Kachiun murió en las montañas, entre las nieves perpetuas, donde no había ni tiempo ni fuerzas para ocuparse debidamente de su cadáver. La carne del general estaba hinchada por el veneno de la pierna infectada y había pasado sus últimos días en una agonía delirante, con las manos y el rostro moteados por la enfermedad. Su muerte había sido dura.
El invierno había comenzado solo unos días después, y las ventiscas cruzaban aullando las montañas. Pesadas capas de nieve bloqueaban los estrechos pasos que Guyuk había recorrido hasta llegar a las llanuras que se extendían debajo. Lo único positivo de la caída en picado de las temperaturas era que evitaba que los muertos se pudrieran. Tsubodai había ordenado que el cadáver de Kachiun fuera envuelto en tela y sujeto con cuerdas a un carro. El hermano de Gengis había expresado el deseo de ser incinerado en vez de recibir el entierro en el cielo y quedar a merced de las aves y animales que vivían en las altas cumbres. El ritual Chin de cremación se estaba haciendo cada vez más popular. Aquellos miembros de la nación que se habían convertido al cristianismo eran incluso enterrados, aunque preferían que los metieran bajo tierra con el corazón de sus enemigos en las manos, como siervos para la siguiente vida. Ni Tsubodai ni Ogedai imponían la ley en ninguna de estas prácticas. Los miembros de la nación tomaban su propia decisión en un momento en que no podía hacer daño a nadie.
Los Cárpatos no estaban formados por una sola cumbre, sino por docenas de valles y riscos. Al principio, ellos eran el único rastro de vida aparte de las distantes aves, pero luego se encontraron con el primer cadáver congelado, muy arriba, donde el aire hacía daño en los pulmones. Estaba tendido solo, con las manos y la cara ennegrecidas por el viento, casi como si estuvieran calcinados por el fuego. La nieve cubría parte del cuerpo y uno de los oficiales minghaan puso a sus guerreros a cavar en montones similares de nieve. Había más cadáveres, con los rostros oscuros o pálidos, turcos o rusos, a menudo con barba. Los hombres yacían junto a las mujeres, con sus hijos congelados entre ellos. Habían sido preservados en las alturas, sus cuerpos adelgazados, su carne convertida en piedra para siempre.
En total, había cientos de muertos y los generales no podían evitar preguntarse quiénes serían, o por qué habían elegido arriesgarse a morir en las montañas. Los cadáveres no parecían demasiado antiguos, pero no había manera de comprobarlo. Podrían haber yacido allí durante siglos o podrían haber muerto de hambre sólo unos meses antes de que los mongoles llegaran trotando por la misma senda que recorrieron ellos.
El viento y la nieve del invierno se presentaron dando comienzo a un nuevo mundo. Desde los primeros copos, los senderos de animales se desvanecieron y los ventisqueros iban aumentando y aumentando, obligándoles a retirarlos a cada paso. Solo los vínculos entre los exploradores en todos los puertos y las cifras y la disciplina de los tumanes los salvaron. Tsubodai podía permitirse relevar a los hombres del frente, que tenían que abrirse paso con manos y palas. Los de la retaguardia caminaban por un amplio sendero de nieve fangosa y marronácea, removida por decenas de miles de pesados pies y cascos. Las nieves no podían detenerlos. Ya habían llegado demasiado lejos.
A medida que el frío se recrudecía, los más débiles y los heridos tuvieron que esforzarse para mantener el paso. Los tumanes pasaron junto a más y más figuras sentadas, con las cabezas agachadas ante la muerte. Había niños nacidos en los años pasados lejos de Karakorum. Sus pequeños cuerpos se congelaban enseguida y eran abandonados en la nieve, con el pelo despeinado por el viento. Solo los caballos caídos eran despedazados para que su carne sirviera de sustento de los vivos. Los tumanes siguieron avanzando, sin parar jamás, hasta que vieron las llanuras frente a ellos y hubieron dejado las montañas y la eternidad a sus espaldas. Les llevó dos meses más de lo que Tsubodai había esperado.
Al otro lado de los Cárpatos, los tumanes se reunieron para llorar la muerte de un general y fundador de la nación. El ejército de reclutas miraba con aire hosco y perplejo cómo los chamanes mongoles cantaban y relataban la historia de su vida. Para un hombre de la historia de Kachiun, los relatos y las canciones duraron dos días enteros. Los que lo presenciaron comieron donde se encontraban y calentaron airag helado, fundiendo el gélido fango en que se había convertido hasta poder beber en honor del hermano de Gengis Khan. Cuando se puso el sol del segundo día, el propio Tsubodai encendió la pira funeraria que habían empapado en aceite, retirándose cuando el humo negro empezó a salir.
Tsubodai observó cómo se elevaba la oscura columna y no pudo evitar pensar en la señal que enviaría a sus enemigos. Para cualquiera con ojos en la cara, el humo significaba que los mongoles habían cruzado las montañas y estaban en las planicies. El orlok meneó la cabeza, recordando las tiendas blancas, rojas y negras que Gengis había levantado delante de las ciudades. La primera era un simple aviso de que debían rendirse enseguida. La tela roja aparecía si se negaban a darles paso y era una promesa de matar a todos los hombres en edad de luchar. La tienda negra significaba que nada sobreviviría una vez la ciudad hubiera caído. Prometía solo destrucción y tierras arrasadas. Quizá el hilo de chispas y humo aceitoso fuera un presagio para aquellos que lo vieran. Quizá lo vieran y supieran que Tsubodai había llegado. Sonrió ante su propia vanidad, al mando de hombres que seguían estando flacos y debilitados por el tremendo esfuerzo que habían soportado. No obstante, sus exploradores ya habían salido disparados. Encontrarían un lugar donde descansar y recuperar las fuerzas, un lugar donde aquellos que habían perdido el uso de los dedos observarían impotentes cómo se los cortaban.
El viento sopló a través de la pira y las llamas se agitaron y chisporrotearon, empujando el humo hacia los rostros de los hombres que lo rodeaban. Habían empleado parte de la madera seca que Tsubodai había traído a través de las montañas para formar sobre el cadáver de Kachiun un montón que doblaba en altura a un hombre. En el humo flotaba el olor dulzón de la carne friéndose y a algunos jóvenes les dieron arcadas al respirarlo. Tsubodai oyó los chasquidos y crujidos de la armadura del general al dilatarse en el calor y le pareció que a veces sonaban como una voz que salía del fuego. Meneó la cabeza para expulsar de su mente esa necedad y entonces notó que Batu le estaba observando.
El príncipe de la nación estaba junto a Guyuk, Baidar y Mongke, los cuatro hombres bajo su mando, como todos los demás, pero separados de algún modo del resto. Tsubodai le devolvió la mirada hasta que Batu la retiró, con su sempiterna media sonrisa en la cara.
Con un estremecimiento, Tsubodai se dio cuenta de que la muerte de Kachiun era una pérdida personal para él. El viejo general le había apoyado en el consejo y en el campo de batalla, confiando en que Tsubodai encontraría la manera de vencer, independientemente de lo difícil de la situación. Esa fe ciega había muerto con él y Tsubodai sabía que su flanco quedaba expuesto. Se preguntó si debería ascender a Mongke a algún puesto de mayor responsabilidad. De todos los príncipes, parecía ser el que menos hechizado estaba por Batu, pero si Tsubodai se había equivocado en su juicio, podría hacer que el poder de Batu creciera todavía más. Cuando el viento sopló con más fuerza, Tsubodai maldijo entre dientes. Odiaba el laberinto político que había surgido a la muerte de Gengis. Estaba habituado a las tácticas, a las artimañas y estratagemas de la batalla. La ciudad de Karakorum había multiplicado las capas de ese laberinto y ya no podía predecir de dónde provendría el cuchillo, la traición. Ya no podía conocer el simple corazón de los hombres que le rodeaban y confiarles su vida.
Se frotó los ojos con brusquedad y descubrió en sus guantes un rastro de humedad que le hizo suspirar. Kachiun había sido su amigo. Su muerte le hacía ser consciente de que él también se estaba haciendo viejo.
—Esta es mi última campaña —murmuró a la figura de la pira. Podía ver a Kachiun en su armadura ennegrecida, solo en un horno de amarillo dorado—. Cuando acabe, llevaré tus cenizas a casa, viejo amigo.
—Era un gran hombre —dijo Batu.
Tsubodai dio un respingo. Con el crepitar del fuego, no le había oído aproximarse. La furia le invadió al ver que Batu pretendía llevar su mezquino rencor incluso al funeral de Kachiun. Empezó a responder, pero Batu alzó la palma abierta ante él.
—No me estoy burlando, orlok. No conocía la mitad de la historia hasta que la he oído de labios del chamán.
Tsubodai contuvo su respuesta y sostuvo la mirada tranquila de Batu durante unos momentos antes de girarse de nuevo hacia la pira. Batu volvió a hablar y en su voz resonaba la admiración.
—Se escondió con Gengis y los otros niños de sus enemigos. El hambre y el miedo les endurecieron. De esa familia, de esos hermanos, hemos salido todos nosotros. Eso lo entiendo, orlok. Tú también participaste en esa historia en un momento dado. Has visto cómo nacía una nación. Me cuesta imaginar algo así. —Batu suspiró y se sujetó el puente de la nariz con los dedos, fatigado—. Espero que haya una historia que contar cuando me toque a mí estar entre las llamas.
Tsubodai le miró, pero Batu ya se había alejado a través de la nieve. El aire estaba limpio y frío, prometiendo nuevas nevadas.