¿tú qué sabes de eso? —le dijo Khasar, con expresión desdeñosa.

—Sé que pueden administrarte una dosis de pasta negra para que no sientas ningún dolor.

—No me da miedo el dolor —contestó Khasar, irritado. Aun así, le miró con interés y movió los hombros, haciendo una mueca de dolor—. Tal vez lo haga. Algunos días casi no puedo utilizar el brazo derecho.

—Lo necesitarás si Chagatai viene a Karakorum —dijo Temuge.

Khasar asintió y se frotó el hombro con la mano izquierda.

—Ese es un hombre que me gustaría ver con el cuello roto —aseguró—. Yo estaba allí cuando Tolui dio su vida, hermano. ¿Qué hemos conseguido a cambio? Unos cuantos años de nada. Creo que preferiría morir mientras duermo que tener que ver a Chagatai atravesar triunfante esas puertas con su caballo.

—Llegará antes que Guyuk y Tsubodai, eso es lo único que sabemos con certeza —dijo Temuge con amargura. Tampoco él amaba al patán que había engendrado su hermano. No habría magníficas bibliotecas bajo el gobierno de Chagatai, ni calles de estudiosos y gran sabiduría. Incluso podría llegar a quemar la ciudad, solo para dejar clara su posición. En ese sentido, Chagatai había salido a su padre. Temuge se estremeció ligeramente y se dijo que era solo el viento. Sabía que debería estar haciendo planes para recoger los pergaminos y libros más valiosos antes de que llegara Chagatai, solo hasta que estuviera seguro de que serían tratados con el respeto que merecían y que estarían a salvo. La sola idea de un khanato de Chagatai le hacía ponerse a sudar. El mundo no necesitaba otro Gengis, en su opinión. Todavía no había acabado de recuperarse de los estragos del último.

Köten de los Cumanos atravesó el Danubio en una pequeña lancha, un bote con un hosco soldado que remaba rozando apenas las oscuras aguas del río. Se ciñó la capa para protegerse del frío del crepúsculo, perdido en sus pensamientos. No podía librarse de su destino, por lo visto. Por supuesto, el rey estaba en su derecho de pedirle a sus hombres. Hungría les había brindado refugio y, por un tiempo, Köten creyó que los había salvado a todos. Una vez que dejaron atrás las montañas, se había atrevido a esperar que los tumanes mongoles no se adentraran tan al oeste. Nunca antes lo habían hecho. Sin embargo, la Horda de Oro había salido rugiendo de los Cárpatos y ahora aquel lugar de paz y amparo no era un refugio en absoluto.

Hirviendo de cólera contra sí mismo, Köten vio que la orilla se aproximaba, una oscura línea de fango que sabía que succionaría sus botas con avidez. Cuando ya apenas cubría, sacó una pierna y pisó en el agua, haciendo una mueca al notar cómo se le hundían los pies en el maloliente barro. El remero gruñó algo ininteligible y examinó su moneda con atención, un insulto deliberado. La mano de Köten se movió hacia su cuchillo, deseosa de dejarle una cicatriz que le hiciera recordar sus modales. A regañadientes, la dejó caer. El hombre se alejó remando, mirándole fijamente con una mueca de desprecio en los labios. Cuando estuvo a una distancia segura, le gritó algo, pero Köten le ignoró.

La misma historia se había desarrollado en las ciudades de Buda y Pest. Sus cumanos habían llegado allí de buena fe, se habían dejado bautizar como ordenó su señor y habían intentado por todos los medios tratar esa nueva religión como si fuera la propia, aunque solo fuera por supervivencia. Eran un pueblo que comprendía que merecía la pena sacrificarse para conservar la vida y habían confiado en él. A ninguno de los sacerdotes cristianos pareció resultarles extraño que toda una nación sintiera la repentina urgencia de dar la bienvenida a Cristo en sus corazones.

No obstante, eso no había sido suficiente para los habitantes de las ciudades de Bela. Desde los primeros días, se habían difundido historias de robos y asesinatos perpetrados por sus hombres, rumores y cotilleos de que ellos estaban detrás de cualquier infortunio que acaeciera. Un cerdo no podía enfermar sin que alguien asegurara que una de las mujeres de tez oscura le había lanzado una maldición. Köten escupió en los guijarros de la orilla mientras avanzaba pesadamente por ella. El mes anterior, una chica húngara había acusado a dos muchachos cumanos de haberla violado. Los disturbios que se habían producido a continuación habían sido sofocados con implacable ferocidad por los soldados del rey Bela, pero el odio seguía estando ahí, latente bajo la superficie. Pocos creían que la joven hubiera mentido. Después de todo, era el tipo de cosa que se esperaba de los mugrientos nómadas que se habían instalado entre ellos. No tenían raíces y no se podía confiar en ellos, excepto para robar y matar y ensuciar el limpio río.

A Köten le desagradaban sus anfitriones casi tanto como, al parecer, ellos le odiaban a él y la presencia de su pueblo en sus tierras. No podían ocupar menos espacio, pensó, irritado, viendo la ciudad de tiendas y chozas apiñadas a lo largo del río. El rey les había prometido que construiría una nueva ciudad, o quizá que ampliaría dos o tres de las que ya existían. Había hablado de un gueto para los cumanos, donde podrían vivir seguros entre los suyos. Tal vez Bela habría mantenido su palabra si no hubieran llegado los mongoles, aunque Köten había empezado a dudarlo.

De algún modo, la amenaza de los mongoles no había hecho sino incrementar la tensión entre los magiares y su tribu. Su pueblo no podía caminar por una calle sin que alguien les escupiera o le diera un empellón a alguna de las mujeres. Todas las noches había muertos que quedaban tirados junto a las alcantarillas, con la garganta cortada. Nadie era castigado jamás si el muerto era cumano, pero los jueces y soldados locales colgaban a sus hombres a pares o más si se trataba de uno de los suyos. Era una pobre recompensa por doscientos mil nuevos cristianos. Había momentos en los que Köten se maravillaba ante una fe que podía predicar la bondad y, a la vez, ser tan cruel con sus propios fieles.

Mientras avanzaba a lo largo de la orilla salpicada de excrementos, el olor le dio arcadas. Los adinerados ciudadanos de Buda contaban con un excelente alcantarillado para librarse de sus desechos. Hasta los barrios pobres de Pest tenían barriles cortados a la mitad en las esquinas que los curtidores recogían por las noches. El pueblo de tiendas de los cumanos solo tenía el río. Habían intentado mantenerlo limpio, pero, simplemente, eran demasiados hombres y mujeres amontonados en un tramo de río demasiado corto. Varias enfermedades habían atacado ya a su pueblo: había familias muriendo con marcas rojas en la piel que nunca antes había visto en casa. Todo en el lugar le transmitía la sensación de estar en un campamento enemigo, pero el rey le había pedido su ejército y Köten estaba vinculado a él por su honor, por un juramento. Era la única cosa en la que el rey Bela había sabido juzgar a su hombre, pero, dándole una patada a una piedra, Köten pensó que incluso ese honor tenía sus límites. ¿Dejaría que su pueblo fuera masacrado por una recompensa tan pobre? En toda su vida, nunca había faltado a su palabra, ni una sola vez. A veces, cuando había pasado hambre o había estado enfermo, su palabra era lo único que le quedaba para alimentar su orgullo.

Se abrió paso hacia la ciudad de Pest, notando el peso de los excrementos humanos y el lodo adheridos a sus botas. Le había prometido a su esposa que compraría algo de carne antes de regresar a casa, aunque sabía que los precios se dispararían en cuanto le reconocieran o le oyeran hablar. Dio un par de golpecitos en la empuñadura de su espada mientras ampliaba sus Zancadas y se erguía. Pensó que ese día era un hombre al que sería peligroso insultar. Sin duda el día siguiente sería diferente, pero, durante un tiempo, dejaría que un poco de su ira entrara en su organismo. Le mantenía caliente.

Mientras Köten avanzaba con dificultad por una cuesta embarrada en dirección a una hilera de tiendas de mercaderes que conformaban una calle, oyó que algo se estrellaba contra el suelo cerca de él. El Viento soplaba en sus oídos y giró la cabeza para escuchar. Vio que había una lámpara encendida delante de la carnicería, pero las contraventanas de madera ya estaban cerrándose sobre la ventanilla a través de la cual servían a sus clientes. Köten lanzó una maldición entre dientes y echó a correr.

—¡Espera! —gritó.

No percibió la presencia de los hombres que se estaban peleando hasta que cayeron al suelo casi a sus pies. Köten reaccionó al instante desenfundando la espada, pero estaban muy concentrados dándose puñetazos y patadas el uno al otro. Uno de ellos tenía un cuchillo, pero el otro le había agarrado la mano con firmeza. Köten no conocía a ninguno de los dos. Alzó la cabeza como un perro de caza al oír más gritos en las proximidades. La cólera resonaba en las voces y sintió que su ira se reavivaba. ¿Quién sabía lo que había sucedido en su ausencia? ¿Otra violación, o solo la acusación de violación contra uno de sus hermanos? Mientras vacilaba, el carnicero finalmente consiguió bajar sus contraventanas, pasando una barra a través de ellas desde el interior. Köten golpeó la madera con los puños, pero no hubo respuesta. Furioso, dio la vuelta a la esquina.

Köten vio la fila de hombres, no, la multitud de hombres que bajaba la calle enlodada en la oscuridad. Dio un salto y retrocedió hacia la esquina con dos rápidos pasos, pero habían visto su silueta contra el sol poniente. Los alaridos subieron de intensidad instintivamente al ver a una figura asustada huyendo de ellos.

Köten se movió tan deprisa como pudo. Había vivido lo suficiente para saber que se encontraba en verdadero peligro. Fuera lo que fuera lo que había provocado que esos hombres salieran a la calle como una turba podía acabar con sus botas aplastándole la cabeza o rompiéndole las costillas. Oyó su rugido de excitación y salió disparado, dirigiéndose de nuevo hacia la oscuridad del río. Las botas de sus perseguidores resonaron en la pasarela de madera, cada vez más cerca.

Se resbaló: sus botas enfangadas patinaron en el suelo mojado. La espada se le escapó de la mano, cayendo sobre el barro con tanta suavidad que no hizo ningún ruido. Alguien chocó contra él mientras se levantaba y, de pronto, todos ellos estaban rodeándole, desfogando su rabia con el misterioso extraño que había revelado su culpa echando a correr. Se defendió, pero las patadas y las cuchilladas de sus cortos puñales le aplastaron contra el mugriento fango hasta que casi formaba parte de él y su sangre se mezclaba con esa masa negruzca.

Los hombres se alejaron del cuerpo sin vida tirado a la orilla del río. Algunos de ellos palmearon a otros en la espalda, riéndose entre dientes por haber impartido justicia. No conocían el nombre del bulto roto que yacía en el barro. A lo lejos, oyeron los gritos de los oficiales del rey y, casi como uno solo, dieron media vuelta y empezaron a dispersarse entre las sombras del barrio de los comerciantes. Los nómadas se enterarían y se asustarían. Pasaría mucho tiempo antes de que volvieran a caminar sin miedo por las ciudades de sus superiores. Muchos de aquellos hombres eran padres y volvieron a casa con sus familias, escogiendo las callejuelas traseras para evitar toparse con los soldados del rey.

El ejército que formaba delante de la ciudad de Pest era inmenso. El rey Bela había pasado días inmerso en una especie de frenesí al cobrar conciencia de lo que costaba preparar a tantos hombres para la batalla. Un soldado no podía transportar comida para más de unos pocos días sin que retrasara su paso y dificultara su capacidad para luchar. El bagaje utilizaba todos los carros y todas las bestias de carga del país y se alargaba casi tanto como las masivas filas de hombres apostadas delante del Danubio. El corazón del rey Bela latía henchido en su pecho mientras contemplaba sus huestes. Más de cien mil hombres de armas, caballeros y soldados de infantería habían respondido a las sangrientas espadas que había ordenado enviar con máxima premura a todo lo largo y ancho de Hungría. Sus cálculos estimaban que el tamaño del ejército mongol era la mitad o menos del que le habían dicho que podía esperar. El rey tragó la amarga bilis que le había subido a la garganta. Puede que se enfrentara a solo la mitad de la Horda de Oro, pero los informes que le llegaban del norte hablaban de una destrucción increíble. Ni Boleslav ni Enrique enviarían ejércitos para socorrerle. Por lo que había averiguado, ellos mismos estaban en apuros para sobrevivir al arrollador ataque de los tumanes que habían subido hasta sus tierras. Sin duda, Lublin había caído y había recibido un único informe de que Cracovia la había seguido, arrasada por las llamas, aunque Bela no comprendía cómo algo así era posible. No podía sino confiar en que los informes, redactados por hombres aterrorizados, fueran exagerados. Desde luego no era el tipo de información que pudiera compartir con sus oficiales o con sus aliados.

Al pensarlo, se volvió hacia los Caballeros Teutones situados a su derecha, dos mil hombres en el más preciso orden de batalla. La capa de sus caballos no mostraba ni rastro del barro que levantaba el ejército. Brillantes bajo la débil luz solar, piafaban inquietos mientras de sus ollares salía una pálida niebla. Bela amaba los caballos de batalla y sabía que los caballeros poseían las monturas con las mejores líneas de sangre del mundo.

Sólo el ala izquierda hizo que su orgullosa evaluación se detuviera. Los cumanos eran buenos jinetes, pero seguían hirviendo de cólera por la muerte de Köten en una sucia reyerta a la orilla del río. Como si pudiera culpársele a él de algo así. Eran un pueblo imposible, se dijo Bela. Cuando los mongoles hubieran sido enviados de vuelta al otro lado de las montañas, tendría que pararse a meditar sobre los aspectos prácticos de asentar a tantos cumanos. Quizá pudiera persuadirles con sobornos para que encontraran otro hogar en el que fueran más bienvenidos y no supusieran una sangría tan importante para el monedero real.

El rey Bela masculló una maldición al ver a los jinetes cumanos salirse de su posición en la línea de batalla. Envió a un corredor a través del terreno que se extendía delante de la ciudad con la escueta orden de mantener la posición. Se rascó la barbilla mientras observaba el progreso del corredor. A lo lejos, vio que los jinetes cumanos se unían un momento en torno a él, pero no se detenían. Bela dejó caer la mano, atónito. Se volvió en la silla e hizo un gesto al caballero que tenía más cerca.

—Cabalga hasta los cumanos y recuérdales su juramento de obediencia conmigo. Mis instrucciones son mantenerse en posición hasta que dé la orden de avanzar.

El caballero bajó su lanza como respuesta y se alejó trotando con dignidad tras el primer mensajero. Para entonces, los cumanos, cuyos caballos se habían disgregado por el campo sin formación reconocible, habían arruinado la limpia simetría de las líneas. Bela suspiró para sí. Los nómadas apenas entendían la disciplina. Intentó acordarse del nombre del hijo de Köten, que se suponía que era quien los comandaba, pero no conseguía recordarlo.

No se detuvieron ante la llegada del caballero, aunque, para entonces, estaban lo suficientemente cerca de Bela para que este pudiera verle dirigiéndose a ellos con los brazos extendidos. Su intento de frenar la oleada de cumanos fue inútil, y estos simplemente pasaron por su lado rodeándole, trotando sin ninguna urgencia. Bela maldijo en voz alta al darse cuenta de que se dirigían a su propia posición. Sin duda querían renegociar alguna parte de su juramento, o pedirle mejores alimentos y armas. Era típico de esa raza asquerosa intentar presionarle para sacar una ventaja, como si fuera un sucio mercader. El comercio era lo único que entendían, pensó lleno de rabia. Venderían a sus propias hijas si pudieran ganar oro con ello.

El rey Bela fulminó con la mirada a los jinetes cumanos que avanzaban lentamente a través de su ejército. Sus mensajeros seguían llegando con las últimas noticias sobre los mongoles y, con gesto deliberado, se ocupó de atenderlos, mostrando así su desprecio hacia ellos. Cuando uno de sus caballeros carraspeó y Bela alzó la vista, se encontró al hijo de Köten mirándole fijamente. El rey se esforzó de nuevo por recordar su nombre, pero en vano. Los días anteriores había habido demasiados detalles y no podía acordarse de todos.

—¿Qué es tan importante que pones en peligro toda la formación? —espetó Bela, con el rostro ya rojo de irritación contenida.

El hijo de Köten hizo una inclinación de cabeza tan breve ante él que casi pareció un espasmo.

—El juramento de mi padre nos obligaba contigo, rey Bela. Yo no estoy atado por ese juramento —dijo.

—¿De qué estás hablando? —preguntó Bela en tono autoritario—. Sea lo que sea lo que te preocupe, este no es el lugar ni el momento. Vuelve a tu posición. Ven a verme esta noche, cuando hayamos cruzado el Danubio. Te recibiré entonces.

El rey Bela se volvió significativamente hacia sus mensajeros y tomó otro fajo de pergaminos. Estupefacto, levantó la cabeza con un respingo al oír de nuevo la voz del joven, como si no acabara de darle una orden.

—Esta no es nuestra guerra, rey Bela. Nos lo han dejado claro. Te deseo buena suerte, pero mi tarea ahora es retirar a mi gente del camino de la Horda de Oro.

El rubor de Bela se oscureció y se le abultaron las venas en la pálida piel.

—¡Volved a las líneas! —rugió.

El hijo de Köten negó con la cabeza.

—Adiós, majestad —dijo—. Dios bendiga tus muchos empeños.

Bela tomó una honda bocanada de aire, súbitamente consciente de que todos los jinetes cumanos le estaban mirando. Hasta el último de ellos tenía la mano sobre su espada o arco y la expresión de sus rostros era de absoluta frialdad. Los pensamientos se arremolinaron en su mente, pero eran cuarenta mil. Si ordenaba que mataran al hijo de Köten, podrían muy bien atacar a sus guardias reales. Sería un desastre que solo beneficiaría a los mongoles. Sus ojos azules se calmaron.

—¿Con el enemigo a la vista? —bramó Bela—. ¡Yo os llamo rompe-juramentos! ¡Os llamo cobardes y herejes! —El rey siguió gritando al hijo de Köten mientras este se alejaba al trote. Jesús, ¿por qué no lograba recordar el nombre de ese hombre? Sus palabras habían caído sobre él como si fueran aire. Todo cuanto Bela podía hacer era echar humo y encolerizarse mientras los cumanos se separaban de su ejército y formaban una masa de jinetes que partió tras su líder. Rodeando al gran ejército de Hungría, se encaminaron de regreso al campamento donde aguardaba su pueblo.

—No necesitamos a unos cabreros en nuestras filas, su majestad —dijo Josef Landau, con desdén. Sus hermanos caballeros gruñeron aprobadores desde todas partes. Los cumanos todavía seguían alejándose de las líneas principales y el rey Bela hizo un esfuerzo para controlar su ánimo exaltado. Se obligó a sonreír.

—Tienes razón, Sir Josef —contestó—. Contamos con cien mil hombres, aun sin esos… cabreros. Pero cuando hayamos obtenido el triunfo, habrá una respuesta para esta traición.

—Estaré encantado de ocuparme de darles una lección, su majestad —dijo Josef Landau, con una expresión agria en la cara que la del propio Bela igualaba o superaba.

—Muy bien. Haz correr la voz de que yo he sido quien ha echado a los cumanos del campo de batalla, Sir Josef. No quiero que mis hombres se pongan a pensar en su traición. Hazles saber que he decidido luchar solo junto a hombres de buena sangre húngara. Eso les levantará el ánimo. En cuanto a los nómadas, te encargarás de mostrarles el precio de su traición. Lo comprenderán en esos términos, estoy seguro. —Respiró hondo para apaciguar su ira—. Bien, ya me he hartado de estar aquí escuchando las voces quejumbrosas de los cobardes. Da la orden de marchar.