XXVI

El crujido del suelo arrancó a Sorhatani del sueño. Se despertó sobresaltada al ver a Kublai de pie junto a su cama, con expresión sombría. Tenía los ojos enrojecidos y de pronto temió escuchar lo que le iba a decir. Aunque habían pasado varios años, el recuerdo de la muerte de Tolui seguía estando dolorosamente vivo. Se sentó con un movimiento brusco y retiró las sábanas que la cubrían.

—¿Qué pasa? —le preguntó en tono de urgencia.

—Parece que tus hijos están condenados a ser portadores de malas noticias, madre —respondió Kublai. Retiró la vista mientras ella se levantaba y se quitaba el informe camisón para ponerse las ropas del día anterior.

—Dime —dijo, debatiéndose con los botones de la túnica.

—El khan ha muerto. Ogedai ha muerto —contestó Kublai, mirando por la ventana a la noche que se extendía fuera de la ciudad—. Sus guardias le han encontrado. Los oí hablar y fui a mirar.

—¿Quién más lo sabe? —inquirió Sorhatani, totalmente espabilada al comprender el alcance de lo que acababa de oír.

Kublai se encogió de hombros.

—Han mandado a alguien a decírselo a Torogene. El palacio sigue en calma, al menos por el momento. Lo han encontrado en los jardines, madre, sin una sola marca en el cuerpo.

—Podemos dar gracias a Dios por eso al menos. Tenía el corazón débil, Kublai. Los que lo sabíamos hemos temido durante mucho tiempo que llegara este día. ¿Has visto el cadáver? —le preguntó.

Su rostro se crispó al oír la pregunta, por el recuerdo que evocaba.

—Sí. Luego me marché y vine a contártelo.

—Has hecho bien. Ahora, escúchame. Hay cosas que tenemos que hacer ahora, Kublai, mientras la noticia empieza a propagarse. O antes del verano verás a tu tío Chagatai cruzando al galope las puertas de Karakorum para reclamar su derecho de nacimiento.

Su hijo la miró fijamente, incapaz de comprender esa súbita frialdad.

—¿Cómo podemos detenerle ahora? —preguntó—. ¿Cómo puede nadie detenerle?

Sorhatani ya estaba avanzando hacia la puerta.

—Él no es el heredero, Kublai. Guyuk está antes que él, interponiéndose en su camino. Debemos enviar un jinete rápido al ejército de Tsubodai. Guyuk está en peligro desde este momento hasta que sea declarado khan por una asamblea de la nación, igual que le sucedió a su padre.

Kublai la miró boquiabierto.

—¿Tú sabes lo lejos que están? —dijo.

Sorhatani se detuvo, con la mano en la puerta.

—Da exactamente igual si Guyuk está en el fin del mundo, hijo mío. Tiene que saberlo. Los yans, Kublai, las estaciones de posta. Hay suficientes caballos entre nosotros y Tsubodai, ¿no?

—Madre, no lo entiendes. Son casi siete mil kilómetros, o incluso ocho mil. Tardaríamos meses en darle la noticia.

—¿Y bien? Escribe lo que ha pasado en un pergamino —espetó su madre—. ¿No es así cómo se hace? Envía a un mensajero con un mensaje sellado exclusivamente para Guyuk. ¿Pueden esos emisarios llevar una carta privada a tanta distancia?

—Sí —contestó Kublai, impresionado por su intensidad—. Sí, por supuesto.

—Entonces, ¡corre, chico! Corre a las oficinas de Yao Shu y escribe la noticia. Haz que la noticia viaje hasta aquel que debe recibirla. —Se quitó con dificultad un anillo de la mano y se lo puso en la palma de la mano.

—Emplea el anillo de tu padre para sellarla con cera y pon en marcha al primer mensajero. Hazle comprender que nunca ha habido un mensaje más importante que este. Si alguna vez ha habido una razón para crear la línea de mensajeros, es esta.

Kublai salió disparado pasillo abajo. Sorhatani se mordió el labio siguiéndole con la vista antes de partir en dirección contraria, hacia las habitaciones de Torogene. Oyó voces en algún lugar próximo. Las noticias saldrían de la ciudad. Mientras el sol salía, volaría desde Karakorum en todas direcciones. Sintió cómo le invadía la tristeza al pensar en Ogedai, pero la reprimió, apretando los puños. No había tiempo para el duelo. El mundo nunca sería el mismo después de aquel día.

Sentado al escritorio de Yao Shu, Kublai tenía motivos para darle las gracias a su madre. Unos carpinteros habían sustituido la puerta que daba a los despachos del canciller, pero los agujeros para las nuevas cerraduras todavía estaban a la vista, limpios y bien lijados. La puerta se había abierto de par en par con un mero empujón y Kublai se había estremecido en el frío mientras cogía la caja de la yesca Chin y había hecho saltar unas chispas golpeando hierro y pedernal hasta que logró encender una brizna de yesca. La lámpara era pequeña y la mantuvo bien cubierta, pero ya se oían voces y movimiento por todo el palacio. Buscó agua, pero no había, así que escupió en la piedra de tinta y se tiznó los dedos preparando una pasta. Yao Shu guardaba los pinceles de pelo de tejón con mucho cuidado y Kublai trabajó deprisa con el más delgado de todos, escribiendo los caracteres Chin en el pergamino con delicada precisión.

Acababa de terminar de escribir unas breves y escuetas líneas y de secarlas con arena cuando la puerta se abrió con un crujido. Kublai alzó la vista nervioso y vio a Yao Shu de pie en el umbral, en camisón.

—No tengo tiempo para explicártelo —dijo, cortante. Dobló la vitela, piel de ternera que había sido rascada y estirada hasta dejarla tan delgada como la seda amarilla. Las líneas que cambiarían el destino de la nación estaban ocultas y, antes de que Yao Shu pudiera hablar, Kublai derramó unas gotas de cera y apretó el anillo de su padre contra ella, dejando una honda impresión. Se enfrentó al canciller de Ogedai con una expresión tensa. Yao Shu clavó la vista en el pulcro paquete y la reluciente cera mientras Kublai lo agitaba en el aire para secarlo. No comprendía la tensión que notaba en el joven.

—He visto la luz encendida. Al parecer, la mitad del palacio está despierto —dijo Yao Shu, bloqueando deliberadamente la puerta cuando vio que Kublai se dirigía hacia ella—. ¿Sabes qué es lo que está pasando?

—No me corresponde a mí decírtelo, canciller —contestó Kublai—. Estoy ocupándome de algo para el khan. —Sostuvo la mirada de Yao Shu con firmeza, negándose a dejarse intimidar.

—Me temo que debo insistir en que me expliques esta… intrusión antes de dejarte marchar —respondió Yao Shu.

—No, no vas a insistir. Esto no es asunto tuyo, canciller. Es una cuestión de familia.

Kublai no permitió que su mano se posara en la espada que llevaba en la cadera. Sabía que no era posible intimidar al canciller con una espada. Se miraron intensamente a los ojos y Kublai se mantuvo callado, esperando.

Con una mueca, Yao Shu se hizo a un lado para dejarle pasar, posando su mirada en el escritorio con la piedra de tinta todavía húmeda y los utensilios de escritura esparcidos y desordenados. Abrió la boca para hacer otra pregunta, pero Kublai ya había desaparecido, dejando solo el eco de sus pisadas tras de sí.

La estación de posta central, el núcleo de la red que se extendía hasta las tierras Chin por el este y más allá, no estaba demasiado lejos. Kublai atravesó a la carrera las edificaciones anexas al palacio y un patio, y pasó junto a un claustro que rodeaba un jardín, donde el viento le alcanzó y le adelantó con su helado aliento. A lo lejos, vio unas antorchas encendidas en el jardín iluminando el punto donde más y más hombres se estaban reuniendo junto al cadáver del khan. Yao Shu se enteraría de la terrible noticia muy pronto.

Una vez fuera del palacio, corrió a lo largo de una calle que el amanecer teñía de gris. Derrapó en los adoquines al dar la vuelta a la esquina y vio las lámparas de la estación de posta. Allí siempre había alguien despierto, a cualquier hora del día o de la noche. Dio una voz al pasar bajo el arco de piedra y entrar a un amplio patio con establos a ambos lados. Kublai se detuvo, jadeando, escuchando a un poni bufar y golpear la puerta de su compartimiento con los cascos. Quizá el animal estuviera percibiendo su estado de excitación; no lo sabía.

Pasaron solo unos instantes antes de que una figura corpulenta saliera al patio. Kublai vio que el jefe de la estación tenía una sola mano, había recibido el trabajo como compensación por haber perdido la capacidad para luchar. Intentó no mirarle el muñón mientras se aproximaba.

—Hablo con la autoridad de Sorhatani y Torogene, esposa de Ogedai Khan. Este mensaje debe llegar hasta el ejército de Tsubodai más rápido de lo que ninguna carta haya viajado jamás. Mata caballos y hombres si es necesario, pero haz que esto se le entregue a Guyuk, el heredero. A ningún otro excepto a Guyuk. Solo a él, ¿entendido?

El anciano guerrero se le quedó mirando con la boca abierta.

—¿Qué es tan urgente? —comenzó a decir. Parecía que las noticias todavía no habían llegado a aquellos que las transportaban. Kublai tomó una decisión. Necesitaba que aquel hombre saltara sobre un caballo de inmediato y no desperdiciara ni un solo momento más.

—El khan ha muerto —dijo en tono neutro—. Su heredero debe saberlo. Ahora, muévete, o renuncia a tu puesto.

El guerrero ya se había dado la vuelta y estaba llamando a quienquiera que estuviera de guardia aquella noche. Kublai permaneció allí y observó cómo sacaban al poni y se lo entregaban a un jinete joven y taciturno. El mensajero se puso rígido al oír la orden de matar caballos y hombres si era necesario, pero comprendió y asintió. Introdujo el pergamino en el fondo de una saca de cuero que llevaba sujeta con una fuerte correa a la espalda. A la carrera, unos sirvientes trajeron una silla de montar que tintineaba con cada movimiento.

El poni elegido para la tarea levantó la cabeza al oír el sonido, bufando de nuevo y moviendo las orejas. Sabía que el sonido de los cascabeles de la silla significaba que correría rápido y lejos. Kublai observó cómo el jinete hincaba los talones en su lomo y salía trotando por debajo del arco hacia la ciudad que despertaba. Se frotó el rígido cuello, sintiendo toda la tensión concentrada allí. Había cumplido con su parte.

Torogene estaba despierta y llorando cuando Sorhatani llegó a sus habitaciones. Al ver la expresión de su rostro, los guardias de la puerta la dejaron pasar sin preguntas.

—¿Te has enterado? —preguntó Torogene.

Sorhatani abrió los brazos y la esposa del khan se refugió en ellos. Era más alta que Sorhatani y sus brazos la rodearon por completo, de modo que ambas se fundieron en un estrecho abrazo.

—Estaba a punto de ir a los jardines —continuó Torogene, temblando de pena, a punto de derrumbarse—. Sus guardias están custodiando… custodiándole, esperando por mí.

—Tengo que hablar contigo antes —dijo Sorhatani.

Torogene negó con la cabeza.

—Después. No puedo dejarle solo ahí fuera.

Sorhatani sopesó sus posibilidades de detener a Torogene y renunció a intentarlo.

—Déjame que te acompañe —dijo.

Las dos mujeres avanzaron deprisa por los corredores que llevaban a los jardines abiertos, con los guardias y los sirvientes de Torogene siguiéndolas de cerca. Mientras caminaban, Sorhatani oyó los sollozos ahogados de Torogene y el sonido derrumbó su propia barrera de control. Ella también había perdido a un esposo y la herida seguía fresca, abierta de nuevo por las noticias del fallecimiento del khan. Tuvo la desagradable sensación de que los acontecimientos se le escapaban de las manos. ¿Cuánto tiempo pasaría antes de que Chagatai supiera que su hermano había caído por fin? ¿Cuánto tiempo antes de que llegara a Karakorum a luchar por el khanato? Si se movía con rapidez, podía presentarse allí con un ejército antes de que Guyuk pudiera regresar a casa.

Sorhatani perdió la cuenta de las esquinas y vueltas del palacio que habían recorrido hasta que Torogene y ella sintieron la brisa en sus rostros y los jardines aparecieron ante ellas a través de un claustro. Las antorchas de los guardias seguían iluminando el lugar, aunque había llegado el alba. Torogene dio un grito y echó a correr. Sorhatani la siguió, consciente de que no podía interrumpirla.

Cuando estaban llegando al banco de piedra, Sorhatani frenó en seco, dejando que Torogene recorriera sola los últimos pasos hasta su marido. Los guardias rodeaban el cadáver con muda furia, incapaces de localizar a un enemigo, pero consumidos por el fracaso de su misión.

El que hubiera encontrado a Ogedai le había dado la vuelta y estaba boca arriba, mirando al cielo. Le habían cerrado los ojos y yacía en la perfecta inmovilidad de la muerte, con la carne tan blanca como si no tuviera ni una gota de sangre. Sorhatani se limpió unas lágrimas de los ojos cuando Torogene se arrodilló junto a su marido y le acarició el pelo con la mano. No habló ni lloró, sino que se acuclilló junto a él y se quedó mirándole. La brisa los atravesó a todos y los jardines susurraron. En algún punto próximo, un pájaro cantó, pero Torogene no alzó la vista ni se movió.

Yao Shu llegó en silencio, todavía con el camisón y la cara casi tan pálida como su amo. Pareció envejecer y encogerse al ver la figura yacente del khan. No dijo nada. El silencio era demasiado hondo. Apesadumbrado, se unió a las demás sombras veladoras del jardín. El sol fue ascendiendo despacio y más de un hombre le miró casi con odio, como si la luz y la vida no fueran bienvenidas en aquel lugar.

Cuando la luz matutina tiñó la ciudad de un color dorado sangriento, Sorhatani dio un paso adelante y tomó a Torogene con gentileza del brazo.

—Vámonos ya —murmuró—. Deja que se lo lleven para amortajarlo.

Torogene negó con la cabeza y Sorhatani se inclinó aún más y le susurró al oído:

—Deja tu dolor a un lado por hoy. Debes pensar en tu hijo, Guyuk. ¿Me oyes, Torogene? Debes ser fuerte. Derrama tus lágrimas por Ogedai otro día si quieres que tu hijo sobreviva.

Torogene parpadeó despacio y empezó a sacudir la cabeza, una vez, dos veces, mientras la escuchaba. Las lágrimas brotaron de sus párpados cerrados y se agachó y besó a Ogedai en los labios. Todavía con la mano de Sorhatani en su brazo, se estremeció ante la terrible frialdad del cuerpo de su esposo. Nunca volvería a sentir su calor, sus brazos en torno a ella. Alargó una mano para tomar las suyas, acariciando con los dedos los callos recién formados. Ya nunca se le curarían. Después se puso en pie.

—Ven conmigo —dijo Sorhatani con voz suave, como si hablara con un animal asustado—. Te prepararé un té y algo de comer. Debes conservar las fuerzas, Torogene.

Torogene asintió y Sorhatani la llevó a sus propias habitaciones a través del claustro. Se volvió casi a cada paso hasta que el jardín ocultó la imagen de Ogedai. Las criadas se adelantaron para tener el té listo cuando llegaran.

Las dos mujeres entraron en las habitaciones de Sorhatani. Sorhatani vio que los guardias tomaban posiciones junto a su puerta y se dio cuenta de que ellos también estaban desorientados. La muerte del khan había quebrado el orden establecido y parecían casi perdidos.

—Tengo órdenes para vosotros —dijo en un impulso. Los hombres se enderezaron—. Enviad a un corredor a ver a vuestro comandante, Alkhun. Decidle que venga a estas habitaciones de inmediato.

—Como desees, señora —contestó el guardia, inclinando la cabeza. Se puso en marcha y Sorhatani les dijo a los criados que se fueran. El recipiente del té ya estaba empezando a humear y necesitaba quedarse a solas con la esposa de Ogedai.

Cuando cerró las puertas, vio que Torogene estaba sentada mirando al vacío, aturdida por el dolor. Se puso a trajinar de aquí para allá, haciendo ruido a propósito con los cuencos. El té no estaba del todo caliente, pero tendría que valer así. Se odiaba a sí misma por inmiscuirse en un dolor privado, pero no podía evitarlo. Su mente echaba chispas desde el momento en que se despertó y encontró a Kublai de pie junto a su cama. Parte de ella había adivinado lo sucedido antes de que hablara.

—¿Torogene? He enviado a un corredor a avisar a Guyuk. ¿Me estás escuchando? Siento muchísimo lo que ha pasado. Ogedai… —Se interrumpió porque su propia pena amenazaba con superarla. Ella también había querido al khan, pero obligó a la tristeza a retirarse una vez más, metiéndola en una parte cerrada de su mente para poder continuar—. Era un buen hombre, Torogene. Mi hijo Kublai le ha enviado una carta a Guyuk, con los jinetes de las postas. Dice que tardará meses en llegar hasta él. No creo que Guyuk vuelva tan deprisa.

Torogene alzó la vista de repente, con una mirada terrible.

—¿Por qué no iba a volver a casa, conmigo? —dijo, con voz ronca.

—Porque para entonces sabrá que su tío Chagatai podría estar en la ciudad con sus tumanes, Torogene. Chagatai conocerá la noticia antes que él y está mucho más cerca que los ejércitos de Tsubodai. Para cuando Guyuk regrese, Chagatai podría ser el khan. No, ahora escúchame. En ese momento, no daría una moneda de cobre por la vida de tu hijo. Esa es la situación, Torogene. Deja a un lado tu pena y escucha mi consejo.

El sonido de unas botas en el suelo de piedra del exterior hizo que ambas levantaran la vista. El minghaan jefe de los guardias del khan entró en la habitación vestido con la armadura completa. Hizo una breve reverencia ante las dos mujeres sin poder ocultar la irritación por haber sido convocado de esa forma. Sorhatani le miró con frialdad. Puede que Alkhun todavía no se hubiera dado cuenta de cómo había cambiado el equilibrio de poder en el palacio desde el amanecer, pero ella sí.

—No deseo entrometerme en vuestro dolor —dijo Alkhun—. Ambas comprenderéis que mi lugar está en el tumán de la guardia, para mantener el orden. Quién sabe cómo reaccionará la ciudad cuando la noticia se difunda. Podría haber desórdenes. Si me excusáis…

—¡Cállate! —exclamó Sorhatani. Alkhun frunció el ceño, atónito, pero Sorhatani no le dio tiempo para pensar y darse cuenta de su error—. ¿Te contentarías con llamar a la puerta antes de entrar a ver al khan? Entonces, ¿por qué nos concedes a nosotras un honor menor? ¿Cómo te atreves a interrumpir?

—He sido… llamado —balbuceó Alkhun, ruborizándose. Hacía muchos años que nadie le alzaba la voz con ira. La pura sorpresa le hacía vacilar.

Sorhatani habló despacio, con absoluta confianza.

—Yo poseo el título de las tierras ancestrales, minghaan. Solo hay una persona en la nación que tenga más estatus que yo y está sentada a mi lado. —Sorhatani vio que Torogene la miraba perpleja, pero prosiguió—: Hasta que Guyuk llegue a Karakorum, su madre es la regente. Si eso no es evidente para todos y cada uno de los hombres, yo lo decreto desde este mismo momento.

—Yo… —empezó a decir Alkhun y luego se quedó callado mientras lo consideraba. Sorhatani estaba dispuesta a esperar y sirvió más té, esperando que ninguno de ellos notara que le temblaban tanto las manos que los cuencos habían entrechocado—. Tienes razón, por supuesto —dijo Alkhun, casi aliviado—. Lamento haberte molestado. Mi señora. —Volvió a inclinarse ante Torogene, una reverencia mucho más profunda esta vez.

—Pediré tu cabeza si vuelves a disgustarme, Alkhun —continuó Sorhatani—. Por ahora, asegúrate de mantener la seguridad en la ciudad como has dicho. Te informaré de los detalles del funeral a medida que los vaya teniendo.

—Sí, señora —contestó Alkhun. El mundo había dejado de girar sin control, al menos en aquellas estancias. No sabía si la sensación de caos retornaría cuando las abandonará.

—Trae a tus nueve oficiales minghaan a la cámara principal de audiencias al atardecer. Tendré más órdenes para vosotros entonces. No tengo ninguna duda de que Chagatai Khan estará considerando asaltar Karakorum, Alkhun. No debe poner el pie en esta ciudad, ¿lo entiendes?

—Lo entiendo —respondió Alkhun.

—Entonces, vete —ordenó Sorhatani agitando la mano para indicarle que se marchara.

El oficial cerró la puerta con cuidado y Sorhatani dejó escapar un enorme suspiro. Torogene la miraba con los ojos desorbitados.

—Ojalá todas nuestras batallas vayan tan bien —dijo Sorhatani con tono sombrío.

Baidar se dirigió al norte con el corazón henchido de orgullo, dejando a Tsubodai y Batu atrás. Sospechaba que Ilugei daría noticia de todas y cada una de sus acciones, pero la idea de ser sometido a un atento escrutinio no le acobardaba. Chagatai, su padre, le había entrenado en todas las disciplinas y todas las tácticas… y su padre era uno de los hijos de Gengis Khan. Baidar no salía hacia esas tierras inexploradas sin preparación. Solo esperaba tener la oportunidad de utilizar algunas de las cosas que había empaquetado en los caballos de refresco. Tsubodai le había dado su aprobación a la idea de partir sin los carros. El vasto rebaño de ponis que viajaba con un tumán podía transportar casi todo excepto los maderos para las pesadas catapultas.

Era difícil contener su evidente alegría mientras cabalgaba con dos tumanes a través de tierras que jamás había imaginado conocer. Según sus cálculos, cubrían unos cien kilómetros diarios. La velocidad era importante, Tsubodai lo había dejado muy claro, pero Baidar no podía dejar ejércitos tras él. Por ese motivo había elegido una ruta que se dirigía prácticamente al auténtico norte de la cordillera de los Cárpatos. Una vez estuviera en posición, cabalgaría hacia el oeste conjuntamente con Tsubodai, aplastando todo lo que se interpusiera en su camino. Sus hombres habían empezado a arrasar y despejar el terreno cuando alcanzaron una posición con Cracovia al oeste y la ciudad de Lublin frente a ellos.

Baidar frenó y observó las murallas de Lublin con expresión hosca. A su alrededor se extendían tierras peladas, campos que el invierno mantenía negros y desnudos. Desmontó para comprobar cómo era el suelo, desmenuzando el lodo negro entre los dedos antes de continuar. Era buena tierra. Solo una tierra rica y buenos caballos podían provocar verdadera codicia en él. El oro y los palacios le eran indiferentes; eso lo había aprendido de su padre. Baidar nunca había oído hablar de Cracovia hasta que Tsubodai le había dado ese nombre, pero ansiaba conquistar los principados polacos para el khan. Era posible incluso que Ogedai recompensara a un general triunfante con un khanato propio. Cosas más raras habían sucedido.

Tsubodai le había entregado varios pergaminos que contenían todo cuanto sabía sobre las tierras que se abrían frente a ellos, pero todavía no había tenido oportunidad de leerlos. No importaba. Fueran quienes fueran a quienes se enfrentara, serían como trigo bajo la hoz.

Volvió a montar y se acercó más a la ciudad. No faltaba mucho para que se pusiera el sol y las puertas estaban cerradas frente a él. Mientras se aproximaba, observó que los muros estaban apuntalados, mostrando los parches y marcas de varias generaciones de reparaciones ineficientes. En algunos puntos, la muralla era poco más que una barrera de madera y piedras apiladas. Sonrió. Tsubodai esperaba velocidad y destrucción.

Se giró hacia Ilugei, que observaba desde su montura con expresión impasible.

—Esperaremos a que caiga la noche. Un jagun de cien hombres escalará las murallas por el otro lado, atrayendo hacia ellos a los guardias. Otros cien entrarán y abrirán las puertas desde dentro. Quiero que cuando salga el sol este lugar esté en llamas.

—Así se hará —contestó Ilugei, alejándose para pasar las órdenes de su joven superior.