XXVII

Baidar e Ilugei atravesaban el paisaje a la velocidad del rayo. En cuanto Lublin hubo caído, Baidar instó a los tumanes a avanzar hacia las ciudades de Sandomir y Cracovia. A ese ritmo, los tumanes se cruzaron con columnas de hombres que marchaban para servir de refuerzo en la lucha a ciudades que ya habían sido conquistadas. Una y otra vez, Baidar logró sorprender a los nobles de la zona, provocando la huida en desbandada de pequeños contingentes con sus veinte mil guerreros y luego cazándolos a todos poco a poco. Era el tipo de campaña que más le había gustado al abuelo de Baidar y que su padre, Chagatai, le había contado con detalle. Los enemigos reaccionaban con torpeza y lentitud contra un cuchillo que se hundía en sus tierras. Baidar sabía que no habría piedad si fracasaba, ni de parte de su pueblo ni de aquellos contra los que luchaba. Si tuvieran ocasión, los polacos aniquilarían a sus tumanes hasta el último hombre. Era lógico no enfrentarse a ellos en sus propios términos, ni combatir en maneras que ellos dominaban. No poseían refuerzos a los que recurrir y Baidar dosificaba las fuerzas de sus tumanes con cuidado, sabiendo que tenía que mantenerlos intactos, incluso si eso significaba no entablar batalla.

No sabía cómo se llamaba el hombre que lideraba los regimientos de brillantes caballeros y soldados de infantería que les aguardaban cerca de Cracovia. Los exploradores de Baidar informaron de la presencia de un ejército de unos cincuenta mil y Baidar maldijo entre dientes al oír las cifras. Sabía lo que Tsubodai quería que hiciera, pero nunca había considerado esa carrera hacia el norte como un suicidio. Al menos el noble polaco no se había retirado detrás de unas gruesas murallas y les había desafiado a tomar la ciudad. Cracovia estaba tan abierta como Moscú y era igualmente difícil de defender. Su fuerza residía en el masivo ejército que se reunía frente a ella, esperando en el campo de batalla a que los tumanes mongoles atacaran.

Baidar se aproximó peligrosamente a la ciudad con sus minghaans de más rango para observar las formaciones de soldados y saber qué terreno pisaban. No tenía ni idea de si los polacos representaban una amenaza para Tsubodai, pero era exactamente para esa tarea por lo que había sido enviado al norte. No podían permitir que un ejército así uniera fuerzas con los de Hungría, pero no bastaba con lograr que se quedaran quietos alrededor de Cracovia. La tarea de Baidar era abrir una brecha a través del país para asegurarse de que ninguna fuerza armada considerara dirigirse al sur para ayudar a los húngaros, no con esos lobos sueltos entre su propia gente. Aparte de todo lo demás, Tsubodai le arrancaría las orejas a Baidar si no obedecía sus órdenes.

Baidar cabalgó hacia un collado y estudió el mar de hombres y caballos que tenía ante sí. A lo lejos, vio que habían descubierto su presencia. Un grupo de exploradores polacos habían salido ya al galope hacia ellos, con las armas en ristre en gesto de clara amenaza. Más lejos, otros hombres estaban montando, listos para defender o atacar, fuera lo que fuera lo que exigiera su presencia allí. ¿Qué haría su padre? ¿Qué habría hecho su abuelo contra tantos soldados?

—Esa ciudad debe ser rica si tiene tantos hombres guardandola —murmuró Ilugei junto a su hombro.

Baidar sonrió, tomando una rápida decisión. Sus hombres llevaban consigo un total de casi sesenta mil caballos, una manada tan vasta que nunca permanecía en un lugar durante más de un día. Los caballos arrasaban la hierba como langostas, del mismo modo que los tumanes se comían cualquier cosa que se moviera. Sin embargo, cada una de las monturas extra transportaba arcos y flechas, ollas, comida y otro centenar de artículos que los hombres necesitaban en campaña, incluido el mimbre y el fieltro para las gers. Tsubodai los había enviado bien equipados, por lo menos.

—Me parece que tienes toda la razón, Ilugei —dijo Baidar, sopesando sus posibilidades—. Quieren proteger su preciosa ciudad, así que se apiñan a su alrededor, esperándonos. —Esbozó una ancha sonrisa—. Si son tan amables de permanecer en un solo lugar, nuestras flechas hablarán por nosotros.

Hizo que su poni diera media vuelta y regresó hacia su ejército, haciendo caso omiso de la avanzada enemiga, que se había acercado mientras observaba. Cuando uno de ellos se lanzó hacia ellos a galope tendido, Baidar extrajo con suavidad una flecha del carcaj, la colocó en la cuerda del arco y disparó en un solo movimiento. Fue un disparo excelente y el explorador se desplomó al instante. «Esperemos que sea un buen augurio», pensó.

Baidar dejó atrás los gritos y las pullas de los exploradores, sabiendo que no se atreverían a seguirle. Su mente ya estaba ocupada planeando. Con las reservas que acarreaban los caballos extra, tenía casi dos millones de flechas —todas hechas con abedules rectos, con las plumas perfectamente pegadas— recogidas en aljabas de treinta o sesenta. Aun con una abundancia tal, se había preocupado de recuperar y de reparar la mayor cantidad posible de ellas de las batallas. Eran quizá su recurso más valioso, después de los propios caballos. Miró el sol y asintió. Todavía era temprano. No desperdiciaría el día.

El rey Boleslav, gran duque de Cracovia, tamborileaba con su guante contra el pomo de cuero de su silla de montar mientras contemplaba la vasta nube de polvo que levantaba la horda mongola al avanzar. Montaba un enorme corcel gris, una bestia de raza que podía hacer surcos en la negra tierra durante todo el día sin cansarse. Once mil caballeros aguardaban listos para destruir al invasor de una vez por todas. A su izquierda, los Caballeros Templarios franceses esperaban en sus libreas rojas y blancas sobre el acero. Boleslav podía oírles elevando sus voces en oración. Contaba con miles de arqueros y, lo que era más importante, tenía un contingente de piqueros que podía resistir una carga con sus lanzas. Era un ejército que inspiraba confianza, y mantenía a sus mensajeros muy cerca de él, dispuestos a partir al galope hasta su primo en Liegnitz con noticias de la victoria. Quizá cuando los hubiera salvado a todos, su familia reconocería por fin que era el gobernante legítimo de Polonia.

La madre iglesia seguiría interponiéndose en su camino, pensó con acritud. Prefería que los príncipes de Polonia desperdiciaran su fuerza en peleas y magnicidios, dejando que la iglesia engordara y se enriqueciera. Solo un mes antes, su primo Enrique había patrocinado la construcción de un monasterio para la nueva orden de los dominicos, pagando por todo con buena plata. El rostro de Boleslav se crispó al pensar en los beneficios e indulgencias que Enrique había obtenido a cambio. Toda la familia hablaba de ello.

En sus pensamientos, en silencio, Boleslav elevó su propia oración.

—Señor, si consigo la victoria hoy, fundaré un convento en mi ciudad. Colocaré un cáliz de oro en el altar de la capilla y encontraré una reliquia que atraerá a peregrinos desde miles de kilómetros de distancia. Haré que den una misa por todos aquellos que pierdan sus vidas. Te doy mi palabra, señor, lo juro. Permíteme obtener la victoria y haré que tu nombre sea loado en toda Cracovia.

Tragó saliva con esfuerzo y alargó la mano hacia una pequeña botella de agua que colgaba de su silla atada con una correa. Odiaba la espera y seguía temiendo que los informes de sus exploradores fueran ciertos. Sabía que tenían tendencia a exagerar, pero más de uno había vuelto con historias de una horda dos veces el tamaño de sus cincuenta mil, un enorme océano de innumerables caballos y terribles invasores, con arcos y lanzas que se elevaban en el aire como los árboles de un bosque. Su vejiga se hizo notar y Boleslav torció el gesto, irritado. Que vinieran, que vinieran esos malditos perros, se dijo a sí mismo. Dios hablaría y conocerían el poder de su mano derecha.

Boleslav observó cómo se acercaba la negra masa enemiga. Se derramaban como un oscuro líquido sobre el terreno, demasiados para poder contarlos, aunque no creía que ese fuera el gigantesco ejército que habían descrito sus exploradores. Ese pensamiento le movió a preocuparse de que hubiera más guerreros, ocultos a la vista. Solo había recibido un informe de Rusia, pero le alertaba de que eran unos fanáticos de las estratagemas, que les encantaban las emboscadas y golpear por los flancos. No veía nada de eso mientras aguardaba manteniendo la posición con sus piqueros. Los guerreros mongoles cabalgaban de frente hacia sus líneas como si su intención fuera atravesar sus filas al galope. Boleslav empezó a sudar, temiendo haber pasado por alto algo en los planes de batalla. Vio que los Caballeros Templarios, desde la seguridad temporal tras las filas de los impasibles piqueros, se preparaban para responder a la carga cargando a su vez contra el enemigo. Boleslav observó cómo descendían las picas, con los extremos traseros bien asentados en la tierra. Lo detendrían todo, destriparían a cualquiera, por muy veloz o feroz que fuera.

Los mongoles avanzaban en una amplia línea, a un máximo de cincuenta en fondo. Bajo la mirada atenta de Boleslav, tendieron los arcos y dispararon. Miles de flechas se elevaron en el aire por encima de sus piqueros y, por un momento, Boleslav fue presa del pánico. Llevaban escudos, pero los habían arrojado al suelo para sostener con firmeza las picas contra la carga.

El sonido de las saetas alcanzando a sus hombres repiqueteó por todo el campo de batalla, seguido por los gritos. Cientos de ellos cayeron y las flechas siguieron llegando. Boleslav contó doce latidos entre cada colosal descarga, aunque su corazón palpitaba desenfrenado y no conseguía calmarse. Sus arqueros respondieron con sus propias lluvias de flechas y se puso tenso, aguardando expectante el resultado, solo para ver que los proyectiles se quedaban cortos y no alcanzaban a los jinetes mongoles. ¿Cómo conseguían ellos tanto alcance con sus flechas? Sus arqueros eran buenos, estaba seguro de ello, pero si sus disparos no lograban llegar hasta el enemigo, no le servían para nada.

Los oficiales se esforzaban en responder al ataque, y arriba y debajo de las líneas se oían órdenes como ladridos. Muchos de los piqueros dejaron caer las pesadas armas. Algunos alargaron la mano hacia los escudos, mientras que otros intentaban equilibrar el escudo y la pica a la vez, de modo que ninguno de ellos servía para su propósito. Boleslav lanzó una maldición, mirando por encima de sus cabezas al comandante de los templarios: era como un perro tirando de su correa. Estaban listos para salir, pero los piqueros seguían bloqueando el camino de los templarios hacia el enemigo. Era imposible ejecutar una maniobra eficiente para retirar a un lado a los soldados de infantería y dejar que los templarios pasaran como un trueno. Por el contrario, los de a pie se amontonaron en marañas de hombres y picas como espinas, encogidos bajo sus escudos mientras las flechas volaban y caían sobre ellos.

Boleslav juró con voz quebrada. Sus mensajeros levantaron la vista, pero no les hablaba a ellos. Había visto ejércitos durante toda su vida. Debía su poder a las batallas que había luchado y ganado, pero lo que tenía ante sus ojos se burlaba de todo lo que había aprendido. Los mongoles parecían no tener ninguna estructura de mando. No existía ningún centro de calma para ordenar sus movimientos y, aunque eso era algo con lo que Boleslav podía haber contado, tampoco se comportaban como una chusma en la que cada guerrero actuara por su cuenta y riesgo. Al contrario, se movían y atacaban como si mil manos los guiaran, como si cada grupo fuera completamente independiente. Era una locura, pero cambiaban de rumbo y atacaban como avispas, respondiendo al instante a cualquier amenaza.

A un lado, mil guerreros mongoles engancharon sus arcos a las sillas de montar y levantaron sus lanzas, transformando un barrido en línea en una carga repentina que chocó contra los escudos de los piqueros. Antes de que los oficiales de Boleslav pudieran siquiera reaccionar, ya se estaban alejando y descolgando de nuevo los arcos. Los piqueros bramaron furiosos y alzaron sus armas, solo para recibir las implacables saetas que volvieron a caer sobre ellos.

Boleslav, horrorizado, observó cómo la escena se repetía en distintos puntos de las líneas. Sintió que el corazón le daba un brinco cuando los Caballeros Templarios lograron salir al campo de batalla, aullando y dando patadas para apartar del camino a los heridos. Ellos impondrían el orden en aquel caos. Era su misión.

Boleslav no podía saber cuántos cientos de sus soldados de infantería habían perecido. El ataque se desarrollaba sin pausa alguna, sin ninguna oportunidad de volver a formar y evaluar las tácticas del enemigo. En el mismo momento en que se daba cuenta de que la lucha no se detendría, dos nuevas oleadas de flechas cayeron muy cerca, eliminando a todo aquel que eligió la pica frente al escudo. La intensidad de los gritos y gemidos de los heridos se incrementó, pero los templarios ya estaban en marcha, iniciando el lento y rítmico trote que infundía el justo temor de Dios entre sus enemigos. Boleslav apretó el puño mientras se abrían paso con sus caballos entre los últimos piqueros aturdidos y observó cómo las enormes monturas aceleraban en perfecta formación. Nada en el mundo podía resistir ante ellos.

Boleslav vio que los mongoles perdían el valor cuando los caballeros se abalanzaron directamente contra ellos. Unos cuantos de los ponis más pequeños fueron derribados, empujados por el peso superior de los caballos templarios. Los jinetes mongoles saltaron de sus monturas antes de que cayeran, pero fueron despedazados por los sables o pisoteados bajo los cascos. Cuando empezaron a retroceder, Boleslav se sintió exultante. El fluido movimiento de sus unidades pareció atascarse y avanzaban con sacudidas, perdiendo su suave eficiencia. Los mongoles lanzaron flechas a los caballeros, pero los proyectiles rebotaron o incluso se hicieron trizas al chocar contra las pesadas armaduras. Boleslav presintió que las tomas de la batalla estaban cambiando y gritó, exhortando a los caballeros a continuar.

Los templarios rugieron al chocar contra el tumán mongol. Eran hombres que habían luchado en terrenos enlodados tan distantes como Jerusalén y Chipre. Esperaban que el enemigo al que se enfrentaban cediera y clavaron los talones en sus monturas para iniciar el galope. Su fuerza era el imparable golpe de martillo, un ataque concebido para partir a un ejército por la mitad, llegar hasta el centro y matar al rey. Los mongoles se desmoronaron, cientos de ellos dieron media vuelta a la vez y echaron a correr delante de los caballeros, que tenían la grupa de sus ponis casi al alcance de sus enormes espadas y pesadas lanzas. La carga templaria avanzó retumbando un kilómetro o más, empujándolos a todos ellos frente a sí.

Baidar levantó el brazo. Los minghaans habían estado aguardando su señal, el momento elegido por él y solo por él y, al verla, comunicaron las órdenes con concisión a lo largo de la línea. Veinte hombres alzaron unos estandartes amarillos y rugieron hacia los jaguns de cien guerreros. Pasaron las instrucciones hasta los grupos de diez. Por medio de la vista o del oído, se propagaron como el fuego atraviesa un henar, en apenas unos instantes. El caos se transformó en un orden instantáneo. Los jaguns se separaron hacia los flancos, dejando que los caballeros se aproximaran sin encontrar resistencia. Algunos siguieron corriendo delante de ellos para atraerlos, pero los flancos iban engordando mientras más y más hombres preparaban sus arcos.

Los templarios se habían alejado de los soldados de infantería y de sus peligrosos piqueros. Quizá habían salido del contingente principal unos diez mil de ellos, una fuerza inmensa, muy acostumbrada a la victoria. Se habían adentrado mucho en los tumanes mongoles, arrastrados por su confianza y por su fe. Los caballeros franceses observaban el caos de la retirada mongola a través de finas ranuras en el acero de sus celadas y daban tremendos mandobles con sus espadas a todo lo que se ponía a su alcance. Vieron que las filas se separaban a ambos lados de ellos, pero siguieron avanzando, concentrados en golpear el centro mismo del enemigo y llegar hasta su líder, fuera quien fuera.

Desde ambos lados, miles de arqueros mongoles interrumpieron sus alaridos aterrorizados y colocaron una flecha en la cuerda de su arco. Con calma deliberación, eligieron sus blancos, mirando tras la punta de la flecha los gruesos pescuezos de los enormes caballos de batalla. La parte frontal de los animales estaba totalmente cubierta de acero, pero los lados del cuello estaban desnudos o cubiertos de tela.

Baidar dejó caer el brazo: todas las banderas amarillas descendieron a la vez, casi como una sola. Los arqueros dispararon, liberando la inmensa tensión de un arco desplegado al máximo y clavando flechas silbantes en la masa de caballos que pasaba ante ellos. No era difícil dar en el blanco a tan poca distancia y, en los primeros disparos, los caballos se desplomaron sorprendidos y doloridos con las gargantas perforadas. La sangre brotaba de los ollares a borbotones y los animales relinchaban desesperados. Muchos de los arqueros hicieron una mueca de disgusto, pero tomaron otra saeta del carcaj y la dispararon.

Los caballeros lanzaron un desafío con un ronco rugido. Los que solo habían recibido un impacto hincaron sus talones y trataron de dar media vuelta y salir de la tormenta que arreciaba desde ambos flancos. Sus monturas empezaron a temblar y el dolor hizo que sus patas vacilaran. Cientos de caballos se derrumbaron sin previo aviso, atrapando o aplastando bajo sus lomos a los caballeros, que se encontraron tendidos en el suelo, aturdidos y luchando por levantarse.

Durante un tiempo, la carga de los templarios continuó adelante, a pesar de las pérdidas. No era tarea fácil hacer que el peso de los caballos y la armadura giraran, pero a medida que la destrucción fue aumentando, Baidar oyó que se pasaban a gritos nuevas órdenes entre ellos. El hombre que las repartía se convirtió en el blanco instantáneo de todo arquero que lo tenía a tiro. Su caballo se desplomó, erizado de flechas, y el hombre en sí fue derribado por una flecha que le golpeó en la cáscara de hierro que le cubría la cabeza. La Visera quedó deformada de manera que le impedía ver. Baidar observó cómo el hombre, en el suelo, se debatía intentando quitársela.

Los templarios regresaron, girando hacia la izquierda o la derecha para lanzarse contra los grupos de arqueros que los flanqueaban. La carga formó una línea de la que los caballeros se iban separando: cada hombre tomando el camino contrario que el que tenía delante. Era una maniobra de desfile, una que los mongoles no habían visto jamás. Llevaba a los caballeros a un combate cuerpo a cuerpo con los hombres que los aguijoneaban, su única oportunidad de sobrevivir a la masacre en que se había convertido la carga. Habían perdido velocidad, pero su armadura era resistente y no había en ellos ni rastro de cansancio. Utilizaban el gran alcance de las puntas de sus lanzas para aplastar las costillas de los guerreros y luego alzaban las enormes espadas y las dejaban caer como cuchillos de carnicero.

Los jinetes mongoles hacían que sus monturas danzaran alrededor de los templarios. Eran más pequeños y menos imponentes, pero al ser mucho más rápidos que los caballeros podían elegir cada disparo con el máximo cuidado. Desde una distancia tan corta que podían oír el jadeo de los templarios bajo su placa de hierro, podían hacer que sus ponis se apartaran de un salto, tender el arco y lanzar una flecha donde vislumbraran un hueco o un trozo de carne. Los caballeros agitaban sus largas espadas sobre ellos o sobre el espacio que habían ocupado momentos antes.

Baidar oyó las risotadas guturales de sus hombres, consciente de que en parte era una forma de aliviar la tensión. La gigantesca talla de aquellos soldados y sus caballos resultaba terrorífica. Verles mover los brazos como aspas de molino y cortar el vacío era como una brisa fresca en la piel. Cuando lograban asestar un tajo con limpieza, el golpe era terrible y las heridas mortales. Baidar vio a un caballero con un tabardo rojo y blanco hecho jirones propinar un golpe con su espada con tanta fuerza que cercenó completamente el muslo de un guerrero y abrió un profundo corte en su silla de montar. Aún agonizante, el guerrero agarró al caballero y lo arrastró al suelo con un estruendo metálico.

Las perfectas descargas de los flancos se habían convertido en un tumulto de caballos y hombres aullando, un caos formado por mil peleas individuales. Baidar subía y bajaba con su poni al trote, tratando de ver en qué situación se encontraban sus hombres. Vio a un caballero avanzar a pie tambaleándose y quitarse un casco abollado: apareció un rostro enmarcado por una larga melena oscura, pegada a la cabeza por el sudor. Baidar ordenó a su montura con los talones que avanzara y le asestó un golpe con la espada al pasar por su lado, sintiendo el temblor del impacto en todo el brazo.

Se mantenía a cierta distancia, tirando de las riendas con fuerza para frenar a su caballo mientras trataba de hacerse una idea del desarrollo de la batalla. No podía unirse al ataque, lo sabía. Si caía, el mando recaería en los hombros de Ilugei. Baidar se puso de pie en los estribos y contempló una escena que sabía que nunca olvidaría. A través del vasto campo de batalla, los caballeros, vestidos con su armadura plateada, luchaban con denuedo contra los tumanes. Sus escudos estaban abollados y rotos, sus espadas quedaban tiradas donde caían. Miles morían tirados en el suelo, con un guerrero sujetándole mientras otro le levantaba el casco y luego hundía su espada por el hueco. Había millares más que todavía estaban en pie, sin caballo, gritando consignas a sus compañeros. Baidar notó que no tenían miedo, pero se equivocaban. Aquel era el momento para tener miedo. No se sorprendió al ver que la cola de la carga comenzaba a girar, convirtiéndose en una masa caótica para poder regresar a donde esperaban los soldados de infantería en torno a Cracovia. Repartió nuevas órdenes y ocho minghaans avanzaron para seguirlos, disparando flechas mientras los caballeros presionaban a sus fatigados caballos para que se pusieran a medio galope. No quedarían tantos cuando llegaran al puerto seguro que les aguardaba detrás de las picas.

Desesperado, Boleslav vio cómo los mongoles aplastaban a lo mejor de la nobleza casi delante de él. Nunca habría creído que los caballeros pudieran fracasar ante esos jinetes si no lo hubiera visto con sus propios ojos. ¡Esas flechas! La fuerza y precisión de sus disparos era asombrosa. Jamás había visto nada similar en el campo de batalla. Nadie había visto jamás algo así en Polonia.

Sus esperanzas se renovaron cuando vio que la retaguardia daba media vuelta y se dirigía hacia la ciudad. No había conseguido captar el alcance de la destrucción y la boca se le fue abriendo lentamente cuando se dio cuenta de los pocos que eran, de lo desgreñados y maltrechos que se les veía en comparación con la reluciente gloria del grupo que había salido a luchar. Los mongoles los siguieron incluso entonces, disparando sus infernales flechas con movimientos fáciles, como si los caballeros fueran meras dianas que tumbar.

Boleslav ordenó la salida de un regimiento de cuatro mil piqueros para proteger su retirada, obligando a los mongoles a pararse en seco. Los destrozados restos de los Caballeros Templarios entraron al trote, prácticamente todos ellos sangrando y, cubiertos de polvo, esforzándose en respirar bajo la presión excesiva del peto sobre sus costillas. Boleslav se volvió, horrorizado, cuando vio que los mongoles tumanes se aproximaban. Comprendió que al final usarían las lanzas. Había perdido el escudo de su caballería y el enemigo penetraría a través de sus tropas hasta Cracovia. Gritó que levantaran las picas, pero no hubo carga, sino que comenzaron a lanzar flechas de nuevo, como si los caballeros nunca se hubieran lanzado contra ellos, como si los mongoles tuvieran todo el día para terminar la masacre.

Boleslav miró al sol que se estaba escondiendo tras las distantes colinas. Su caballo corcoveó: una saeta le había golpeado sin previo aviso. Otra chocó contra su escudo, hundiéndolo contra su pecho por el impacto. Sintió que le invadía un miedo enfermizo. No podía salvar Cracovia. Los caballeros habían quedado reducidos a una sombra y solo le quedaban los campesinos que componían su infantería. Se las vería en apuros para salvar su propia vida. Dio una señal y sus heraldos hicieron sonar el toque de retirada a través del campo de batalla.

La luz ya estaba bajando, pero los mongoles continuaron disparando mientras los piqueros iniciaban la retirada. Los agotados templarios formaron una delgada línea en la retaguardia, intentando absorber el máximo de flechas con sus armaduras para evitar que la retirada se transformara en una huida en desbandada.

Boleslav se puso al trote. Sus mensajeros le acompañaron, con la cabeza gacha. La derrota pesaba sobre todos ellos, así como el miedo. En vez de enviar cartas de victoria, llegaría corriendo ante su hermano Enrique, suplicándole que fuera caritativo y piadoso. Cabalgaba como atontado, contemplando las sombras que se movían frente a él. Los mongoles habían aniquilado a los templarios franceses, hasta ese momento el ejército más magnífico que había conocido. Esos caballeros habían acabado con las hordas de herejes musulmanes en Jerusalén y sus alrededores. Ver cómo eran arrollados en un solo día sacudía las propias bases de su pensamiento.

A sus espaldas, los mongoles aullaban como lobos, abalanzándose como un rayo en grupos de cien y matando a hombres que solo querían retirarse. Las flechas siguieron volando a pesar de que apenas había luz. Algunos soldados eran arrancados de sus sillas desde atrás, cayendo en brazos de guerreros que les quitaban la vida entre carcajadas, dándose codazos y empujándose para poder tener la oportunidad de dar una patada o un puñetazo.

Por fin, cuando la oscuridad fue completa, Baidar e Ilugei ordenaron a sus hombres que regresaran. La ciudad de Cracovia se elevaba desnuda y desprotegida ante ellos y avanzaron lentamente con sus caballos hacia ella mientras salía la luna.

La luz de la luna brillaba intensa y el aire era límpido y frío mientras el jinete de las yans recorría a galope tendido la polvorienta senda. Estaba exhausto. Le resultaba difícil mantener los ojos abiertos y el dolor de riñones estaba empezando a ser insoportable. De repente, fue presa del pánico al percatarse de que no recordaba cuántas estaciones había pasado ese día. ¿Habían sido dos o tres? Karakorum había quedado muy atrás, pero sabía que tendría que entregar la bolsa con sus preciados contenidos. No sabía qué le habían dado, excepto que valía más que su vida. El hombre de Karakorum había salido de la oscuridad y se la había puesto en las manos con fuerza, dándole órdenes con voz áspera. Había iniciado el galope aun antes de que aquel hombre hubiera desmontado.

Dando un respingo, el mensajero se dio cuenta de que había estado a punto de caerse de la silla. El calor que desprendía el caballo, el ritmo de los cascos, los cascabeles tintineando, todo contribuía a arrullarle y adormecer sus sentidos. Sería su segunda noche sin dormir con un camino y un caballo como única compañía. Volvió a contar mentalmente. Había dejado atrás seis estaciones de posta, y había cambiado de caballo en todas. Tendría que entregar la bolsa en la siguiente o se arriesgaba a caerse por el camino.

A lo lejos, vislumbró unas luces. Habrían oído los cascabeles, por supuesto. Estarían esperándole con un caballo listo y un jinete extra, además de un odre de airag y dulce miel para darle la energía necesaria para continuar. Necesitarían otro jinete. Notaba cómo le invadía el agotamiento. Estaba exhausto.

Redujo la velocidad al trote al llegar al patio de piedra construido en medio de la nada, el signo visible de la influencia y el poder del khan. Mientras el personal de la estación se apiñaba a su alrededor, pasó la pierna por encima de la silla para desmontar y llamó con una inclinación de cabeza al jinete de reserva, poco más que un niño. Había un mensaje verbal además de la bolsa. ¿Qué era? Ah, sí, lo recordaba.

—Mata caballos y hombres si es necesario —dijo—. Cabalga tan deprisa y tan lejos como puedas. Esto debe entregarse en mano a Guyuk, a ningún otro excepto a él. Repite mis palabras.

Escuchó cómo el nuevo jinete repetía el mensaje a toda velocidad, abrumado por la excitación. La bolsa pasó de unas manos a otras, una sagrada responsabilidad: nunca debía ser abierta hasta que alcanzara su destino. Vio un asiento de piedra en el patio, quizá alguna especie de bloque de piedra para montar con más facilidad, y se sentó en él agradecido mientras observaba cómo el muchacho iniciaba su carrera antes de que se permitiera cerrar los ojos. Nunca había corrido tan deprisa ni tan lejos en toda su vida y se preguntó qué podía ser tan importante.