Las bailarinas se detuvieron: el sudor resplandecía en sus cuerpos y los cascabeles de sus muñecas y tobillos se quedaron en silencio. Flotaba en el aire un pesado olor a incienso que salía en espirales de humo blanco de los incensarios que oscilaban a los pies de la escalera de mármol. La influencia de Grecia era omnipresente en el palacio, desde las columnas estriadas de mármol y los bustos del rey Bela y sus antepasados, hasta las breves ropas de las bailarinas, que aguardaban con la cabeza gacha. Los propios muros estaban decorados con pan de oro de Egipto y lapislázuli de las colinas afganas. El techo se extendía sobre ellos formando una grandiosa cúpula que dominaba la ciudad fluvial de Esztergom. En las imágenes incrustadas, se proclamaba la gloria de Jesucristo resucitado y, por supuesto, la gloria del rey húngaro.
Los cortesanos se postraron, tan apretados unos contra otros como abejas en un panal, cubriendo con sus cuerpos todo el suelo de baldosas. Solo los señores feudales seguían de pie, alineados alrededor de las paredes, mirándose entre sí con irritación mal disimulada. Entre ellos se hallaba Josef Landau, maestre de los Hermanos Livonios. Echó una mirada a su compañero de armas, un hombre que recientemente había sido nombrado su oficial superior. Conrad Von Thuringen era una figura poderosa en todos los sentidos, con una constitución que le permitía manejar la enorme espada que llevaba y una barba negra entreverada de gris que no reducía en nada la amenaza física que transmitía. Von Thuringen era el gran maestre de los Caballeros Teutones, una orden que se había formado en la ciudad de Acre, cerca de Galilea. Solo inclinaba la cabeza ante los sacerdotes.
La pompa y el oropel de la corte del rey Bela impresionaban poco a un hombre que había cenado con el emperador del Sacro Imperio Romano Germánico e incluso con el propio papa Gregorio IX.
El canoso comandante inspiraba a Josef un respeto algo temeroso. Si los Caballeros Teutones no hubieran aceptado que se integraran en su orden, sus Hermanos Livonios habrían sido disueltos después de sus pérdidas en la guerra. El águila negra de doble cabeza que llevaba ahora en su ropa tenía su gemela en el pecho de Conrad.
Juntas, sus propiedades igualaban casi a las del rey que les hacía esperar como si fueran criados. Sin embargo, ellos servían a un poder superior y el retraso no hacía sino reforzar los nervios y el temperamento de Josef.
El senescal del rey Bela comenzó a recitar los títulos de su amo y Josef vio que Thuringen, frustrado, elevaba los ojos al techo. El emperador gobernaba cien territorios, tan distantes entre sí como Italia y Jerusalén. El rey Bela de Hungría no podía igualar esas posesiones. A Josef le complació que su comandante mostrara impaciencia ante tales vanidades. Ese tipo de cosas pertenecían al mundo y la Orden Teutónica obligaba a mirar hacia el cielo, de modo que los pecados veniales de los hombres estaban muy por debajo de ellos. Josef tocó la cruz de negro y oro que llevaba en el pecho, orgulloso de que sus Hermanos Livonios hubieran sido absorbidos por una noble orden. Si eso no hubiera sucedido, se dijo que tal vez habría dejado a un lado la armadura y la espada y se habría convertido en un monje vagabundo, con un cuenco para mendigar y unos andrajos para servir a Cristo. En ocasiones, cuando la política era tan densa como el aire cargado de incienso, ese tipo de vida todavía le atraía.
El senescal concluyó su letanía de títulos y la multitud que abarrotaba el palacio se puso tensa anticipando la llegada de su amo. Josef sonrió al ver que Conrad, aburrido, se rascaba una costra que se le había formado sobre una llaga en la comisura de los labios. Los cuernos emitieron una nota grave que cruzó toda la ciudad anunciando la llegada del rey. Josef se preguntó si se suponía que los campesinos de los mercados se postrarían también. Al pensarlo, le tembló la boca en un amago de risa, pero se controló mientras el rey Bela entraba por fin y, subiendo con amplias zancadas los escalones de mármol, quedaba situado casi a la altura de un hombre por encima de todos ellos.
El rey llevaba una barba rubia y una melena hasta los hombros. Una corona de oro descansaba firmemente sobre su cabeza y sus pálidos ojos azules miraban desde debajo de ella. Mientras su mirada recorría a todos los presentes, tanto Josef Landau como Conrad Von Thuringen inclinaron la cabeza con un ángulo cuidadosamente elegido. El rey Bela no acusó haber notado su presencia más allá de un breve saludo y luego ocupó su lugar en el trono decorado con el mismo oro y azul de las paredes que centelleó a sus espaldas mientras le entregaban las regalías ceremoniales de su monarquía, incluyendo un gran báculo de oro. Mientras Josef observaba, el rey lo levantó y lo dejó caer tres veces, golpeando el suelo. El senescal se retiró unos pasos y otro criado vestido de forma similarmente suntuosa se adelantó para dirigirse a la muchedumbre.
—Hoy no habrá juicios, el tribunal no dará audiencia. El rey ha hablado. Que aquellos que estén aquí para ese tipo de asuntos se marchen. Las peticiones podrán ser presentadas ante el juez del tribunal a mediodía.
Josef podía ver la ira y la frustración en los rostros de los hombres y mujeres que se alzaron del suelo y se marcharon. Sabían que no les convenía dejar que el rey notara su reacción ante el edicto. Josef se imaginó los sobornos que habían pagado y cuánto habrían esperado para entrar en esa sala solo para que les dijeran que debían irse antes de que sus casos se mencionaran siquiera. Vio a una joven llorando mientras se alejaba y frunció el ceño para sí. La sala se vació con rapidez hasta que solo quedaron aproximadamente una docena de hombres, todos señores de alto rango o caballeros.
—¡Se convoca al cumano Lord Köten! —gritó el senescal.
Algunos de los señores se miraron con recelo entre sí, pero Josef se dio cuenta de que Conrad parecía relajado. Cuando sus miradas se encontraron, su superior se encogió de hombros ligeramente, la única respuesta que podía dar con la mirada del rey sobre ellos.
Las puertas del fondo se abrieron y las atravesó un hombre menudo, en muchos aspectos el opuesto del rey que le miraba desde lo alto. A los ojos de Josef, la piel de Köten era casi tan oscura como la de los moros de Jerusalén. Tenía el tipo de rostro chupado y la constitución nervuda de un hombre que nunca había comido más de lo que necesitaba para mantenerse vivo, una rareza en esa corte. Sus ojos brillaban feroces y se inclinó solo una fracción más que Conrad y Josef antes que él.
El rey Bela se levantó de su trono y habló por primera vez aquella mañana.
—Mis señores, honrados caballeros, hombres libres. Los tártaros han atravesado las montañas.
Repitió la frase en ruso y en latín, demostrando su erudición.
Tanto Conrad como Josef se santiguaron al oír sus palabras y Conrad, además, besó un pesado anillo de oro que llevaba en la mano izquierda. Josef sabía que contenía una diminuta reliquia de la verdadera Cruz del Calvario. Deseó poseer un talismán como aquel para calmar sus propios nervios.
La reacción de Köten fue ladear la cabeza y escupir a sus pies en el suelo. El rey y sus cortesanos se quedaron helados al verle y las mejillas de Bela se tiñeron de rojo intenso. Antes de que pudiera reaccionar, quizá ordenándole que lamiera su propio escupitajo, Köten habló.
—No son tártaros, su majestad, son guerreros mongoles. Se mueven deprisa y aniquilan a cualquier ser vivo que encuentran en su camino. Si tienes amigos, mi rey, es el momento de llamarlos. Los necesitarás a todos.
La mirada que el rey posó en la sala era fría como el hielo.
—Le he dado refugio a tu pueblo aquí, Köten. A doscientos mil miembros de tu tribu, de tus familias. Has cruzado las montañas para huir de esos… guerreros mongoles, ¿no? Entonces no llevabas ropas tan espléndidas como ahora, Köten. Ibas vestido de andrajos y estabas próximo a la muerte. Sí, te dejé entrar. Con mis propias manos, te di tierras y alimentos.
—A cambio de tomar el cuerpo y la sangre, su majestad —respondió Köten—. Fui bautizado… en nuestra fe.
—Ese es el regalo del Espíritu, un favor concedido por Dios. El precio de este mundo todavía está por pagar, Köten.
Mientras esperaba, aquel hombre menudo apretó las manos que tenía agarradas a la espalda. Josef estaba fascinado. Había oído hablar del éxodo masivo de refugiados procedentes de Rusia, que habían abandonado a sus propios muertos en las montañas heladas para evitar que les dieran caza. Las historias que habían contado de esa «Horda de Oro» de mongoles habían realizado la función de un ejército por sí solas. La mitad de Hungría hablaba sobre la amenaza y la larga columna de humo negro que habían visto saliendo de las montañas. Josef se fijó en la blancura de los nudillos de Köten en contraste con su piel oscura mientras el rey Bela continuaba.
—Para considerarte mi amigo, necesitaré a todos y cada uno de los guerreros bajo tu mando. Les suministraré las armas que necesiten y les daré buena sopa para mantenerlos calientes, combustible para sus hogueras, pienso para sus caballos, sal para sus comidas. Has prestado juramento, Köten. Como tu señor feudal, mis órdenes son que resistas y te enfrentes al enemigo conmigo. No temas por tu pueblo. Esta es mi tierra. En ella los detendré.
Hizo una pausa y, por un momento, Köten dejó que el silencio se prolongara. Por fin, como si estuviera agotado, bajó los hombros.
—¿Enviarán ejércitos tus aliados? ¿El papa? ¿El emperador del Sacro Imperio Romano Germánico?
Ahora le tocaba al rey Bela ponerse rígido. El papa Gregorio IX y el emperador Federico II estaban atrapados en su propia contienda. Bela llevaba más de un año, desde que llegaron los refugiados de Rusia, rogándoles que le enviaran hombres y armas. El rey Federico había enviado a sus Caballeros Teutones: mil ciento noventa hombres elegidos en honor del año de fundación de su orden, un número que nunca se excedía. Eran soldados legendarios, pero contra una Horda de Oro de salvajes guerreros, Bela podía muy bien imaginarlos barridos como hojas en una tormenta. Aun así, en ningún momento mostraba desconfianza ante los hombres cuyo apoyo necesitaba.
—Me han prometido un ejército de parte del rey Boleslav de Cracovia, uno del duque Enrique de Silesia, otro del rey Wenceslao de Bohemia. Por supuesto que recibiremos refuerzos en la primavera. Entretanto, cuento con mis propios hombres húngaros, Lord Köten: sesenta mil soldados, todos ellos bien entrenados y deseosos de defender su patria. Y tenemos a los caballeros, Köten. Ellos resistirán sin amilanarse. Con tus jinetes, puedo llevar cien mil soldados al campo de batalla. —Sonrió al pensar en un número tan colosal—. Aguantaremos su temible ataque y luego contraatacaremos con el deshielo y acabaremos para siempre con esta amenaza a nuestra paz.
Köten suspiró visiblemente.
—Muy bien. Puedo incorporar mis cuarenta mil a la danza, mi rey. Resistiremos. —Se encogió de hombros—. De todos modos, durante el invierno no tenemos ningún lugar a donde escapar, ninguno donde no pudieran atraparnos.
Conrad Von Thuringen tosió en su mano protegida por un guante de hierro. El rey le miró a través de la sala y le indicó que le escuchaba con una gentil inclinación de cabeza. El mariscal de los caballeros de la Orden Teutónica se rascó la barba un momento, hurgando en la mata de pelo en busca de una pulga o un piojo.
—Su majestad, mi señor Köten. El emperador Federico no nos ha enviado ante vosotros. Su autoridad rige sobre la tierra, no sobre las almas de los hombres. Hemos venido para apoyar a los hermanos cristianos de Rusia, recientemente convertidos a la Verdadera Fe. Nos interpondremos entre esas familias y la tormenta. Ese es sencillamente nuestro deber.
Por toda la sala, otros nobles dieron un paso adelante para poner sus soldados y sus casas a disposición de la causa del rey. Josef aguardó hasta que hubieron terminado antes de ofrecer solemnemente sus ochocientos caballeros de Livonia para servirle. Vio que Köten no parecía demasiado impresionado y esbozó una pequeña sonrisa. Como uno de los «nuevos conversos» que Conrad había mencionado, Köten todavía no se hacía la más mínima idea de la fuerza de los hombres que luchaban por Cristo. El número de los caballeros no era elevado, pero cada uno de ellos era un maestro con las armas, tan fuerte en el campo de batalla como fuerte era su fe en Dios. Pese a su temible reputación, estaba seguro de que el ejército mongol se rompería contra los caballeros como una ola contra las rocas.
—Todo rey debería contar con hombres como vosotros —dijo Bela, visiblemente complacido por su abierto apoyo. Por una vez no tendría que romper pactos y persuadir o sobornar a sus señores para que se salvaran a sí mismos—. El enemigo ha reunido a sus huestes en las estribaciones de los Cárpatos. Están a menos de quinientos kilómetros, con los ríos Danubio y Sajó entre ellos y nosotros. Tenemos un mes, quizá dos a lo sumo, para prepararnos para su llegada. No vendrán antes de la primavera.
—Su majestad —intervino Köten en la pausa—. Los he visto avanzar. Es verdad que el campamento en su totalidad tardará eso en llegar hasta nosotros, pero los tumanes, sus ejércitos, podrían cruzar esa distancia en ocho días. Si no hubieran pasado los meses de verano descansando, majestad, podrían haber llegado aquí mucho antes. Entraron en Moscú a través del río helado. Corren como lobos en invierno, mientras los demás hombres duermen. Deberíamos estar preparados, al menos en la medida de lo posible.
El rey Bela frunció el ceño. Allí de pie por encima de todos ellos, retorció un recargado anillo de oro entre los dedos, un gesto de nerviosismo que ni a Köten ni a los señores presentes les pasó inadvertido. Hacía solo seis años que había ascendido al trono, al morir su padre. Nada de lo que había experimentado le había preparado para el tipo de guerra al que ahora se enfrentaba. Por fin, asintió.
—Muy bien. Mariscal Von Thuringen, marcharás hacia Buda y Pest para supervisar los preparativos. Estaremos listos para enfrentarnos a ellos cuando lleguen.
El rey extendió la mano y su senescal desenfundó una larga espada y se la dio. Delante de todos ellos, Bela elevó la hoja y se cortó en el antebrazo. Permaneció impasible mientras la sangre corría y embadurnó la hoja con ella utilizando la mano hasta que casi toda la plata estaba roja.
—Mis señores, estáis viendo la sangre real de Hungría. Haced lo mismo con otras doce espadas y llevadlas a las ciudades y pueblos. Sostenedlas en alto. El pueblo responderá a la llamada de sus nobles, a la llamada a las armas de su rey. Defenderemos el reino. Que este sea el signo de nuestra victoria.
Tsubodai, envuelto en pieles, alargó las manos hacia la crepitante hoguera. Siguió con la mirada el humo que ascendía en volutas hasta las antiguas vigas del granero. Hacía mucho tiempo que su dueño lo había abandonado y parte del tejado estaba hundido y roto. Olía a caballos y paja y estaba suficientemente seco para alojarlos, al menos por un lado. No era un lugar demasiado impresionante para comenzar la conquista de un país, pero no había nada más en los campos helados que se extendían hacia el horizonte. Miró hacia la puerta abierta y frunció el ceño al ver un carámbano goteando. Seguramente se debía a que el calor del fuego llegaba hasta allí… Pero aquella era una tierra nueva para él. No sabía nada de sus estaciones, de cuánto duraría el invierno.
Sus siete generales esperaban con paciencia a que hablara, masticando ruidosamente sus bolsillos de pan y carne y pasándose un hinchado odre de airag de unos a otros para mantenerse calientes.
El minghaan de más rango de Kachiun, Ilugei, estaba ahora al mando de su tumán. Con el tiempo, un nuevo general sería nombrado por orden del khan, pero en el campo de batalla, Tsubodai había ascendido a Ilugei. No era ninguna coincidencia que fuera un hombre canoso y nervudo, de casi cuarenta años, y que hubiera pertenecido a la guardia personal de Gengis. Tsubodai se había hartado de los jóvenes leones que Batu había reunido a su alrededor. Habría preferido a Khasar, si no hubiera estado a ocho mil kilómetros de distancia, en Karakorum. Necesitaba hombres en quien pudiera confiar si pretendía llevar a su ejército hasta el mar.
—Atendedme —dijo Tsubodai sin ningún preámbulo. Se detuvo solo un instante mientras los generales dejaban de comer y se acercaban para oír—. Cuanto más al oeste lleguemos, mayor será el peligro en los flancos. Si continuamos avanzando, será como introducir una punta de lanza en el centro de un ejército: cada paso implicará más riesgo.
No miró a Batu mientras hablaba, aunque el príncipe sonrió. Tsubodai hizo una pausa para tomar un trago de airag, notando cómo su calidez se extendía por su estómago.
—Voy a dividir el ejército en tres. Ilugei y Baidar atacarán por el norte. Mis exploradores me han informado de que hay un ejército cerca de una ciudad llamada Cracovia. Vuestras órdenes son eliminarlo del campo de batalla y quemar la ciudad. No podemos permitir que los reyezuelos de la zona formen y amenacen nuestro flanco.
Miró a Ilugei a los ojos.
—Tienes más años de experiencia que Baidar, para quien todo esto es nuevo. —Tsubodai notó cómo Baidar se ponía rígido al ver que su autoridad se veía amenazada. Continuó—: ¿Puedes aceptar que mande por encima de ti, Ilugei?
—Sí, orlok —contestó Ilugei con una inclinación de cabeza.
Baidar respiró. Era un detalle pequeño, pero Tsubodai se había llevado a uno de los seguidores de Batu y, deliberadamente, le había favorecido.
—Guyuk y Mongke, las tierras del sur deben quedar arrasadas. Llevaréis a vuestros tumanes al sur. Acabad con cualquiera de esas tierras que pudiera reunir una fuerza de hombres o caballos. Cuando hayáis destruido esas tierras, volved y apoyadme.
—¿Y yo qué, orlok? —dijo Batu con suavidad. Tenía el ceño fruncido tras saber que Guyuk sería enviado al sur, muy lejos de él—. ¿Dónde me vas a situar a mí?
—A mi lado, por supuesto —respondió Tsubodai con una sonrisa—. Tú y yo atacaremos el oeste con Jebe, Chulgetei y la infantería de reclutas forzosos que llevamos con nosotros. Con tres tumanes, aplastaremos a toda Hungría mientras nuestros hermanos despejan los flancos.
Cuando se alejaron del granero, lo hicieron sin ninguna ceremonia. Tsubodai notó que Batu se preocupaba de acercarse a Guyuk y darle una palmada en la espalda, pero había tensión en los rostros de ambos. Habían luchado y cabalgado bajo los ojos de Tsubodai y con otros tumanes listos para ir en su ayuda. No tenían miedo de la responsabilidad. Todos los hombres del grupo daban la bienvenida a la oportunidad de actuar por sí mismos. Ese era el motivo por el que habían buscado el poder y lo habían obtenido en las estribaciones de los Cárpatos, de mano de Tsubodai. Solo Batu, Jebe y Chulgetei se quedarían. Algo parecido a la nostalgia invadió a los tres mientras observaban cómo los otros aceleraban el paso hasta el trote para llegar enseguida junto a sus guerreros.
—Parece una carrera, ¿verdad? —dijo Jebe.
Batu posó una mirada fría sobre él.
—Para mí no. Parece que me tengo que quedar con mi nodriza y contigo.
Jebe se rio y estiró la espalda para desentumecerla.
—Piensas demasiado, Batu, ¿lo sabías? —contestó y se alejó sin dejar de sonreír.
Ogedai estaba en los jardines de Karakorum observando la puesta de sol desde un banco de piedra. Se sentía en paz allí de una forma que nunca podría haberle explicado a su padre. Soltó una risita suave, para sí. El mero pensamiento de Gengis pareció oscurecer las sombras del bosquecillo. Ogedai amaba los jardines en verano, pero en invierno poseían una belleza diferente. Los árboles estaban desnudos, con las ramas extendidas, aguardando en silencio la vida del verdor. Era una época de oscuridad y anhelo, de acogedoras gers y airag caliente, de envolverse bien en ropa de abrigo para protegerse del viento. La vida en las tiendas era algo que echaba de menos en el palacio de Karakorum. Incluso había considerado hacer que levantaran una en un patio, pero luego había rechazado la idea dándose cuenta de que era una estupidez. No podía regresar a una vida más sencilla, no ahora que la había dejado atrás. Era la nostalgia de un niño, de los días en los que su madre y su padre aún vivían. Su abuela Hoelun había vivido suficiente tiempo para perder la cabeza y los recuerdos… Se estremeció al pensar en ellas en sus últimos días. La primera madre de la nación se había convertido en una niña balbuciente, incapaz incluso de asearse por sí sola. No era un destino que se le desearía a un enemigo, y mucho menos a alguien querido.
Estiró la espalda, soltando los músculos entumecidos tras todo un día de estar sentado y hablando. Había tanto de lo que hablar en una ciudad. Era casi como si las calles estuvieran construidas de palabras. Sonrió al pensar en la reacción que habría tenido su padre ante el elevado número de reuniones a las que asistía a diario. A Gengis los problemas del agua limpia y los conductos de aguas residuales le habrían provocado una apoplejía.
La luz del sol atravesaba Karakorum y Ogedai se protegió los ojos con la mano. La ciudad estaba bañada en un color oro cobrizo y cada línea destacaba con extraordinaria claridad. Su vista no era tan aguda como antaño y disfrutaba de la luz y de sus revelaciones. Él había construido Karakorum, él y ningún otro, su padre menos que nadie. La torre del palacio arrojaba una larga sombra que salía de la ciudad y se internaba en la zona deshabitada. Todavía era una ciudad joven, pero con el tiempo sería el auténtico corazón de la nación, la sede de los khanes. Se preguntó cómo le recordarían en los siglos venideros.
La brisa nocturna aumentó y se estremeció ligeramente. Con un rápido gesto, se ciñó la túnica sobre el pecho, pero luego dejó que se abriera otra vez. ¿Cuál habría sido su vida sin esa debilidad de la carne? Suspiró lentamente, sintiendo el errático latir de su corazón en el pecho. Se había cansado de esperar. Se había lanzado a la batalla para conquistar el terror, luchando contra el ejército enemigo como si el miedo fuera una serpiente que debiera aplastar con su sandalia. Como respuesta, le había hundido los colmillos en el tobillo y le había sumergido en la oscuridad. Había momentos en los que pensaba que todavía no había salido de ese pozo.
Meneó la cabeza al recordar, intentando no pensar en Tolui y lo que había hecho por él. Un hombre valiente podía vencer al miedo, había aprendido eso, pero quizá solo en una ocasión. Era algo que los jóvenes no comprendían, la forma en que podía ir royendo a un hombre, la forma en la que regresaba con más fuerza cada vez, hasta que uno se encontraba solo y luchando por respirar.
Se había dejado aplastar por su propia desesperación, renunciando a la lucha; rindiéndose. Sorhatani había tirado de él para reincorporarlo al mundo de los vivos y le había dado nuevas esperanzas, aunque ella nunca sabría que la esperanza era en sí una agonía. ¿Cómo podía vivir con la muerte agazapada sobre sus hombros, agarrándole desde atrás, hundiéndole bajo su peso? Se había enfrentado a ella. Había reunido todo su valor y había levantado la cabeza, pero la muerte no había retirado la vista. Ningún hombre puede ser fuerte todo el día, toda la noche. Le había gastado hasta dejarle reducido a nada.
Ogedai apoyó las manos en las rodillas, dándoles la vuelta para mirarse las palmas. Los callos habían vuelto a empezar a formarse, aunque por primera vez en años había conocido las ampollas. Una o dos seguían supurando después del ejercicio con espada y arco de aquella tarde, hacía apenas una hora. Sentía que estaba recobrando las fuerzas, pero demasiado despacio. En su juventud, podía exigir a su cuerpo que respondiera sin pensarlo, pero su corazón había sido débil incluso entonces. Se llevó una mano al cuello y metió los dedos por debajo de la túnica hasta su pecho, percibiendo a duras penas el latido. Parecía algo frágil, como un pájaro.
Un dolor repentino le hizo dar un respingo. Era como si le hubieran golpeado y, mientras todo se volvía borroso, se volvió para ver qué había sido. Se tocó la cabeza buscando sangre y luego puso las manos frente a sus ojos. Estaban limpias. Otro espasmo le dobló en dos, haciendo que se apoyara en las rodillas como si la presión pudiera hacerlo desaparecer. Lanzó un grito ahogado, jadeando. El pulso de su corazón retumbó en sus orejas, un martillo que atravesaba todo su cuerpo.
—¡Para! —exclamó, furioso. Su cuerpo era el enemigo, su corazón el traidor. Lo dominaría. Apretó el puño y presionó su pecho con él, todavía encorvado sobre sus rodillas. Entonces notó otra punzada de dolor, peor que la anterior. Gruñó y echó la cabeza hacia atrás, mirando fijamente al cielo oscurecido. Había sobrevivido antes. Esperaría a que se le pasara.
No se dio cuenta de que se caía, resbalando de lado fuera del banco. Su mejilla quedó pegada a las piedras del sendero. Podía oír su corazón batir en grandes y lentos latidos y luego nada, solo un terrible silencio que continuaba y continuaba. Le pareció oír la voz de su padre y deseó llorar, pero no le quedaba ninguna lágrima, solo oscuridad y frío.